El irlandés Colm Tóibín (Enniscorthy, 1955), uno de los escritores contemporáneos más importantes, regresa al costumbrismo con su novela más reciente, Nora Webster (2014), situada en su localidad natal, en el sureste de Irlanda, entre los años 1969 y 1972. Tóíbín ya eligió este contexto en uno de sus libros más populares, Brooklyn (2009), sobre una joven que debe decidir entre quedarse en su tierra o marcharse a Nueva York en busca de oportunidades (de hecho, en ambas obras se hacen guiños a las protagonistas de una y otra historia). Nora Webster, además, es un proyecto muy especial para él, puesto que se inspira en las vivencias de su madre cuando se quedó viuda. El autor explica en este artículo que comenzó a escribir la novela en el año 2000, aunque esto no le ha impedido dedicarse a otras publicaciones durante este tiempo. Una vez leída, estas circunstancias personales tal vez podrían explicar las debilidades del texto; pero vayamos por partes.Nora Webster, vecina de Enniscorthy, se queda viuda a los cuarenta y seis años. Tiene dos hijas jóvenes, que estudian fuera de casa, y dos hijos más pequeños. La novela narra el periodo de duelo, que termina (al menos simbólicamente) cuando se siente capaz de deshacerse de las cosas de su marido. Narrar un duelo significa hablar de renuncias: al igual que muchas mujeres de su época, queda desprotegida al quedarse viuda, por lo que debe ponerse a trabajar después de veinte años como ama de casa y despojarse de los escasos lujos de la familia para ajustar las cuentas. Significa también hablar de desazón, de nostalgia, de experiencias cotidianas en las que se acuerda de él y se siente frustrada por no poder contarle sus inquietudes. No obstante, Tóibín no se recrea en la pena: esta es la historia de una mujer que aprende a vivir de nuevo, que se adapta a los cambios, que, en definitiva, encarna aquello que se llama «salir adelante». En su recién estrenada soledad incluso descubre el placer inesperado de la independencia; y Nora es una mujer terca, de carácter fuerte, que sabe plantar cara ante la adversidad. Una pérdida, en fin, implica nuevos comienzos: un empleo, las viejas aficiones, las amistades renovadas.La protagonista, por otro lado, no está sola. La novela empieza con una alusión a las muchas visitas que Nora recibe tras quedarse viuda: es el ambiente de pueblo católico, cerrado, donde todos se conocen y los vecinos se preocupan (¿o se entrometen?). Buena parte de la obra gira alrededor de cómo se relaciona Nora con los demás, en función de su relación previa con ella o con el difunto Maurice. Se encuentra con una situación un tanto incómoda: Maurice fue un profesor de buen talante, por lo que la gente lo recuerda con cariño. Sin embargo, Nora no tiene una personalidad tan fácil de querer. Tóibín, un avezado narrador del ámbito doméstico, capta a la perfección esos matices diminutos de malestar ante una presencia incómoda, ante alguien que no sabe cómo expresar sus condolencias o ante una persona a quien no apetece ver porque le recuerda demasiado los buenos momentos junto a su esposo. Los pensamientos que uno se guarda para sí, las confidencias que solo se comparten en el hogar; a todo eso da voz Tóibín.Por supuesto, la familia tiene un papel muy relevante. La mayor preocupación de Nora son sus hijos: no solo cómo asimilan la pérdida, sino cómo vivieron los meses previos, durante la enfermedad de Maurice, en los que tuvieron que trasladarse a casa de una tía. Una de las primeras (y lúcidas) constataciones de Nora se refiere al hecho de que nunca volverá a tener la misma relación con los niños. No se trata de que la relación empeore, sino de que la muerte de Maurice los ha cambiado profundamente a todos. Tóibín presta atención a todas sus dudas en la educación de los pequeños, la necesidad de dar espacio y a la vez estar pendiente de ellos. Las hijas, por su parte, se enfrentan a las tensiones de quien se hace adulto: la mayor, coqueta, sufre por los apuros económicos, mientras que la segunda se erige como una joven comprometida con la sociedad, siguiendo los pasos de su padre. En medio, Nora, la madre pendiente de todo. Ella misma recuerda a su madre más que nunca: hace años que murió, pero su presencia emerge con fuerza tras la pérdida de Maurice, en parte como búsqueda de consuelo al pensar en los seres queridos que no están, en parte porque a Nora le hacen notar su parecido con su madre y ahora ese vínculo la empuja adelante. La vida, la vida y la vida. Lo pequeño. Sin estridencias. Eso cuenta Nora Webster, y ese es también su problema: no tiene una trama consistente, carece de tensión narrativa. El libro, narrado en tercera persona, parece una sucesión de acontecimientos, puestos uno detrás de otro en riguroso orden cronológico (Nora y el trabajo, Nora y la música, Nora y el hijo…), sin la construcción «creativa» de una obra literaria. En parte se puede justificar porque, al fin y al cabo, plasma la naturaleza rutinaria de la vida de una viuda como Nora; el inconveniente es que esta concepción convierte en monótona y aburrida la novela. Le falta tensión, y con esto no me refiero a añadir un crimen, sino a crear la tensión a partir de los elementos domésticos, limitar el número de secundarios y no alargarla en exceso (habría funcionado mejor con menos páginas). Tenemos un ejemplo reciente de novela sobre el duelo en un contexto familiar que resuelve todo esto de manera espléndida: Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout. Tóibín ha errado al buscar demasiado la fidelidad a los hechos. Además, en la recta final hay una escena que, si bien se puede explicar por el estado de la protagonista, desentona con el realismo del conjunto, y su repercusión no termina de cerrarse.
Colm Tóibín