No necesitas tu mano

Publicado el 13 diciembre 2012 por Insomniofreak @InsomnioFreak

Desnudo de cintura para arriba, con mi patético cuerpo esquelético, mis miserables músculos y mi pelo sucio, me sentía incómodo con el oxígeno. Me sentía incómodo respirando, sintiendo el asqueroso aire entrando en mis pulmones. Me sentía incómodo andando y notando como deambulaba entre microscópicos átomos de oxígeno. Estaba a mi alrededor, y me molestaba. Era como llevar todo el día un traje incómodo. Me pesaban los párpados. Estaba cansado pero no tenía nada de sueño; cada día me costaba más conciliar el sueño. El sueño es una puta mierda, solo sirve para entrar en coma cada noche. Solo sirve para recuperar fuerzas y que el cuerpo recargue su batería  Yo no quería eso, yo no quería hacerle el más mínimo caso a mi cuerpo. Yo solo quería seguir andando hasta que el sol hiciera bullir mi sangre y quemara mis neuronas, bajo la coraza compuesta por mi cráneo  Solo quería meter la cabeza en la bañera llena de agua hirviendo y dejarla allí dentro horas y horas hasta desgarrar mi carne y morir desangrado.

Pero no hice nada de eso; me limité a mover mis piernas por toda la casa, intentando no hacer caso al inminente dolor de garganta que se acercaba cabalgando desde lo lejos. Evitando hacer caso a mi cuerpo que pedía caer en cualquier lugar. Evitando hacer caso a mi cuello quebradizo que quería crujir y roer y gritar. Mi vida consistía en evitar. En sentir la incomodidad allá donde fuera. En delirar por el cansancio y generar endorfinas para doparme de manera natural. Mi existencia era un puto estercolero, y aún así, me sentía más gratificado que la mayoría de los entes mecanizados que me rodeaban. Putas tostadoras con un trabajo y un coche y una cartera y una pareja estable. Yo quería esa pareja estable. Yo quería ese trabajo. Yo quería ese coche. Yo quería esa tostadora. Meter mi polla en esa tostadora y que me pidiera más y más y más. Desnudo de cintura para arriba, observando mi piel pálida, mis pezones tristes y fríos… mis ojos fallaban y me mareaba. Si concentraba demasiado la vista, sufría espasmos cerebrales. Mi oído derecho comenzó a pitar ligeramente, pero lo ignoré. Ignoraba a mi cuerpo, sus señales de socorro, su necesidad de ser escuchado. Me importaba una mierda mi cuerpo, y sin embargo, me preocupaba ir peinado.

Era un puto muñeco de carne rota y huesos mal colocados, preocupado por estar decente para la foto. Me peiné. Frente al espejo. Me peiné, mojándome el pelo y tratando de parecer lo menos patético posible. Otra vez la vista se me iba, me mareaba. Me sujeté al lavabo y sentí la necesidad agónica de golpear con mis puños desnudos ese cristal hasta atravesarlo. Notar como los pequeños trozos cristalinos se clavaban en mis manos. Pero no hice nada de eso. Me limité a observar mis ojeras, mis ojos rojizos y mi barba de 3 días  Llamaron al teléfono. Al móvil. Yo no tenía otro teléfono. Llamaron varias veces, por que no lo escuché al principio. Estaba sordo. No distinguía unos sonidos de otros. Llamaron y me puse. No dije nada, solo me puse. Supongo que al otro lado de la linea, alguien oyó mi respiración cansada y decidió comenzar la conversación. “Tú tienes mi mochila. Me la he dejado en tu casa” ¿Quién cojones había estaba en mi casa? Si, creo que alguien. Pero me quedé dormido, así que no le presté mucha atención. “Devuélveme la mochila. Tiene algo que no te gustaría mucho. Devuélvemela” … Sin soltar el teléfono, fui a mi cuarto. Vi una mochila. Estaba cerrada. Era la mochila que siempre llevaba un amigo mio, un amigo que me traía a casa en coche cada día. ¿Desde donde me traía? ¿Qué hacía yo cada día  ¿Por qué el tiempo acelera y puedo notar mis células muriendo dentro de mí? Puag, doy asco. Soy feliz. “Devuélveme la mochila” “No me apetece. No sé donde estas. No sé si realmente es tuya” “No me jodas” “No, no te jodo” “Pues no la habrás. Dentro está tu mano” “¿Mi mano?” “Sí. Dentro está tu mano” Miré mi brazo: seguía intacto desde la punta de los dedos hasta el hombro.

