En Mar del Plata, hace ocho años, el equipo argentino de tenis desperdició una inmejorable posibilidad de ganar la Copa Davis, un trofeo que se había transformado en una obsesión para el deporte nacional. Era el mejor escenario que se podía pedir, ante una España que venía disminuida.
La ocasión se desaprovechó incurriendo en los vicios que el tenis nacional mostró en esos años: divismo, egoísmo, individualismo exarcebado, negocios bajo la mesa e internismo. Quien comandó el equipo en aquella ocasión, David Nabaldian, un gran jugador al que el papel de líder le quedó grande, estuvo más preocupado en los negocios que hubo alrededor de la elección de la sede que en unir al grupo y buscar la forma de ganarle al rival. La derrota se sazonó con la bajeza de echarle la culpa de la derrota a Juan Martín Del Potro, entonces un juvenil que venía de cumplir el sueño de su primer Masters. La participación de ese torneo le fue echada en cara, con la excusa de que iba a tener muchos Masters más por jugar, priorizándola ante una final de la Davis en casa. Los que se pasaron pintando el piso de la cancha en la semana previa al match, no se hicieron cargo de sus decisiones que llevaron a la derrota.
El tiempo alejó a Del Potro del equipo de Copa Davis (y de una parte de los dirigentes de la Asociación Argentina de Tenis). Luego, las lesiones recurrentes, casi lo dejaron fuera de la actividad. La pavada de los “muchos Masters que tenía por jugar” quedó desarmada: un deportista profesional nunca sabe cuándo las lesiones lo pueden sacar del juego para siempre. Posiblemente no hubiera habido otro Masters para Del Potro.
En el año pasado, sin jugadores de elite, con el riesgo del descenso del grupo privilegiado de la Davis, Daniel Orsonic se hizo cargo de un equipo con un futuro negro. E impuso su estilo apostando por la disciplina, la unión del grupo, la táctica, el respeto al compañero. Tomó medidas que fueron discutidas (como no llamar a Pico Monaco en un match) que motivó que gran parte de ese periodismo tan acostumbrado al puterío mediático, lo pusiera en la mira. El tipo se aguantó, siguió en su ruta y, con un puñado de desconocidos, sin ningún top ten, no sólo no descendió ese año sino que llegó a semifinales.
Este año, siguiendo la misma ruta, una joya volvió a brillar: Del Potro retornó. Y retornó con un nivel superlativo, algo totalmente inesperado para un ex jugador, que había tomado este año como un período de prueba y que terminó ganándole a los grandes, colgándose una medalla en Río y transformándose en un arma clave para intentar la hazaña.
Primero fue en Glasgow, donde logró ganar un punto decisivo ante Andy Murray, gastando lo poco que tenía de físico en el dobles. Ahí fue decisivo el equipo, los laburantes que venían con menos chapa que Delpo: en un quinto punto decisivo, Leo Mayer (que venía con un mal año) se mostró como un jugador copero y aseguró el pase a la final.
En la final, un Delpo en mejor forma, aportó dos puntos vitales, remontó un épico partido con Cilic, dos sets abajo y dejó el trofeo en bandeja para Federico Delbonis quien, siendo número uno del equipo, no había jugado en Glasgow. El mismo Delbonis que pudo haberse quejado por eso, tirar su bronca en los medios, aceptó la decisión del capitán, festejó con el grupo y redobló el esfuerzo. En el siguiente match, fue él el que tuvo que definir un match que daba acceso a un sueño que persiguió en vano todo el tenis argentino.
Y Delbonis remató la faena con una actuación sólida y soberbia, ante un Karlovic varias posiciones encima suyo en el ranking.
La moneda estuvo en el aire: cayó del lado argentino. Pudo haber sido para Croacia. Hubiera sido lo lógico, por la localía y porque tenían mejores nombres. Pero como en todo juego, a veces no gana la lógica.
Y que la moneda cayera de este lado, fue un pequeño acto de justicia en un mundo generalmente injusto. Porque si alguien merecía ganar este premio, esta hazaña, era este equipo de tipos humildes, sencillos y profesionales, estos tipos de los que nadie esperaba algo de ellos. Si alguno, más que nadie, merecía cubrirse de gloria, desafiando el mote de “pecho frío” que los nabaldianistas le endilgaron desde Mar del Plata 2008, fue ese enorme jugador y mejor tipo que es Juan Martín Del Potro. Ganarlo así como lo ganó, ganando un partido pérdido ante un top ten, fue un cachetazo a los infames que lo vienen descalificando desde hace años. Y que el capitán que comandara esta subida al Everest fuera Daniel Orsanic, era otro merecimiento, otro gusto, otra para el lado de los buenos.
Ayer, a poco de consumada la hazaña, los medios acercaron el micrófono a gente como David Nabaldian y a tantos otros que fallaron en el pasado, no por perder (uno de los resultados posible de cualquier competencia deportiva) sino por fallarle al grupo, al deporte, con su conducta mezquina. Se llegó a la osadía de decir “esto es también de ustedes”. No. No es de ustedes. De ninguna manera.
No es de ustedes que desperdiciaron una oportunidad por divismo y codicia. No lo es para los dirigentes que boicotearon desde afuera. No lo es para los capitanes que tomaron partido en una interna absurda. No lo es para el periodismo que se puso la camiseta de un jugador. No lo es. No debe serlo. De ningún modo.
Porque por lo que debe ser reconocido este equipo, no es tanto por el logro deportivo, sino por el modo en que se alcanzó el objetivo, por la forma y el método elegido. Se apostó por un equipo. Se eligió a los que potenciaran el grupo sobre el individuo. Y cuándo fue necesario, brilló el individuo, porqué había un grupo que le permitió brillar. Se necesitó a Del Potro pero definió un Mayer en semifinales y definió un Delbonis en la final.
Se ganó una Copa porque se armó un equipo.
Y tarde o temprano, con ese método se ganan más veces de las que se pierde.
A festejar. Sí, a festejar el triunfo.
Menos ustedes. Ustedes no. A ustedes les queda el gusto amargo de haber dejado pasar la Historia (la Historia grande, la Historia mayúsculas) por al lado.