No debe quedar palabra o frase que colocar en una crónica sobre el horror parisino de estos días para hacerla tan descriptiva, tan dura, como la propia realidad vivida. Por desgracia, ninguna esquirla de metralla literaria producirá bajas en las filas de la locura, tan bien pertrechadas. De entre todas las medidas que se tomarán espero que se incluya la creación de “Psiquiatras sin Fronteras”, me da igual si es una ONG o un cuerpo de élite propuesto por los gobiernos temerosos, que deberían ser la mayoría. Las consecuencias serán: mucha más policía, mucho más ejército, mucho más control y mucha menos libertad, eso ya lo sabemos. Todos seremos potencialmente sospechosos menos los sospechosos de verdad, que a buen seguro son bien conocidos. Y presuntamente intocables.
En el camino que va de “Yo soy Charlie” a “Yo no soy Charlie” poco o nada ha quedado por decir, por expresar. Miles de posturas y postureos se han exhibido en este duelo. No sé qué haremos en el siguiente. Hecha la autopsia a la libertad de expresión, va a resultar que padecía de esclavitud. Parece que vivimos en un reino de ciegos gobernado por sordos. Estamos en 2015 hablando de religión (de dinero y de poder). Alucinante. Un instrumento, una arma que no necesita licencia, solo un cursillo de fanatismo para convertirla en letal. En la era Terminator, en la era virtual, andamos con esta enfermedad. Portamos un gen de títere. Somos movidos por un puñado de familias poderosas que manejan el odio por control remoto para garantizar sus intereses, sean cuales sean, sin resultar salpicados. Se congratulan viendo cómo sus marionetas, su ejército de “involuntarios”, reproducen fielmente el guion que ha sido escrito. Nos ven agitar la banderita de color correspondiente a cada “primavera” (acaban siendo todas negras) que organizan para que corramos detrás de la zanahoria de la libertad. Para entretenernos. Para despistarnos. La libertad nunca se tiene, solo se desea. Cuando nos la prestan, enseguida nos la quitan, bruscamente, para que suframos mono y, de esta forma, sigamos siendo útiles a sus causas.
Devoramos información manipulada, alterada, imaginada. Intoxicada. Hay que vender a toda hostia, no hay tiempo para buscar verdades, y menos detenerse en ninguna, además, ¿qué íbamos a hacer con ellas? Y formamos sólidas opiniones, creemos, a toda leche también. Opiniones de ciudadanos a granel, ciudadanos genéricos, de ciudadanos prescindibles. A un instante de horror le sigue una condena, a perpetuidad, de nuestros derechos. Tras cada masacre se le hace un nuevo torniquete a la seguridad. Por ella estamos dispuestos a todo, a que nos escaneen en los aeropuertos y se rían de nuestras siluetas, a que nos pinchen los aparatos, a que nos graben. A la mayoría no le importa, dice no tener nada que ocultar. NADA. Tras cada atentado unos pierden su sangre. El resto va dejando su reguero de identidad pensando que existe una barrera infranqueable que aún preserva algo de cada cual, no sé qué. Mentira. Hay que controlar al individuo, uno por uno, no al traficante de armas, no a quien se forra fabricándolas bajo mercenarios pedidos, no a quien se enriquece en la bolsa apostando sobre este valor tan seguro. La barbarie reporta buenos dividendos. Si, control al individuo, no a los gobiernos o poderes que financian la sinrazón. Al planeta lo transforma la naturaleza. O la pólvora.
Cualquier tipo de terrorismo aviva los rescoldos nunca apagados de los “ismos”. Llamémosle “titerismo” o “sincerebrismo” (así practico el terrorismo lingüístico, que también existe). Se doma mejor a la masa que a un lobo solitario. Lo primero que pierde la masa es el intelecto, este queda en manos de un sicópata sin control. Una bomba. Conviene acabar con el humor. Que solo queden lágrimas. De pavor.