Nocturnidad y alevosía

Por Lamadretigre

No hay síndrome más extendido entre la población femenina –salvo el premenstrual quizá- que el síndrome comúnmente conocido como estar agotada sin haber hecho nada.

Curiosamente ambas dolencias, pese a afectar a más de la mitad de la población mundial como mínimo una vez cada ciclo lunar, tienen ese halo esotérico que se asocia ineludiblemente a tener más cara que espalda.

El número de moradas en las que se repite la misma escena noche tras noche debe rozar los millares de millardos.

Me van a permitir un pequeño estereotipo, pónganse en situación: El marido llega a casa después de llevar sobre sus hombros el peso del mismísimo G-8 durante una espeluznante jornada laboral de ocho horas con sus cafés, sus pausas, sus partiditas de squash y sospecho que un número inordinado de visitas a la página de Marca.

Nada más entrar por la puerta se afloja la corbata como gesto inequívoco de ya no estoy para nadie y, mientras se calza las pertinentes pantuflas, le pregunta a su mujer qué tal le ha ido el día.

La aludida, que probablemente esté friendo las empanadillas sin haber soltado el bolso mientras repasa los deberes del mayor, le quita los mocos al mediano y le embute el puré de verduras al pequeño, contesta siempre con una amalgama de uffs, agotada, muerta y matá.

A continuación se oye el descorchar de una cerveza, el ruido de fondo del partido de la champions y al supuesto padre de las criaturas que interpela “¿pero qué has hecho hoy para estar tan cansada?”

Da igual si la susodicha es ministra de industria, fisioterapeuta, ama de casa o community manager, nueve de cada diez mujeres se quedarán pensativas unos segundos para al final contestar derrotadas “En realidad… no sé… nada…” mientras tratan por todos los medios de recordar qué tarea titánica les ha succionado toda la energía vital como si de una de esas bolsas odiosas de envasar ropa al vacío se tratara.

Si esto le pasa a Condoleezza Rice -que estoy segura de que le pasa- no les digo ya a mí que dedico dieciocho de mis veinticuatro horas a tareas de tanta trascendencia internacional como barrer, abullonar los sillones o repartir dosis de equivocadas de Dalsy cuando en realidad les debería estar dando Apiretal.

Cuando padecía de la enfermedad de la mujer con superpoderes me llevaban los demonios con este tema. Tenía una sensación constante de no llegar a nada que me dejaba un regusto amargo a fracaso.

Hasta que descubrí que gran parte de la culpa la tenía mi to-do list, ese invento del demonio que tiende a crecer muy por encima de nuestras posibilidades de homínidos con un número limitado de manos.

Verán, por aquel entonces yo, madre de no sé cuántas criaturas, emprendedora con S.L. en el registro mercantil y ama de unos ciento cincuenta metros cuadrados de casa selvática, me dejaba llevar por la inconsciencia propia de nuestra raza pensando que podía con todo.

Todo y más para ser exactos. Mis listas de tareas bullían con bullet points como por ejemplo:

  • Conseguir una ayuda europea a fondo perdido de quinientos mil euros
  • Enseñarles chino mandarín a las niñas
  • Pesar cincuenta y un kilos
  • Marinar el salmón con salsa teriyakee para la cena (a día de hoy desconozco todavía si esto es en efecto posible)
  • Hacer la trimestral del IVA, la de IRPF, renovar el certificado digital y sacarme el curso de protección de riesgos laborales
  • Frenar el calentamiento global

Eso un día flojo.

Día tras día, mi lista de tareas salía invicta y yo yacía frustrada en el lecho conyugal preguntándome cómo demonios lo hacían las demás para además hacer cupcakes con forma de unicornio entre conciertos de contrabajo y simposios de tecnología móvil.

Hasta que vagando por internet por no cortarme las venas di con una idea que me sacó de este atolladero de insatisfacción vital.

Los yankees que para poner nombres rimbombantes se las pintan solos, le llaman victory log y viene a sustituir a las infames to-do list que tantos estragos han causado en la psique femenina.

Ahora en lugar de apuntar lo que tengo que hacer voy apuntando mis logros diarios por ínfimos que éstos sean. El secreto está en no despreciar ninguna victoria por pequeña que parezca. Cualquier cosa que consigamos hacer es susceptible de ser apuntada en nuestro victory log.

Pongamos por ejemplo que he puesto la lavadora, lo apunto.

Hiervo el brócoli, lo apunto.

Hago las siete camas, lo apunto.

Me depilo, lo apunto y adjunto varios signos de exclamación.

Si me doy crema hidratante en más de un cincuenta por ciento del cuerpo lo pongo en mayúsculas.

Si llamo a mi suegra cuenta doble.

Y así hasta desplomarme rendida sobre el sofá cada noche.

La diferencia es que ahora afronto el careo marital armada hasta los dientes con un arsenal de victorias domésticas y la sensación triunfal de haber subido el Himalaya.

Pasito a pasito, ración de verduras a ración de frutas, voy componiendo mi día, pequeña victoria tras pequeña victoria y me doy cuenta de que, en realidad, debería estar más cansada.

No me dirán que esta foto de archivo que me he sacado de la manga no refleja a la perfección la jeta modorra nocturna.