No todo es vigilia

Publicado el 04 marzo 2015 por Pablito

No todo es vigilia (Hermes Paralluelo, 2014) se adscribe a ese tipo de películas que hablan de la vejez. Con honestidad, respeto y verdad. Mucha verdad. En la misma línea temática de Amor (Michael Haneke, 2012) o Arrugas (Ignacio Ferreras, 2011), aunque no resulte tan dura como la primera ni tan complaciente como la cinta animada de Ferreras, el segundo largometraje del realizador español tras el documental argentino Yatasto (2011) premiado en el Festival de Málaga, es una obra dividida en dos partes claramente diferenciadas: la primera mitad, desarrollada en el interior de un hospital, y un segundo bloque en el que el foco de atención se traslada al propio hogar de los protagonistas. Si bien todo el primer tramo es algo tedioso y desconcertante, es en su segunda mitad donde la película se crece sobremanera, regalándonos instantes gloriosos y otros francamente hilarantes. Obra forjada con un cariño y una honestidad a prueba de bombas -no podía ser de otra manera teniendo en cuenta que la pareja de ancianos que la protagonizan son los propios abuelos del director-, la que peleó en San Sebastián dentro de la categoría Nuevos Directores es una película pequeña que habla de cosas grandes; tan grandes como el amor de quien ha compartido su vida al lado del otro. 

La obra comienza en el interior de un hospital, donde Antonio (Antonio Paralluelo), un anciano de 82 años, permanece ingresado mientras su mujer Felisa (Felisa Lou), de 84, deambula por los pasillos temerosa de que su marido tenga que ser internado en una residencia de ancianos. A través de una puesta en escena austera, pero eficaz, y una iluminación tenue, milimétricamente estudiada, Paralluelo consigue retratar los sentimientos que florecen en un lugar que generalmente despierta tan poca empatía como un hospital como la inquietud y el desánimo, aunque lo haga con cierta falta de ritmo y algunos tramos muertos que no aportan nada a la función. La obra da un salto de gigante y deja atrás sus debilidades cuando este matrimonio que llevan 60 años juntos se trasladan al que ha sido su hogar toda su vida, en Muniesa (Teruel), donde han compartido su relación y que esperan verlo convertido en su lecho de muerte. Es por ello que interpretan como una amenaza un aviso de servicios sociales para trasladarlos a una residencia, dado que ya apenas se pueden valer por sí mismos. Esta coproducción entre España y Colombia habla de temas que, en mayor o menor medida, nos atañen a todos, como la soledad en la vejez, el miedo a separarse de la persona amada, a perder nuestra libertad o la propia levedad de la vida. Temas que son expuestos de forma sutil, sin estridencias, y que consiguen ser creíbles gracias al inmenso carisma de sus dos actores; son ellos los que llevan sobre sus espaldas el peso de una película más compleja de lo que parece a simple vista.

Quizá porque las generaciones más jóvenes vemos en ellos a nuestros propios abuelos, o quizá porque todos sabemos que algún día -teniendo la suerte de llegar a octogenarios- podremos vernos en su misma tesitura, conectamos ipso facto con este par de personajes que viven según sus costumbres en el universo que ellos mismos han construido y que no desean que cambie; les gusta levantarse temprano, aunque nunca sepamos para qué quieren madrugar; disfrutan, aunque a veces lo disimulen, cuidando el uno del otro; y no encuentran mayor felicidad que la que obtienen que compartiendo todo lo que tienen -el plano del vaso de leche es especialmente significativo en este sentido, además de revelar lo ajenos que viven de las tecnologías más básicas como podría ser, por ejemplo, un microondas-. Antonio y Felisa son felices así, aunque cada vez más se imponga esa realidad incontestable, a la que tarde o temprano hay que enfrentarse, de su progresiva dificultad para caminar, cuidarse y, en definitiva, ser autosuficientes. Tejida con los mimbres del buen drama, como demuestra su alergia al sentimentalismo barato, y aunque este cruel telón de fondo nunca deje de latir, no dejamos nunca de reír con las vicisitudes de una pareja -el momento del despertador, la estufa, la forma en la que tienen de llamarse mutuamente…- a la que, como si fuesen de nuestra propia familia, nos gustaría incluso abrazar. 

Pero sin duda el punto álgido de la película es el plano de la fotografía colgada en la pared; un plano con el que la obra debería haber echado el telón porque en él se condensa todo: basta observar los rostros de los protagonistas varias décadas atrás para ser consciente de muchas cosas y, sobre todo, de que nadie es ajeno al impecable paso del tiempo, otro de los temas sobre los que versa el film; un instante en el que la música, hasta entonces inexistente, surge con fuerza, acentuando este momento de gran carga emocional. No todo es vigilia es, en definitiva, es ese tipo de películas con las que cualquier director gana prestigio autoral al tiempo que hace pensar y dejar un poso de cierta desazón en todo aquel que tenga la valentía de disfrutarla, entenderla y, sobre todo, sufrirla.