De Ávila al alto de Valdelavía no hay mucha distancia. La recorrí con alegría, igual que recorrí de Zamora a Salamanca y de Salamanca a Ávila, pero todo cambió y lo que hasta entonces era alegría, paz y tranquilidad se convirtió en un infierno de viento y hielo. Paré cien metros antes del cartel que marca la altitud sobre el nivel del mar de este precioso puertecito, que había espacio para aparcar la moto sin interferir a los pocos usuarios que llevaban esa misma ruta. El paisaje era espectacular, y espectacular era la nube, la tormenta que venía por la derecha. Tomé la fotografía que el lector puede ver, en la que se puede apreciar ese casi sol que la baña. Y entonces empezó todo.
Esa nube gigantesca estaba subiendo por la ladera oeste. Era blanca por su parte superior y negra por la inferior. Tomé la fotografía y antes de poder guardar el móvil, ya la tenía encima. En unos pocos segundos -en unos pocos segundos- me había envuelto con un diluvio de granizo y agua, de vientos huracanados, de oscuridad, de bajísima temperatura. Tuve que sentarme sobre la moto porque esos trescientos kilos empezaban a cimbrearse. Agarrado al manillar, con la cabeza gacha, con los pies en la arena, sujetando la moto y a mi mismo, pasé cuarenta minutos. Cuarenta minutos. Cuarenta minutos. Dejé de sentir frío. Dejé de sentir el agua en las botas. Dejé de sentir el agua en el culo y en la espalda. Solo sentía miedo.
De reojo veía pasar algún coche, muy de vez en cuando. Veía sus luces brillando en el arco de la pantalla tachada pero no podía mover la cabeza ni levantar las manos. El viento, las rachas alocadas, hacían que todo se moviera. El granizo se convertía en agua y el agua se convertía en tiempo. No sentía frío. Solo sentía miedo.
Los rayos caían esparcidos en cualquier parte. Los truenos retemblaban en la montaña. Rayos y truenos sin distancia temporal es igual a que la tormenta está justo encima (hay una forma de calcular la distancia a la que está una tormenta contando el tiempo que media entre el rayo y el trueno). En este caso, todo coincidía: la tormenta estaba encima.
De noche a las diez de la mañana, empapado, sordo por los truenos y ciego por los rayos, sólido por la rigidez y agarrado a la Cabezota. Solo. ¿Era el momento de devolver el alma a su Propietario?
Para mí ha sido una experiencia traumática. He estado en un límite de la naturaleza que no me ha gustado. Jamás hubiera elegido vivir esos cuarenta minutos. Tampoco hubiera elegido rodar los ciento sesenta kilómetros hasta mi casa empapado, con el agua dentro de las botas, muerto de frío, intentando controlar la temblona y el tiritar de los brazos y de la cabeza, con calambres en los brazos y en las piernas. Definitivamente, no me gusta la aventura.
No he patinado en ninguno de los kilómetros rodados bajo la lluvia, no he tenido problemas de frenos ni de equilibrio, nada. -Bah, pues entonces, todo está bien, has salido con bien de esta aventura, dirá el lector. Pero yo creo otra cosa: creo que no me gustan las aventuras, no me gustan los límites, no me gustan las cosas imprevisibles, no me gustan los que predicen mal y no me gusta eltiempo punto pollas.