Casualmente esta mañana escuchaba en la radio a Pablo Milanés cantando aquello de “no somos Dios, no nos equivoquemos otra vez”. Y cuando entro a Facebook me encuentro este texto de Norge Espinosa, que saca la cara y nos plantea dilemas que a algunos trasnochados pueden parecerle “cosas de maricones”, pero que son en realidad parte esencial de la Cuba que se reconfigura. Como casi siempre, sin haber cruzado palabras apenas, sin que él sea consciente del respeto que como escritor y como intelectual le profeso, otra vez alzo mi mano junto a Norge Espinosa por ese mañana posible.
Por Norge Espinosa Mendoza
Me había sucedido ya antes, en una noche en la cual dos amigos chilenos (un actor y un compositor) quisieron visitar el lugar de moda en La Habana. Promocionado como un sitio gay friendly desde su apertura reciente, y que contó con Mariela Castro entre las invitadas de su noche inaugural, era y sigue siendo parte de esa otra ciudad, que va poblándose de bares y cafeterías en número creciente, y que parece alistarse para un futuro cada vez más inmediato. Fuimos, y no nos dejaron entrar, con la misma excusa que anoche, al regresar al KingBar, nos regalaron en la puerta: necesitan reservación y el lugar está completamente lleno.
Excusa débil como el papel, que en verdad confirmaba lo que me habían dicho. Los propios dueños del lugar, ambos homosexuales, no se sentían a gusto con demasiados gays o lesbianas dentro de sus predios, aplicando una política de portero excluyente, de la que también varios amigos me fueron trayendo los ecos, porque les pasó lo mismo, o vieron cómo se aplicaba tal cosa a otros que conocían.
En la noche del 27 de junio, los miembros del grupo Arcoiris y otros activistas, decidimos llegar al lugar para corroborar in situ tales comentarios. Era, en cierto modo, una manera de rendir tributo al acto radical que en el Bar Stonewall Inn, de Nueva York, echó a rodar todo lo que ahora vino a confirmarse cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos acabó reconociendo el matrimonio igualitario en toda esa nación, amén de otras conquistas relacionadas con la legalidad, derechos civiles, garantías de tratamiento médico, etc., que forman parte de una tradición de lucha que no puede quedar oculta tras el oropel de los gay pride parades.
Cuando se habla de un compromiso armado, de una fe que aspira a advertir, tras la máscara del mercado y la fiesta, la verdad esencial de las personas que son esa comunidad LGBTIQ en el mundo, en contextos diversos, en culturas distintas, y con urgencias semejantes, queda claro que la lucha no ha terminado. Por eso fuimos allí, también para celebrar el lanzamiento del número 38 de la revista Extramuros, dedicada al tema “Desbordes de lo homoerótico” y que se presentó al público esa misma tarde en la Librería Alma Mater.
El plan era hacer ahí, delante del King Bar, una besada pública, como ya las ha hecho Arcoiris, en protesta a la homofobia que esta vez desplegaban sus propios dueños, desde una hipocresía no tan sutil como gay friendly en apariencia. Sólo que no aclaraban, exactamente, qué amistad y qué tipo de gay estaban dispuestos a acoger en su tan exclusivo recinto. Lo que quedó claro es que ni mis amigos, ni yo, formamos parte de ese estrecho rango.
Como se dejó ver en la discusión que ocurrió a la entrada del King Bar, no formamos parte de ese grupo de gays que, al parecer, deben entrar con los diez CUC de consumo mínimo que nos dijeron allí se exige, y por supuesto, nuestras ropas informales no coinciden con el patrón de cliente al que aspiran. Tal vez debimos ir travestidos: sayas largas, pantalones de marca, camisas abotonadas rigurosamente, o bañados en una ola de Chanel.
El pretexto del lleno total se convirtió prontamente en un cruce de argumentos acerca del “derecho de admisión” que la casa se reserva, y de ahí pasó a otro intercambio de criterios con aquel muro de amigos o trabajadores del King Bar que mal disimulaban tras una falsa sonrisa su escasa preparación ante tales interrogantes. Cuando las palabras comenzaron a no bastarle, el dueño del sitio, desde esa prepotencia que el cubano tanto ejercita, mencionó al Cenesex como entidad protectora de su conducta, citando el nombre de alguien en esa institución al que podíamos pedirle cuentas. Una persona, por cierto, que ya no trabaja en el Cenesex.
No hubo altercado físico, no hubo tironeo.
Fotos sí, algunas hechas por parte del grupo de unas diez personas que me acompañaba, y otras por los del bar, que trajeron prestos a una de sus trabajadoras para que nos cegara con el flash de la cámara que tal vez sacan a relucir cuando alguna celebrity se acerque al sitio, tan de moda. Del servicio que brindan, no puedo decir nada, ya que como dije, por segunda ocasión no me dejaron traspasar la puerta, aunque el novio del dueño, tan besucón con su pareja a la hora de alejar la idea de cualquier acto discriminatorio, me reconociera y gritara: tú eres periodista, o comentarista, o algo así. Me alegró no oír mi nombre saliendo de esos labios.
