Sin el influjo del sol, ya completamente oculto, decidías prolongar ese nirvana compartido con la reina de tu verano; con su olor, mezcla de salitre y colonia de niña; con su pelo, oscuro y suave cosquilleando tus rodillas; con su piel, morena y delicada, acomodándose nerviosa al roce con tu piel; con sus manos, temerosas de confesar sus intenciones más de la cuenta. Hasta que un zafarrancho generalizado anunciaba el “rompan filas” que a ambos dejaba con ganas de más, despidiéndose hasta después de la ducha con la esperanza de volver a verla de nuevo.No pasaba demasiado tiempo hasta que ella conseguía, tras aparecer recién duchada, acallar a tu mundo de ruidoso entorno. Un suspiro de alivio no era capaz de llenar tus pulmones con un aire que se hacía difícil de respirar sin su presencia. Una seña, un comentario, un despiste y ambos sabíais que erais ya merecedores del premio del día: mantener una conversación privada, lejos del alcance de interrupciones y burlas que no hacían otra cosa que desear huir todavía más del grupo. Para ello, lo mejor era caminar lentamente hasta la otra playa; aquella en la que el mundo parecía que se iba a terminar y tú lo hubieras firmado con tal de estar acompañado por la responsable de tu momentánea locura. Y concluyes, tras más de 25 años de reflexión, que ese camino compartido en común durante aquellos atardeceres, atravesando aquel paseo a unos metros de la playa, ha sido lo más tierno, sincero y comparable al amor verdadero que has experimentado en tu errática vida sentimental. Por ese motivo dejas escapar una lágrima cuando alcanzas, esta vez solo y en silencio, el extremo de ese paseo en el que una tarde, con la excusa del cercano fin de las vacaciones, un abrazo más intenso que cien tornados provocó la sensación más espontánea y maravillosa que un hombre puede conocer: la de ser recompensado con conquistar su boca y alcanzar el fuego de sus labios.
Texto: Miguel Ángel Díaz Fuentes
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