Nostalgia - Mircea Cărtărescu

Publicado el 22 mayo 2023 por Elpajaroverde
«Un gran escritor no es más que un escritor. La diferencia es de matiz, no de raíz. Todos los saltadores de altura saltan, digamos, dos metros. Si uno salta dos metros y cinco centímetros, ya es un gran deportista. No, no merece la pena fatigarse siquiera con la idea de llegar a ser un pobre gran escritor, un desdichado escritor genial. Coge los mejores libros escritos jamás. Apenas son algo mejores que los libros mediocres. Todos son fundamentalmente libros, nada más. Te proporcionarán, cuando los leas, un placer estético algo más intenso. Como un café un poco más dulce. Los soltarás al cabo de treinta páginas para prepararte un bocadillo o para ir al baño. Los leerás a la vez que quién sabe qué novela policíaca. Dentro de unos miles de años también ellos serán tierra y polvo. En estas condiciones, que tú, un ser al que se le ha concedido la oportunidad disparatada de existir y de reflexionar sobre el mundo, te propongas llegar a ser tan solo un genio es humillante, es ínfimo. Es como si abandonaras todo y te internaras de nuevo en el bosque. En cada individuo hay posibilidades ante las cuales la ambición de ser el escritor más importante de todos los tiempos es simplemente denigrante por su simplicidad. Porque ¿qué milagro es importante comparado con el milagro de existir y de saber que existes? De aquí hasta ser el hombre más rico, el más poderoso, el más ingenioso del mundo es como pasar de un billón a un billón uno, incluso menos. No, no quiero llegar a ser un gran escritor, quiero llegar a ser Todo. Sueño sin cesar con un creador que, a través de su arte, llegue a influir de verdad en la vida de las personas, de todas las personas, y después en la vida del universo, hasta las estrellas más lejanas, hasta el final del espacio y del tiempo. Y que a continuación sustituya al universo, que se convierta él mismo en el Mundo. Solo así creo que podría un hombre, un artista, cumplir su misión. El resto es literatura, una colección de trucos mejor o peor dominados, trozos de papel emborronados con brea por los que nadie da un real, por muy geniales que sean esas líneas de signos que, dentro de poco ni siquiera serán comprendidas».
Me lo habías dicho. No con estas mismas palabras, pero me lo habías advertido. No lo recordaba. No, no es que me hubiera olvidado de ti. De hecho, me hice el propósito de —y parafraseo a continuación unas palabras tomadas de uno de tus textos de El ojo castaño de nuestro amor a las que ya he echado mano en más de una ocasión— seguirte, como a un zorro astuto, con tenacidad a través de todo tu sistema de galerías, de entrar de verdad en el extraño mundo de tu mente prodigiosa, pues, como me contaste que alguien dijo alguna vez, «un escritor de genio nos hace a nosotros geniales».

Sí, me había propuesto leer un libro tuyo al año. Pero no, no te he fallado. Me he fallado a mí misma. Soy yo la que te ha perdido a ti. Tú ni siquiera sabes que existo. Soy una minúscula moto de polvo en el espacio, una micro milésima de segundo en el tiempo. Las miles de páginas que has escrito igualmente tan solo terminarán siendo polvo. Pero tu existes porque te leo. Yo, en cambio...

¿Para quién estoy escribiendo esto, entonces? Supongo que para mí. ¿Para quién escribes tú, Cărtărescu? ¿Para quién y para qué?

Me dices que quieres ser un escritor del Todo. ¿Aspiro yo a ser una lectora del Todo? Estéril y por tanto frustrante ambición la de los dos.

