Nos han desprovisto de nuestro honor, del orgullo de nuestra historia, que reescriben llenando de ignominia lo que siempre fue nuestra fuente de identidad.
Traicionan nuestras tradiciones, las que nos han traído hasta el presente tras siglos de saber quiénes éramos y convirtiéndonos en ignorantes de quiénes somos, entregándonos a la uniformidad de los apátridas con una vacua ideología que solo comparte el culto al poder del omnímodo estado.
Nos han quitado el respeto al esfuerzo, el amor a la cultura, la dedicación a la mejora, el ascenso mediante la superación, y nos lo han suplantado por el premio a la ciega fidelidad al hermano mayor que controla nuestro pensamiento.
Han sustituido nuestra libertad, solo ejercitable desde el pensamiento incondicionado, por la servidumbre a la ideología dirigida por el totalitarismo que no reconoce el valor de la discrepancia. Porque sólo cuando se discrepa y entre quienes discrepan puede avanzar la mejora de nuestra condición. La uniformidad impuesta nunca se mueve hacia adelante, sólo se mantiene protegiendo el rincón aborregado.
Nos están desposeyendo de la familia, base primigenia de nuestra estructura social, originada desde nuestra prehistoria como célula base que ha sustentado nuestra sociedad desde la tribu, el clan, la polis y el estado moderno. Porque sin familia, solo hay individuo frente al omnipotente estado, que lo controlará sin medida ni protección.
Y ahora ya nos están robando nuestra alma, la palabra. Los medios de comunicación, dirigidos políticamente, no los maestros ni los profesores, nos manipulan la semántica y nos alteran el significado de nuestro acervo espiritual. Porque sin la palabra no somos.
Los pueblos encuentran en su lengua su bandera intangible y con ella luchan por su identidad. Pero ¿dónde encontraremos nuestra bandera si nos prostituyen el sagrado significado de las palabras que en nuestra lengua, y de generación en generación, nos han traído hasta el presente?
La prostitución de las palabras que han sustentado nuestra identidad, nuestra cultura, nuestra tradición, el uso y significado que distingue nuestra personalidad colectiva frente a otras culturas nos lleva a la nada, al vaciado cultural que tratan de imponernos.
Y este es el peor expolio, el que nos priva del alma y nos convierte en muertos vivientes, zombies, meros productores de un estado uniforme en el vacío del pasado, la nulidad del presente, la vacuidad del futuro.
Francisco Garrudo