La otra mano supuse que la conservaba, pues sujetaba el teléfono. “que te den por el culo” Colgué. Volvió a llamar. No lo cogí. Colgué. Dejó de llamar. Miré la mochila fijamente. Y creo que también me miraba ella a mí. Yo creo que bailaba. Bailaba techno. Seguro. La mochila estaba muriéndose, drogándose, mirándome, bailando. Y yo no sabía que hacer, por que posiblemente estaría flipando; todo cambiaba de color. Veía un cigarro encendido, en un cenicero. Yo no recordaba tener ese cenicero. Yo no recordaba nada. Yo no fumaba…¿o si? MIERDA. El cigarro desprendía un humo muy denso, pero no era ningún porro. Ni era ningún nevadito. Era humo de cigarro, que se iba haciendo cada vez más y más espeso, cambiando de color; veía el humo pasar de gris a morado, y de morado a rosa, y de rosa a verde. Azul. Rojo. El humo iba cambiando de color, haciéndose cada vez más y más denso, ocupando cada vez más espacio en la habitación. Contrayéndose y expandiéndose, como un corazón al que le falta la sangre y trata de sobrevivir fuera del cuerpo. El humo bailaba conmigo. Todo bailaba. La mochila me miraba, quería que bailase. El humo me rodeaba como un chulo de discoteca rodea a una puta. Soy una puta, de eso no hay duda. De repente, el humo parecen miles de insectos. Realmente nada cambia, pero me fijo y realmente está formado por miles, millones de microscópicos insectos que caminan sin rumbo, en un bucle que, visto desde fuera, produce formas. Son un inmenso ejército hipnotizado, cambiando de color, recorriendo la habitación. Un ejército de insectos de aspecto correoso. Cierro los ojos. No quiero seguir mirando. Me aburro, me canso, me saturo.

Dejo de respirar durante un minuto, y cuando por fin abro la boca y las fosas nasales, atrapo aire como si de ello dependiera mi vida (de hecho, de eso depende mi vida). Cojo aire hasta ahogarme en él, y abro los ojos. Ya no hay humo, ni cigarro, ni cenicero. Pero la mochila sigue ahí. Ahora esta quieta, fría  muerta. No me mira, no puede mirarme. Es una vulgar mochila sucia. “Dentro está tu mano” ¿sería verdad? Sería una puta patraña. Como todo lo que me dice todo el mundo. Vivimos creyendo en putas patrañas sucias y feas que conforman nuestras vidas, sucias y feas. Todo es un montón de anuncio de televisión con canciones románticas remixeadas de fondo. Todo es falso. Todo da asco. Todo me la pone dura. Abro la mochila y vacío su contenido en el suelo: cae una mano. Joder Joder. Es lo único que había  Al cogerla, parecía mucho más llena, como si dentro contuviese libros, cuadernos, objetos romos. Pero dentro solo tiene una miserable mano. Y entonces me miro: al final de mi brazo ya no hay nada. Ha desaparecido. De repente. Sin que me de cuenta. Solo un muñón mal cosido y aún fresco. Un muñón del que salen pedazos de carne brillantes. No grito. No me asusto. No lloro. No salgo corriendo. Simplemente me extraño, me extraño muchísimo; me jode no entender qué ha pasado. Mi mano estaba ahí hacía un minuto. Lo había comprobado seriamente, había mirado. Había mirado cuando veía humo de colores y cuando no lo veía: la mano no se había movido de ahí. ¿Por qué había desaparecido de repente? No, no había desaparecido. Estaba en el suelo. Me agaché y la cogí con la otra mano. Pensé en ponérmela, pero…¿cómo? Miré mi muñón rojizo y volví a mirar la mano.