Me cuentas también que consideras tu primer volumen de cuentos —probablemente te refieras a este libro con el que te he resucitado— el mejor libro que has escrito. Si es así, no me importa. Incluso lo entendería, pues ¿cómo superar lo que acabo de leer? Para mí es uno de los libros que más me ha flipado de los que he leído en mi vida. Y bien sé, que teniendo en cuenta la condición de suspiro de mi anodina existencia, mi anterior declaración no quiere decir nada, pero, para mí sí tiene un significado, para mí es la señal irrevocable de que tengo (de que necesito/quiero) leerlo todo de ti. Aun así, ¿por qué habría de creerte? ¿Quién me ha dicho eso, en realidad? ¿El narrador de una de tus historias? ¿Ese narrador que es también personaje y que a su vez recuerda al autor, es decir, a ti? ¿Ese narrador que es diferente en cada una de tus historias pero que no deja de ser cada vez un reflejo distorsionado de su creador, es decir, de ti? ¡Y qué más da quién me lo haya dicho! Yo lo creo. Creo en la monstruosa verdad que emerge de la invención.

Es el narrador de El ruletista quien me lo ha contado. Tampoco me acordaba de ello. Hay que ver lo sibilina que es la memoria y lo caprichosos que son los recuerdos. Se pasan años agazapados y de repente despiertan de su letargo y no cesan de acosarte. Qué te voy a contar a ti, Cărtărescu, si tú de eso sabes un rato.

Leí El ruletista, en su edición independiente, hace seis años. Con él te descubrí. Cuando escribí aquí sobre ese relato no dudé en calificarlo como una genialidad. Ahora que he vuelto a leerlo me sigue pareciendo una maravilla, pero, claro, poco sospechaba yo entonces que aún no me había enfrentado a tu auténtica genialidad. Es curioso. Releo lo que escribí entonces y constato el recuerdo que tenía de ese relato. La historia del ruletista me subyugó. Lo que no recordaba era haber escrito que la figura del narrador, aun con sus interesantísimas reflexiones, era lo único que había conseguido rebajar la intensidad del relato y sacarme del estado de abstracción en el que me encontraba. Porque si digo que es curioso es porque en esta segunda lectura el narrador ha opacado mucho más al personaje del ruletista.

Ilustración de autor desconocido para la primera edición en
1907 de Los muchachos de la calle Pal, novela infantil del
escritor húngaro Ferenc Molnár. Trabajo en dominio público.

Ese narrador es un escritor en el ocaso de su vida que aspira a la inmortalidad a través de su última creación. Ese narrador podrías ser tú imaginándote dentro de unos años. Ese narrador eres tú. Ese narrador no eres tú. Ese narrador fue quien me advirtió lo que yo había olvidado. Me dijo: «Cuando yo haya muerto, mi cripta, mi guarida, seguirá flotando en esa niebla negra y sólida, y llevará estas hojas a ninguna parte para que nadie las lea. Pero en ellas está, al fin y al cabo, todo. He escrito varios miles de páginas de literatura —polvo, nada más que polvo. Intrigas construidas de forma magistral, fantoches con sonrisas galvanizadas pero, ¿cómo vas a poder decir algo, por poco que sea, en esta inmensa convención que es el arte? Querrías sacudir el corazón del lector pero, ¿qué hace él? A las tres termina tu libro y a las cuatro empieza con otro, por muy bueno que sea el libro que tú hayas depositado en sus manos».

