- Claro, claro: no es para menos -respondo yo, con sonrisa empática.
- Porque esto ya no se podía consentir. Exigía una respuesta que nunca llegaba -enfatiza él, con la seguridad del que se sabe en posesión de la verdad absoluta.
- Evidente, evidente -no puedo menos que cabecear mientras me ladeo ligeramente, como mandan los cánones.
- Buscaba una solución a este grave problema que te he comentado y aquí no se me atendía -insiste él.
- Entiendo por qué has venido, te lo aseguro -afirmo con mi mayor sencillez y humildad. Entono mentalmente un mea culpa contrito y lastimero.
- Y pasaban los días -me recuerda, apoyando su mano izquierda sobre el muslo, la mano derecha señalando firme a un punto inconcreto del techo.
- ¿Puedo hacerte una pregunta? -respondo yo, mirando de reojo el reloj: se acerca la hora de que suene el timbre, tengo clase, mis alumnos no esperan.
- Por supuesto, Negre, por supuesto -me dice, con sonrisa de suficiencia. Debe de pensar que me ha arrinconado, que estoy entre las cuerdas: la victoria del padre enfurecido sobre una no ya tan joven profesora, sin duda inexperta, con sus vaqueros de azul gastado y sudadera juvenil con mil lavados...
Observo cómo se recuesta en el respaldo de la silla, esperando mi pregunta, que sin duda se hará en el tono humilde de quien se sabe vencido.
- ¿Tú has ido alguna vez a la ventanilla del Banco? -me mira sorprendido, apenas un segundo sin respirar. No le dejo posibilidad de reacción- O al notario. O has llamado al fontanero -mantengo el tuteo en un falso acercamiento que simulo sincero con mi mejor sonrisa-. Tal vez una compra por internet, una cita médica,...
Dejo en suspenso el aire, esperando la respuesta que, evidentemente, sé que vendrá.
- Claro, Negre, como todos -me responde, frunciendo las cejas. Ahora, seguro, pienso rápidamente, está desarmado: mi sudadera juvenil rosa, mis vaqueros desgastados, el pelo revuelto. Vacila.
- Yo he ido hoy al Banco. Lamentablemente, he tenido que ir dentro del horario de oficina marcado por sus trabajadores, no cuando a mí me venía mejor, que era a las siete de la tarde. Los del súper vinieron ayer por la tarde a traerme la compra, fatal, supongo que me entiendes: tuve que improvisar la comida- explico con sinceridad, sonrisa de oreja a oreja. Se acerca el remate final.
- No sé a dónde nos lleva esto -comienza.
- Vas al notario cuando él te dice, viene el fontanero cuando le viene bien, el del supermercado acude a tu casa al final de su ruta y la cajera te atiende en tu turno de la fila. Yo te doy cita en mi horario de visitas de familias, no antes, ni después, ni cuando tú quieres, ni cuando te interesa. Cuando yo te puedo atender -digo, rotunda-. Porque mi trabajo es tan importante como el de tu cajera, tu supermercado, tu fontanero y el notario de tu hipoteca. Ni más, ni menos.
Me mira. No sabe si enfurecerse o levantarse.
- ¿O es que te pensabas que puedes presentarte en un colegio y decidir tú cuándo ver a un profesor?
Esto no es es ficción. Ayer por la mañana.