El sacerdote Jacques Hamel muere degollado por dos atacantes del Estado Islámico en una parroquia de Normandía.
La Wafa Media Foundation anima a la matanza de españoles en respuesta a la batalla de las Navas de Tolosa.
Este último parece de coña, pero también es real.
En serio.
El mundo está como una puta cabra.
Bueno, el mundo… La gente. Alguna gente. Alguna gente está jodidamente loca.
Entre tanto, la islamofobia crece. En Occidente —y en todas partes, en realidad— nos cuesta poco generalizar con lo que no conocemos, ni tenemos interés en conocer, y separar a todos los niveles el radicalismo que sentimos más propio: el atentado de Omagh del IRA, el de Hipercor, de ETA, en Barcelona, los dos atentados simultáneos de Noruega de 2011…
No voy a ser políticamente correcto. El terrorismo duele venga de donde venga, pero, en los últimos años, el yihadismo ha puesto el punto de mira en Europa. Los cuatro trenes de Atocha, los atentados de Al Qaeda en Londres (2005), los asesinatos en el Museo Judío de Bruselas (2014), o los recientes ataques en suelo francés: el perpetrado contra la revista Charlie Hebdo, el Atentado de Niza en julio de este mismo año…
Da miedo. Pavor. Es la lucha contra aquellos que usan el terror como arma; algo que Occidente ya no entiende ni ejerce desde hace más de un siglo, por lo menos. Es una batalla contra palabras armadas de las que habla Phillipe-Josheo Salazar en su último libro (Palabras armadas: comprender y combatir la propaganda terrorista). Es el retorno del idealismo frente al materialismo: la cultura occidental es, esencialmente, materialista, decía el autor a El Mundo, hace solo unos días, y es que, aparte de la adquisición de bienes, ¿qué más ofrece?
Su propaganda se centra en la exaltación del individuo, ellos venden una camaradería extraordinaria entre sus soldados, por ejemplo, como vemos en los vídeos. Tenemos problemas para comprender eso en los países occidentales así que lo que hacemos es reírnos, decir que están locos, enfermos. Ni están locos ni son imbéciles.
Mientras, el mundo se ha globalizado y la integración de otras culturas en nuestra sociedad se ha producido de formas muy distintas en todas las grandes ciudades europeas. Hace unos días, Saddiq Khan, el primer alcalde musulmán de Londres, afirmaba: “Si se está dispuesto a la integración, sin dejar sus creencias religiosas, se puede llegar muy lejos.”
No nos cuesta demasiado integrar Saddiq Khan, y mucho menos a Zidane, Ronaldinho, o a cualquier otro futbolista de fabela con éxito; ni tan siquiera a los miembros de la Casa de Al Saud, que comen en nuestra mesa (metafórica), pese a estar marcados por un fuerte wahabismo e intolerancia que se ha relacionado, en múltiples ocasiones, como fuente directa del terrorismo global de los últimos cincuenta años. A ellos nadie se atreverá a tildarlos como a moros ni terroristas, porque tienen petróleo, y relaciones públicas y privadas con monarquías, repúblicas y altos cargos del mundo entero.
Por el contrario, la gente de a pie, será fácilmente vinculable con estos estereotipos negativos solo por profesar una fe común —una religión de paz que el radicalismo ni sigue ni respeta en realidad — y que, a gran parte del mundo le debería avergonzar confundir y generalizar, puesto que es bien sabido que, al menos en España, las putas no suelen tener la culpa de parir a los hijos de puta. Quien piense así, razona al mismo nivel que Donald J. Trump, y siento el insulto, pero ni es posible frenar la inmigración en un mundo globalizado, ni es lógico hacerlo: es tan simple como razonar que, si desinfectamos nuestra casa de cucarachas con una bola de demolición, ni quedarán cucarachas, ni quedará casa.
Así que, de toda esta mezcolanza de conceptos, rescatemos dos: el Estado Islámico es más que un grupo de fanáticos locos: son fanáticos que quieren construir un mundo que Europa ya no entiende, y ese es el camino a través del que los gobernantes occidentales deberían buscar una solución: el problema es que, hoy, caminan a ciegas por este sendero; a su vez, siempre habrá maldad, y personas que deseen destruir lo que otros construyen, así que quizá llegue el día en el que tengamos que establecer una serie de conceptos por los que luchar; pero no nos convirtamos en los monstruos que nos atacan, no usemos la islamofobia para combatir el terrorismo yihadista, porque, entonces, ya habremos perdido.
Puede que, antes o después, la mano abierta deba convertirse en un puño contra aquellos que no desean más que enfrentarnos y convertirnos en sus enemigos, pero es nuestra obligación saber quién y por qué debe ser blanco de nuestra ira como sociedad.
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