Y, efectivamente, así hice. Terminé tu libro y me puse con otro. Y luego con otro. Y con otro. Volví a ti un año largo después. Te conocí mejor, es decir, conocí un poco de ti sin esos disfraces que son tus personajes y narradores pero sin prescindir de ese otro disfraz que es siempre la literatura. Me volviste a fascinar. Pero, ¡ay!, soy lectora y, por ende, tal y como me habías avisado, soy voluble. He tardado casi cinco años en ir a tu encuentro y bien que lo siento. No, no lo siento por ti, pues para ti no existo. Lo siento por mí. Lo siento porque podría haber leído ya Lulu (¿acaso es ese Lulu el mismo que mencionas de pasada en Los gemelos, hecho que no me ha pasado desapercibido?), Solenoide, los tres volúmenes de Cegador. Lo siento porque me hubiera gustado llegar a este Nostalgia con la lectura de los textos de El ojo castaño de nuestro amor más reciente. Recuerdo que en uno de ellos contabas que muchas de tus historias te las habían inspirado los sueños de una tal D. He tenido que buscar y rebuscar para redescubrir (lo que viene siendo recordar) que en Los gemelos transformaste a D. en Gina. También me suena que tuviste un gemelo perdido. Sé que el texto homónimo al volumen que lo contiene orbita sobre este hecho. Es por ello que no creo que sea casual la presencia en las páginas de Nostalgia de varias parejas de gemelos, así como tu querencia en ellas por el signo zodiacal de Géminis. ¡Ah, memoria traicionera! Atesoro muchas imágenes de El ojo castaño de nuestro amor, pero, precisamente, a las que más me gustaría recurrir ahora son a aquellas que más han quedado sepultadas por el olvido. Ganas me han dado de releer estos dos textos en concreto de ese libro, pero... ¿leer o releer?, that is the question for una lectora de vida limitada aspirante a ser lectora del Todo.

Sí, leí El ruletista por primera vez de manera independiente. Pero tú no lo escribiste para ser publicado así. Tú lo escribiste como prólogo de Nostalgia, volumen que en un primer momento se tituló Sueño. En él me cuentas que REM, ese estado —por llamarlo de alguna manera— al que solo pueden acceder unos privilegiados —o unos mártires sacrificados, pues a saber si REM «es una Salvación o una Condena»—, ese vocablo que a la mayoría nos remite a esa fase del sueño tan fundamental para el aprendizaje y la memoria en la que nuestro cerebro crea los sueños, «es, tal vez, la nostalgia. U otra cosa. O todo a la vez. No lo sé, no lo sé». Tampoco yo lo sé. Pero no puedo evitar pensar que es de esa nostalgia de la que nacen las historias. De la nostalgia de lo que ha sido y de lo que no ha sido. De todos esos nos alternativos. No puedo evitar pensar que REM somos todos. Que REM son todas nuestras historias. Las vividas. Las soñadas. Las fantaseadas. Las inventadas. Las imaginadas. Todos nosotros. Todas ellas. Conectados. Conectadas.

Me pides en REM que lea El ruletista si es que no lo he hecho. Me instas a que lo haga aprovechando la intimidad entre Svetlana, a la que llamas Nana, y Vali. Me cuentas que Vali escribirá ese relato en un par de años. Así que eres Vali, que estudia cuarto curso de Filosofía en la facultad, pero no lo eres. Eres el escolar de El Mendébil, pero no lo eres. Eres Andrei, estudiante del liceo en Los gemelos, pero no lo eres. Y ellos son tú y son cada uno de los otros, pero tampoco lo son.

Cruce de Obor, Bucarest, 1979, fotografía sin restricciones de autor de Dan Vartanian. Fuente: bucarestiulmeudrag.ro.