Así durante un minuto, sin saber qué hacer. Miré al techo, haciendo crujir mi cuello. Los sonidos rotos salieron de debajo de mi cabeza, como si mis vértebras quisieran hacer una queja formal por como las trataba. De repente escucho una voz. – Ni se te ocurra intentar nada de lo que estas pensando. Miro. La voz sale de mi muñón. La cicatriz mal cosida se mueve, como una boca. - Olvídate de esa mano. No sirve de nada. No se ha caído  la he tirado yo. No la necesitamos. Mi muñón me habla. La boca se mueve rítmicamente, dejando entrever unos pequeños dientes brillantes dentro. Dentro de mi brazo. No sé qué decirle, así que dejo que siga hablando. – ¿Ha hecho alguna vez algo por ti? Esa maldita mano…es una zorra. Tienes que ordenarle todo. “Coge esto, coge aquello”. ¿Se le ocurría alguna vez hacer algo automáticamente? “Bueno…yo….yo cuando me rascaba era automático. No lo pensaba, mi mano iba directa al punto donde me picaba” – ¿Automático? ¡JA! Tu mano tenia órdenes de tu cerebro para hacer eso. Tu cerebro es un hijo de puta, no te avisa de cuando toma decisiones. ¿Te dice “eh, oye, que voy a ordenar a tus pulmones que respiren” o “perdona, ¿te importa si hago que tu sangre circule por tus venas?” o te pide permiso, simplemente, para decidir cuando quieres o no quieres ir a cagar, mear o comer? No. Tu cerebro es un dictador, y tu no eres más que su instrumento de transporte. ¿Tu mano? Actúa tal y como tu cerebro quiere. “Bueno…por algo será. A mi no me importa” – ¡Claro que no te importa! Por eso eres un fracasado y toda tu miserable vida lo serás. ¡Mírate! Paseando por la casa sin camiseta, viendo humo de colores y perdiendo tu mano… “ey, que la mano la has tirado tú” – Si, pero por que era una jodida puta. Deberías agradecérmelo. “bueno…a mí me venía bien tenerla…” – ¿¿Te venía bien?? ¿Para qué, eh, listillo? Todos sois iguales, unos malditos cobardes. Pasáis un tiempo con una mano y ya estáis enganchados a ella. Viviendo de los recuerdos. Patético. Eres patético. Me estaba cansando ese jodido muñón. Tenía hambre y me hacia sentir culpable, como si querer comerme una maldita ensalada de atún fuera un acto de subordinación. ¿Y si lo era? - Deberías librarte de la otra mano. “¿Por qué?” – ¿¿Por qué?? Mírate al espejo. Manos, brazos, piernas, pelo, nariz, ojos…eres lo que todo el mundo espera de ti. Solo eso. No…no eres tú mismo. Ni siquiera sabes lo que es ser tú mismo. ¡Me das asco! “No me voy a cortar la otra mano. No me apetece. Me hace falta. De hecho, me hace más falta que tenerte a ti” – Si pretendes ofenderme diciéndome eso, estas jodido. Me da igual hacerte falta o no. Yo busco algo más, yo no quiero acabar mis días como tú, siendo un patético montón de órganos ubicados aburridamente en un cuerpo típico. Yo aspiro a más. ¿A más? Pensé que ser un muñón gilipollas no era una gran aspiración, pero me callé por que no quería entrar en conflicto con el extremo de mi brazo. Al fin y al cabo, no dejaba de ser parte de mí…creo. Durante un buen rato estuvo hablando. Habló de la liberación del organismo, de cómo escapar de la cárcel que es el cuerpo y buscar una evolución. Criticó de nuevo al cerebro, dijo que jugaba a inventarse ideas como el alma o el espíritu para evadir y esconder los temas de auténtico interés y conflicto.

Mi muñón (que estaba resultando ser un auténtico pesado) estaba convencido de que el cerebro usaba artimañas como inventarse conceptos filosóficos para que así estuviéramos entretenidos y no nos diésemos cuenta de que, realmente, no le necesitamos. Y siguió hablando. Una hora. Sin parar. Yo, al principio, trataba de discutirle sus ideas, cosa que parecía no agradarle, ya que su voz adquiría un tono más chillón y áspero y sus palabras pasaban a ser ataques e insultos directos hacia mí. Cuando pasaron 20 minutos, me limité a afirmar o negar, según conviniera para la situación.

Fui a la cocina, a por un zumo. Tenia sed. Simplemente eso. El muñón se cabreó conmigo y empujó el vaso de zumo. Lo tiró al suelo y me insultó, acusándome de “cobarde”, “dependiente” y “subordinado de mis estúpidas necesidades fisiológicas”. Entonces me cansé. Me cansé totalmente. No pensaba aguantar a ese muñón mucho tiempo; la idea de convivir con él me agobiaba. Perder una mano podía asumirlo. Incluso, si me hubiera convencido con buenas palabras, me había cortado la otra mano. Pero resultaba cargante, tedioso y creaba en mi un incontrolable sentimiento de furor psicópata. Yo era una persona tranquila, pero cuando alguien hacía que mi vaso desbordara, entonces me cegaba y solo pensaba en ejercer daño. Fui a la cocina, con el cerebro drogado y los sentidos sedados.

