La historia empieza así. Una celda de dimensiones reducidas pintada en blanco.
Es un día cualquiera. De una semana cualquiera. En una ciudad cualquiera. Y una persona cualquiera entra en escena. Pongamos que es en una cafetería. La gente habla alto. Carcajadas y conversaciones. Olor a café y leche recalentada con nata por encima. Bollería industrial. Una taza con un expreso y la mirada perdida al otro lado del ventanal, hacia la calle. Hora punta. Peatones. Coches. Atasco. Claxons y gritos. Y nuestro personaje permanece ajeno a todo cuanto le rodea. Sobre la mesa, un Zippo y un paquete de Lucky. Las manos descansando alrededor de la taza. Pese al mes de febrero que corre, está en mangas de camisa. Un tatuaje en el brazo izquierdo. Frase lapidaria. A megghiu parola è chidda ca nun si dici en tinta negra. La mejor palabra es la que nunca se dice, y eso, precisamente, es lo que parece querer decir su gesto.
Silencio.
De cuando en cuando sonríe con nostalgia y mira el mechero. Por momentos parece como si quisiera quemarse a lo bonzo allí mismo. Otros, en cambio, por sus ojos pasa un sombra, algo que le hace cerrarlos y dar un sorbo de café.
En el platillo quedan un sobre de azúcar sin abrir y una cucharilla limpia. Acaba la consumición y sale de allí. Fuera, hace frío y empieza a llover. Camina despacio, sin rumbo. Por avenidas atestadas entre las que parece un náufrago en una isla desierta. Las gotas al caer ametrallan los reflejos en gris de la ciudad, estallando los charcos en ondas concéntricas que se entremezclan las unas con las otras formando un collage distorsionado al que nadie parece prestar atención.
Con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina y las solapas subidas, sigue caminando. El agua le empapa la cara y le apelmaza el pelo. Se ha detenido frente a un anuncio publicitario. Unos ojos impresos en papel maché le aguantan la mirada. Saca un cigarrillo arrugado del paquete y lo enciende, viendo bailar ante la llama sombras chinescas en un burlesque de rostros silenciosos que hablan y gesticulan sin nada que decir.
Pausa. Rebobinemos.
Una ciudad en hora punta. Es un día lluvioso. Alguien anónimo camina por la calle. A su alrededor reina el caos. Hora punta. Prisa. Gritos. Estrés. Úlceras. Asfalto mojado. Reflejos de semáforos en rojo. Gente. Paraguas. Una cafetería. Una taza de café solo, amargo. Soledad ante una mesa, como en un cuadro de Hooper. Conversaciones de fondo. Mal sabor de boca. Soledad. Sensación de derrota. Fracaso. Una colilla flotando en un charco junto a la entrada. Cristales empañados. Serrín y servilletas arrugadas en el suelo.
Pausa. Rebobinemos un poco más.
La misma persona saliendo de un portal. Unas escaleras por las que baja. La puerta de su casa que se cierra. Él sale. La luz del descansillo apagada. Un interruptor que se acciona. Tres vueltas de llave en sentido horario. Un salón a oscuras. La misma sensación de soledad y derrota flotando en el ambiente. Una bombilla que se apaga en un pasillo. Pasos. Suelos de linóleo que chirrían bajo las suelas de unos zapatos baratos. Una persona cualquiera entra en escena. En una casa cualquiera. En un barrio cualquiera. En una ciudad cualquiera. En un día cualquiera…
Créditos. Pausa.
Busquemos al personaje en cuestión. Nadie. No es nadie. Alguien como yo, que no sé estar conmigo pero si contra mí, cuando las musas no posan y no soy ni prosa ni verso, sólo palabras que no dicen nada. Sílabas y fonemas mudos, escritos por una máquina de escribir con caries que nada dicen y sólo cumplen condena en una cárcel de papel. Tinta malgastada. Sueños rotos. Nada más.
Visita el perfil de @IAlterego84