En España, la penúltima batalla “antitrust”, librada hasta ayer mismo, ha enfrentado al duopolio televisivo formado por Atresmedia (propietaria de los canales Antena 3 y la Sexta) y Mediaset (dueña de Cuatro y Telecinco) con la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) a causa de sus políticas comerciales de publicidad televisiva, mercado en el acaparan el 85 por ciento del negocio, a pesar de que su audiencia conjunta sólo sea del 55 por ciento. El ente regulador les ha impuesto una sanción de más de 77 millones de euros, a pagar entre los dos operadores, por mantener prácticas anticompetitivas en la comercialización de la publicidad televisiva que restringen, de hecho, no sólo la competencia y la capacidad de otros medios de comunicación para captar publicidad, sino que, además, imponen volúmenes de contratación mínimos de paquetes publicitarios que desvirtúan los precios. Hay que indicar que ambas plataformas operan en España como un duopolio de facto, puesto que, de toda la oferta televisiva, son las únicas generalistas de ámbito estatal, ya que TVE, de carácter público, no emite anuncios en su programación, y el resto de emisoras (autonómicas, de titularidad pública, o canales privados, temáticos mediante cuota) no cubren tal espectro.
Es, por tanto, el derecho de los ciudadanos a la pluralidad, y no sólo la libertad de empresa, lo que exige la regulación de unos mercados, como el de la publicidad televisiva, que afectan a la libre competencia y hasta a la producción o adquisición de contenidos audiovisuales. Al respeto, no hay que olvidar que la publicidad es la principal fuente de financiación de estos negocios audiovisuales. Y que, sin publicidad, no sería posible la libre competencia entre empresas televisivas, poderosísimos medios que influyen en la opinión pública, no sólo en los hábitos de consumo. Tengámoslo en cuenta.