Amanece. La aurora matiza el brillo del sol que surge entre el silencio azul de la noche. Los rayos dorados, suaves como una caricia, se filtran lentamente entre la fina neblina del alba. Ascienden sobre la tierra y alfombran de oro el bosque dormido. Se deslizan sobre las copas de los árboles que se ruborizan bajo su cálido roce. El astro emerge despacio. Roza el mar y el agua se llena de destellos, son las sirenas al regresar. Marena se despide y, al sumergirse, las olas deshacen la silenciosa laguna nocturna y las olas inician su viaje hacia la costa. Los sonidos dejan de estar amortiguados mientras las mareas se abren y chocan con las rocas al levantarse de su lecho y desperezarse.
Selene contempla la luz por un instante. El amanecer la debilita. Sabe que el sol ansia compartir el cielo con la luna, convertirla en su reina y señora. Siente como el poderoso astro estira sus rayos con cuidado, le ve asomarse muy lentamente, casi con sigilo, mientras intenta atisbar a su amada, al menos un instante, antes de que ésta se escabulla por completo. Nota como se eleva poco a poco, sin llegar perder por completo la esperanza. La luna palidece. Los colores brotan. La vida despierta. La tímida luna se desvanece y Selene con ella, entre el último de sus rayos.