" Es en cualquier madrugadadonde el suicida encuentra su gatillo"
“¿Pero… estás bien?” Sí, estoy bien. Aunque parezca difícil creerlo. Zanjo así una cuestión puramente comunicativa, que se inicia cuando alguien lee “Nocturno canto del Edén” y hace efecto ese juego cuasi quiromántico y maravilloso entre el lector y quien ofrece los versos. Y es que esa es, quizá, la reacción más evidente cuando uno se enfrenta a este poemario en el que se trata sin disimulos el escabroso tema del suicidio. Sí, SUICIDIO. “Nocturno canto del Edén” habla del suicidio y de las causas que pueden llevar a tan tremendo desenlace. De eso y de otras consecuencias, que, además, también son a su vez causas del Trastorno Límite de Personalidad. Porque el trasfondo de este poemario es el “borderline”. Ya van dos temas espinosos.
Los aspectos más teóricos sobre ambas cuestiones habrá que dejarlos en manos de los psicólogos y psiquiatras. Nosotros hablaremos de poesía. Aunque yo no diría que esto es poesía; esto es genocidio. Quizá no formalmente, pero su temática desde luego está exenta de toda belleza. Dejémonos de romanticismos mal allegados. En el dolor extremo y la depresión violenta no hay muchos resquicios de belleza. Sin embargo, es la belleza como unos senos a los que agarrase con toda la lascivia del mundo para poder salir a flote de ciertas situaciones, de ciertas circunstancias avenidas con la existencia. Y ese es otro de los temas tratados en “Nocturno canto del Edén”, o “de cómo a través de la Música y el Arte puede rescatarse una vida”. No es tan sumamente benéfico, sin embargo, el efecto que la música o el arte puedan tener en un alma sensible y/o dislocada. El doble filo de cualquier manifestación artística anida como un símbolo del mismo hombre en las reacciones obtenidas por medio de sus poderosos estímulos. Y es esa dualidad –yin yang– la que está representada en el libro mediante un inequívoco juego que va más allá de sus versos, trascendiendo hasta el mismo acto de creación, en una especie de acto chamánico que otorga curación o, cuanto menos, un alivio fundamental. Lo más primario y sensitivo se manifiesta así en “Nocturno canto del Edén” por esa relación básica con la música, conectando con los estadios más profundos del espíritu para ver desbocados sus más hondos anhelos, sus desesperanzas o sus ruegos. No en balde, su prólogo es una reflexión sobre la depresión, surgida de la música, de ese espejeo asociativo que se desprende en este caso de la música pop, que es un resorte de la memoria y cuya escucha, en ocasiones, puede considerarse un acto peligroso. Una verdadera ruleta rusa. Si pulsar al play puede a veces considerarse suicidio, leer poesía también tiene sus riesgos. En este poemario, sobrellevar un ataque de empatía es uno de ellos. La empatía es una virtud esencial no solo para comprender este libro, sino también, recurriendo de nuevo a ese doble filo del que hablábamos – de ahí el riesgo–, para disfrutarlo de manera total, lo que significa sufrirlo de alguna manera. Y a eso me refiero, porque llegar a eso es comprender que no estamos solos ante nuestro dolor, cualquiera que sea, y, por lo tanto, completar ese acto chamánico que otorga el poder terapéutico de la poesía. Se trata de algo maravilloso, algo que es capaz de salvar vidas; y eso lo sabe muy bien el protagonista de “Nocturno canto del Edén”, cuyo dolor encuentra su sentido en las notas de cada canción, lo que le permite sobrevivir, aunque sea doliéndose en ese otro filo que posee la manifestación artística, arriesgándose al abismo. No hay otra manera, desde el primer verso hasta el último. Su historia es la de alguien que desea escapar de sí mismo y hace malabarismos para conseguirlo. Su odisea es la odisea de tantas almas descarriadas en una sociedad hostil y cada vez más hipócrita e inhóspita para ciertas sensibilidades. La conclusión de todo esto, al acabar sus 29 poemas, se encuentra en la reflexión personal de cada lector, por consiguiente conclusiones variadas y dispares. A saber. Pero a buen seguro estos versos surtirán algún tipo de enfrentamiento con la realidad que representan, pues, ante todo, contiene realidad. “Nocturno canto del Edén” ha estado tres años en un cajón porque su autor no encontró la manera. Aun así, de haberse publicado por aquél entonces, apostaría cualquier cosa a que un poemario de esta índole no hubiese encontrado la misma recepción, cualitativamente hablando. Hay cosas que hasta hace apenas un par de años no se entendían, o, para ser más exactos, nadie estaba por la labor de querer entenderlas, y mucho menos aceptarlas. Y hablo tanto desde el punto de vista humano como desde el punto de vista artístico. Hablando en plata, a un poemario sobre el suicidio y el trastorno de personalidad le hubiesen dado mucho por culo en cualquier certamen literario nacional, y, por ende, en cualquier círculo no considerado “underground”, en el que tendría el riesgo de considerarse entonces artificial o falso. Pero el autor también cree que el libro ha salido cuando tenía que salir, siempre dejando claro que no es producto de ningún afán reivindicativo surgido a tenor de las circunstancias socioeconómicas presentes, tan de moda a nivel global hoy en día.
Aquí no hay falsos profetas de la tristeza, ni siquiera voz alguna de los desposeídos se manifiesta desde sus líneas para amplificar sus miserias ante la colectividad; en “el Nocturno” solo existe la soledad de una persona con la que pueden verse reflejadas muchas otros. Nada pasajero, ni temporal, ni nacido bajo ningún signo o época de crisis concreta, sino algo que ya existía antes de toda miseria general y que trascenderá a toda miseria general, porque es, en gran parte, producto de la miseria nacional y social que ha traído todas las demás. En resumen, en este poemario no se encontrará ningún consuelo más allá de estar físicamente vivo, si es que eso es un consuelo. Hay mucho de visceralidad en sus 66 páginas escritas. Puede que sea un Nuevo Helenismo. Pathos no le falta. Y, en su eterna cantinela nocturna, era el momento de sacarlas a la luz, para quien quiera proyectar en ellas su bendita sombra. © David de Dorian, 2014