Y pensé: si cambiáramos el contexto, la revuelta que en 1969 dio inicio a todo lo que hoy, pese a lo mucho que falta, no permitiría a estos gays de tan “alto nivel” estar en ese sitio ni cerrándonos el paso. Las locas humildes del Stonewall Inn, las dragas yanquis y latinas de esa noche en que se desató la pelea, no hubieran podido acceder a su interior. No hubiera tenido que venir la policía a lanzar su redada, porque los propios dueños del bar no les hubieran permitido cruzar la puerta. Aquellos pájaros pobres o de una economía no tan generosa, no hubieran podido refugiarse entre esos muros, porque la homofobia de sus propios patrones gays les negarían el lugar para sentirse un poco menos desprotegidos. La lucha no hubiera tenido lugar.
Y me alegré enormemente de que las cosas no hayan sucedido así.
Cuando nos retirábamos, tras oír al dueño vociferar que ni siquiera reservando de antemano entraríamos nunca a ese sitio, a ese “lugar privado” que alardea de ciertas conexiones con entidades del aparato oficial que les sirven de escudo homofóbico, nos dijeron: vinieron por gusto. Evidentemente alguien les había alertado. Lástima no hayan sido suficientemente cautos como para elaborar una maniobra más diplomática o ingeniosa. “No”, les dije. Para nada hemos venido en vano. Todo lo contrario: me han permitido comprobar todo lo que sospechaba.
Durante la presentación de la revista Extramuros, mi colega Víctor Fowler me hablaba de su entusiasmo respecto al cambio radical que el Corte Suprema dio a la historia de los EUA. Es el momento en que la comunidad LGBTIQ cubana debe ponerse a prueba, y exigir con voz propia una legislación que reconozca aquí esos derechos, me dijo.
Si bien entiendo su reclamo y lo comparto, no estoy tan seguro de que esa comunidad criolla esté condicionada ni consciente de sus propios derechos a tal nivel como para imaginarse alzando la voz en pos de tales reformas. Nuestra comunidad LGBTIQ sigue esperando a que otros hablen por ella, carente de un sentido de lucha asentado en su propia tradición y en sus antecedentes, cegada por otros modelos de vida aparentemente más fácil y glamorosa antes que interesada en cómo activistas de América Latina y el Caribe emprenden su batallar. Con una paciencia cruzada de brazos, vemos pasar el tiempo sin que ciertas cosas y ciertas mentalidades y ciertos poderes nos permitan oír una nueva consigna.
Si en Cuba la comunidad LGBTIQ fuera tan auténtica como algunos dicen, si existiera como tal, quizás los dueños del KingBar (nombre de doble sentido tan obvio y en cierto modo poco elegante, con su eco de reguetonería reforzado por el poco imaginativo logo que lo anuncia), fueran más cuidadosos. Porque tendrían que asumir a quienes la conformen más allá de su poder adquisitivo, del valor del billete que traigan a su puerta. Y tal vez hubieran tenido que responder a las quejas y protestas de aquellos que no han podido traspasarla, mientras otros, ese gay modélico bien peinado, adinerado y ostentoso, sí logran sentarse a sus mesas.
No necesito oír al dueño de ese sitio negándome la entrada para saber que no quiero entrar ahí. Lo sabía de antemano, pero agradezco que me permita confirmarlo. La Habana, por suerte y desgracia, se va llenando de otros sitios, y prefiero tomar mi margarita en El Madrigal, donde mis amigos no son calificados según su vestimenta. O en otros que no visito porque el tiempo no me alcanza, y porque en realidad, contemplo con cierto estupor esa Habana que aspira a recibir donaciones de otro tipo, esperando de ellas un nuevo maquillaje para una cara demasiado maltratada por la desmemoria y batallas muy lejanas.
La mía es una batalla que piensa esa Habana en términos de futuro, radicales, queers. No pienso abotonarme la camisa para entrar al KingBar. He estado en suficientes sitios gays de otros espacios y países como para saber que el respeto, más allá de ese disfraz, tiene su propio valor. Y me gustaría que a los homosexuales y lesbianas, transexuales, pacientes de VIH-Sida, etc., de mi país, no se les olvidara tal cosa. La dignidad empieza cuando uno sabe en qué sitio, en qué momento, en qué batalla se ha de estar.
Guardo el dinero que hubiera gastado en ese lugar para días mejores. Para gastarlo, en todo caso, así sea en la democracia del malecón, con mis amigos, con los quiero. Con los guerreros que me acompañan.
(Tomado del blog del Proyecto Arcoiris)
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