No escuchaba, no sentía las cosas que tocaba. Había olvidado a hablar y mi olfato había muerto. Apenas veía. Pero un instinto natural ultra desarrollado me hacía saber donde estaba cada objeto exactamente. Así que abrí un cajón y cogí un cuchillo. Un cuchillo grande y afilado, el más grande y más afilado. Puse mi brazo, con el muñón tratando de ejercer fuerza hacia los lados, sobre una tabla. Corté el muñón. Se hizo el silencio. Cogí el trozo de carne y lo tiré a la basura. Del nuevo corte salia sangre incontrolablemente. Podía ver el hueso sin cortar del todo, solo astillado. Podía ver mis venas librándose de la sangre que no quieren. Podía ver mi brazo por dentro. Y me gustaba Me resultaba gratificando sentir como mi cuerpo desaparecía. Cogí el cuchillo, me quité las botas y los calcetines y me corté un dedo del pie. El dolor había desaparecido, era una sensación puramente artificial. Sabía que me tenía que doler, pero el dolor real, el auténtico, no existía. Me corté el resto de dedos, y con cada uno que conseguía desprender de mi pie, más placer invadía mi psique. Así empezó la carrera contrarreloj.  Cuando más cortaba, más entraba en un estado de trance, de éxtasis. Me corté los pies, las piernas, los brazos. Tuve que coger una sierra para poder cortar, por que el cuchillo solo me servía para los dedos. Me corté hasta la pelvis. Cuando llegué a determinados huesos, no pude seguir cortando. Estaba debilitado, totalmente manchado en sangre y fluidos.

Trozos de carne adoraban el suelo, acompañados de pedazos de huesos, deshechos y machacados. Me corté el hombro y empecé a cortarme el pecho. Queria despedazarme vivo con esa sierra, pero no podía: el esternón estaba demasiado duro y yo, demasiado débil. Me tiré al suelo, sin piernas, sin un brazo, con trozos de carne de mi pecho y estómago colgando patéticamente o, directamente, a varios metros de mí. Me empezó a entrar sueño, notaba que mi cerebro quería cerrar los ojos y olvidarse de todo. Descansar. Dormir. Dormir eternamente. Entonces, en ese mismo instante, me acordé de las palabras del muñón. Según iba troceándome, más se repetían las palabras del pesado de mi breve amigo. En mi cabeza resonaban de forma metálica frases como “depender de tus miserables necesidades fisiológicas” o “libérate del cuerpo”. Tenía razón. Le odié, y su misión tal vez era esa. Ser odiado hasta el punto de morir por la causa. Le odié, sentí rabia por sus palabras, pero estaba causada por que me hería profundamente escuchar la verdad. Cerré los ojos. Y los volví a abrir. NO. El cerebro no podría conmigo. No me dominaría. No controlaría mis necesidades. No me iba a decir cuando dormir y cuando no, cuando comer y cuando no.

No me iba a decir cuando sentir dolor y cuando no, cuando debilitarme y cuando no. El cerebro no me iba a atar más a sus denigrantes órdenes simplistas y banales. Debía hacer algo. Cogí la sierra (realmente, en ningún momento la había soltado) y comencé a serrarme el cuello. Era difícil  por que era demasiado blando para ese tipo de sierra. Pero lo intenté, tras varios intentos, y conseguí profundizar. Profundicé hasta tocar las vértebras, hasta tocar el duro hueso de la columna. Y paré. Necesitaba algún instrumento más duro para deshacerme de ese hueso. Pero no podía caminar, así que me arrastré. Me arrastré hasta que vi que no tenia fuerzas para tratar de alcanzar el pomo de la puerta y salir a la calle. Allí me quedé. Una hora. Y otra. Y otra. … Entonces llegó alguien. Escuché gritos, chillidos, llantos. Escuché llamadas telefónicas. Escuché más gritos, más llantos. Escuché desesperación. Escuché más llamadas telefónicas. Escuché voces rudas y voces quebradas. Escuché sirenas. Escuché puertas abrirse y cerrarse. Escuché la radio de una ambulancia. Escuché más voces rudas y menos voces quebradas. Escuché voces y ruidos de puertas y de camillas durante horas, tal vez días  El sentido del tiempo se desvanecía como el humo de colores. Escuché oraciones. Escuché lágrimas. Escuché frases tópicas acerca de mi supuesta bondad. Escuché mierda saliendo de las bocas de gilipollas que nunca me habían tenido el más mínimo aprecio. Escuché basura, solo basura. Nada más. Escuché una puerta cerrarse. Escuché arena cayendo en la madera. El sonido se iba haciendo cada vez más y más lejano, hasta que dejé de escuchar. Ya no podía oír nada. Silencio. El más absoluto y profundo de los silencios. Paz. Calma. Lucidez. Respiré, ligeramente. Llevaba muchas horas teniendo dificultades para respirar. Cogí aire y me dejé llevar. Me dejé llevar por el silencio, por la quietud y el reposo. Simplemente dejé que el tiempo, que por fin había retomado su sentido, pasara.