Noche de vino y tapas. Cuarto acto: en estado puro

Por Jaime Javier Fenollera De Miera @JaimeFenollera


No son pocas las grandes carnes de vacuno que ofrecen las regiones de España. La cachena, la rubia y algunas más en los confines del noroeste; por el centro peninsular, la avileña, la morucha y las que pacen por las serranías del Guadarrama; el ganado de los montes cántabros, astures, vascos, navarros y del Pirineo catalán y los retintos que se nutren de las esencias de las dehesas de Extremadura, Andalucía y otras regiones centrales. Una paleta de texturas y aromas forjados en los herbazales de llanuras y montañas.
Son carnes que, bien reposadas, ofrecen delicadas texturas y exquisitos aromas. Sobradas en sabor para protagonizar excelentes preparaciones: estofados, asados, carbonadas, ossobucos, goulash, strogonoff, pot au feu, tartares, sauerbraten, tafelspitz y cuantas preparaciones podamos imaginar en el más fantástico viaje por los fogones de la vieja Europa y, por qué no, también de otras latitudes.
Son frecuentes los debates y porfías que surgen sobre el respeto a las materias primas. Y en ellos nunca me alineo con quienes afirman que cocinar una carne o un pescado con más o menos aditamentos sea un atentado contra su esencia ni oculte sus virtudes. Cuando una receta es equilibrada y sus ingredientes son administrados con mesura, más que ocultar las virtudes del producto, las ensalza en una creación que fusiona aromas y texturas y da origen a una obra coral enriquecida por los discursos de cada uno de sus protagonistas. Pues tanto se puede disfrutar con los monólogos como con el más prolijo de los elencos si está bien dirigido y sus textos mantienen la coherencia.
Sin embargo hay veces que las ocasiones y los productos requieren del cocinero que evite los artificios, decline el lucimiento y ensalce el producto sin más condimento que su propia esencia: que opte por el monólogo y permita recitar al protagonista toda su sabiduría en solitario. Son esas veces que el buen gusto aconseja acordarse de Eugeni d’Ors, que dijo: “Entre dos explicaciones, elige la más clara; entre dos formas, la más elemental; entre dos expresiones, la más breve.” Y que me permito imaginar que, con tales postulados, si se hubiese dedicado el filósofo a los fogones sin duda habría recomendado las más simple de las preparaciones y la más breve de las cocciones.
Este cuarto y último acto de nuestra noche de vino y tapas llena las copas con un monovarietal de Garnacha con la crianza justa para redondear el vino y permitir que las uvas preñadas de aromas en la austeridad de las laderas de las estribaciones de Gredos digan todo lo que tienen que decir sin más adornos que su propia sabiduría. Así es el Hombre Bala, un vino que conserva toda la esencia de la Garnacha sutilmente ensamblada con la crianza en roble francés gracias a los mimos del Comando G.
Ante tan contundente y puro discurso en la copa y con un bien reposado solomillo de retinto entre bastidores, se me antoja que para estar a la altura de una garnacha tan parca y sabiamente abrazada por la madera no habrá mejor tratamiento para la carne que un enérgico abrazo de calor que confine todos sus jugos y aromas. Pues cuando se trata de mantener puros los sabores no creo que haya elaboraciones que mejor ensalcen el producto del sabio pastoreo y los ricos pastizales ibéricos que el roast beef, las brasas o la plancha. La plancha fue la elegida puesto que la brasa aporta otros sabores que no me convencían para la suavidad del vino y para el roast beef se requiere de otras piezas, como el lomo alto.
Sin embargo uno no se resiste a dejar de enredar en los fogones y quise acompañar el solomillo con una salsa de tuétano, eso sí, servida aparte en una salsera para que sea la voluntad del comensal la que decida.
Solomillo de retinto a la plancha y salsa de tuétano.
Poco puede decirse de la receta de una carne a la plancha. Tan solo que la plancha esté muy caliente, que demos a la carne sosiego sacándola del frigorífico con tiempo suficiente para que se atempere y que no extraigamos sus jugos salándola antes de tiempo.
En esta ocasión, puesto que se trataba de una cena de varios platos y poco copiosos, utilicé unos tacos de solomillo de entre tres y cuatro centímetros en lugar del clásico medallón y los salé con unas escamas de Maldom ya en el plato.
Salsa de tuétano
Doramos en el horno cinco o seis huesos con tuétano. Extraemos el tuétano y lo reservamos.
Hacemos un caldo con los huesos dorados, carne de ternera o buey, una zanahoria, puerro y una cebolla que, partida por la mitad, habremos dorado en la plancha. Desespumamos el caldo las veces que sea necesario y tras dos o tres horas de cocción, colamos y desgrasamos.
Volvemos a poner el caldo en el fuego y reducimos al menos un cincuenta por ciento. Añadimos un chorrito de Oporto y dejamos reducir otros diez minutos para que se pierda todo el alcohol. Incorporamos los tuétanos y batimos hasta obtener una mezcla perfecta.