El vaso nos mira con respeto reverencial desde su silencioso escondite, escuchando las conversaciones quedas entre un profesor y una familia sorprendida en el delito de tener ya un hijo adolescente y no haberse enterado aún de eso; nos sigue con mirada ajena de curiosidad en los ires y venires, cargados unos con un periódico bajo el brazo, otros con veintenas de cuadernos por corregir -en el enésimo intento por buscar la excusa del aprobado. Es mudo testigo de la sucesión de cumpleaños de profesores o buenas noticias celebradas ya no en la cafetería de abajo, sino en el mismísimo corazón misterioso de la vida colegial: uno se casa, otra espera un hijo, unos cuántos planean la excursión de Segundo Ciclo -preguntándose, de paso, si el esfuerzo merecerá la pena...
El vaso, con sus posos, su rastro aún oscuro de café y su translúcida apariencia, es familia de las dos cajas abandonadas en el armario, llenas de exámenes del curso pasado -propiedad de una compañera que se marchó y las dejó como legado-, la bolsa de pelotas de tenis que nadie parece ver en la sala de reuniones, el amasijo de cables desordenados de los cuatro cajones de la izquierda y los cuatro ordenadores que permanecen encendidos al final de la jornada, en abierta oposición al cartel que los acompaña -"apaga tu sesión cuando te vayas".