“Morir es un arte,
como cualquier otra cosa.
Yo lo hago excepcionalmente bien.”
-Sylvia Plath–
Ojalá ser el vuelo de una falda, aquel blues que siempre vuelve, tus ganas de más.
Izar la bandera blanca, dejar de estar en pie de guerra contra la del espejo, bajar las armas con que me apunto.
Romper de una vez por todas con las poses.
Ojalá no ser mi peor juez, parar de apuntarme a la sien, dejar de destrozarme sin tregua.
Quererme un poco, o quererme más, o quererme bien de una vez.
Mandar lejos las apariencias.
Ojalá emocionarme sin miedo, reír a carcajadas en un entierro, reventar de felicidad.
Aplastar las canciones que no me dicen nada, matar al juez y parte que me habita, desterrar a galeras los límites.
No avergonzarme de llorar.
También puedo ponerme bestia y gritar hasta que me arda la garganta y me quemen las entrañas que se larguen los monstruos de una vez, que dejen de clavarme sus malditas garras afiladas en la tripa, que ya no soporto las cadenas de los fantasmas enroscadas en mi pecho asfixiándome, que el aliento se me vuelve amoniaco y me abrasa si respiro, que ya está bien de tanto infierno.
O que se acabó, que estoy harta, que se pare el tiovivo, que no duela la vida, que no me palpiten las sienes a cada paso, que no se convierta avanzar en agonía, que no se me desgarre la piel con los dientes afilados de la rabia, que paren ya las hostias, los golpes, los tropiezos, los obstáculos, mis propias puñaladas.
Ojalá ser la calma tras la tempestad, el estribillo que nunca falla, tus manos en mi espalda.
Burlar a los demonios de alas negras y sonrisas ensangrentadas, acostarme sonriendo, besarme tras el sexo.
Convertirme en refugio, guarida, cueva, hogar.
Que no sé estar conmigo pero sí contra mí.
Que me he cansado de tener al puto enemigo en casa.
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