Me lo pides tú, que ya no sé quién eres o qué eres. Que ahora eres ¿un insecto? Que te has colado en el cerebro de Vali, exactamente «en su lóbulo parietal izquierdo, ahí donde la más mínima lesión provoca afasia, agrafía y alexia». Qué escuchas extasiado las historias de Nana. Un narrador dentro de un narrador dentro de otro narrador. Y ese embeleso. Vali escucha a Nana como yo te leo, Cărtărescu, porque «tu historia tiene la temperatura de mi cuerpo, me hundo en ella aislando mis sentidos, dejándolos en manos de la ilusión. Me dirijo hacia la entrada de la cueva de la isla esmeralda. En torno a esa boca estrecha crece una zarza huesuda, fuerte como el alambre, con los destellos morados de las flores escondidas tras las espinas. Entro en el pasillo de piedra que conduce a las profundidades. Larvas traslúcidas corretean por las paredes. Miles de ocelos miran desde el techo bajo. En el riachuelo vive el proteo ciego con sus manitas de hombre. Y allí, en el centro, envuelta en la noche como en un capullo de seda, estás Tú como no te conoce nadie, tú con las mandíbulas llenas de colmillos torcidos y curvados, tú con las fosas nasales dilatadas que arrojan chorros de fuego, tú con tus escamas de jade destructivo, con alas de diablo, con cola de anaconda. Tú, envuelta en tu olor a azufre, tú entre huesos y cráneos… Tú, en tu silencio de mujer, en tu incomunicación, en la violencia y en el miedo». Tú, narrador, que ahora eres una mujer. Tú, Mirciosu, que junto con tus amigos tanto rechazo sentíais en El Mendébil hacia las niñas y sus tontos juegos. Tú, Andrei, entre la vergüenza y el horror que te provocan descubrirte enamorado, resistiéndote y sintiéndote por ello «en extremo excluido, al margen, privado de una experiencia terrorífica y, no obstante, cegadoramente bella», tú que en Los gemelos presientes que Gina te va a destrozar y aun así qué no darías por una mirada de esos ojos que se mantienen abiertos mientras su dueña duerme, por un minuto de su atención. Pero qué esperar de esos niños y esos adolescentes del Bucarest de la época, qué esperar de esa revolución en sus cuerpos que «presionaba con [...] fuerza, casi de manera insoportable, las paredes de los pantanos espirituales que nuestra familia se había esforzado durante años en construir. Habíamos aprendido en casa que tocar esos temas era extremadamente vergonzoso». Y tú, joven Vali, que pretendes abandonar a Nana, a Nana que a sus treinta y tantos años es una mujer vieja ante tus ojos. Es la vuestra una relación sin recorrido. Ella es la narradora que intenta retener a su oyente al igual que un escritor intenta que el lector no lo abandone porque sus historias y personajes no existen si que nadie los lea. Tú, Vali, eres el lector que huye en busca de nuevas historias, pero al igual que me ocurre a mí con Cărtărescu, no puedes evitar volver. Y es que tanto las historias de Nana como las del rumano tienen una mezcla añeja y novedosa que actúan como una tela de araña que nos mantiene pegados a ella. Y tú, Cărtărescu, eliges a Nana como narradora principal de REM y a la niña que fue como protagonista. Tú haces que Andrei se la encuentre en un sueño. Ahí los sitúas, narradores y personajes de cuentos diferentes, hombre y mujer mirándose «el uno al otro como dos seres que pertenecieran a reinos distintos». «¡Cómo me gustaría ser una mujer!», le dice Egor, esa especie de guardián de REM (tal vez el más tú de todos y por eso suyas son esas palabras iniciales tuyas que me han recordado mi olvido), a la joven Nana. «Tú tienes suerte», continúa, 

Máquina de escribir Erika, fotografía de Steve Garfield
bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0

«serás una mujer. Nosotros, los hombres, no valemos para nada. Siempre buscamos cosas que, además, no conoceremos jamás. Destruimos nuestras vidas lejos de los demás por culpa de nuestra locura sin límites. El verdadero ser humano es la mujer. Nosotros somos unos simples seres modificados, tarados. Puesto que no podemos sacar al mundo de nuestro vientre, lo sacamos de nuestra cabeza. La mujer vive, el hombre escribe». Tú escribes. ¿Yo vivo? También es Egor quien le dice a Nana: «Tú sabes escuchar [...] Pero depende de que sepas soñar». Yo te sé escuchar, Cărtărescu. Me gustaría pensar que por ello sé soñar, pero eres tú quien sueña y me presta sus sueños.

Si piensas que al poco de haber iniciado la lectura del cuarto de los cinco textos que componen el libro que tengo en mis manos no he leído el primero de ellos es porque, como me indicas, consideras una buena costumbre de lector comenzar el libro al revés. ¿Me hubieras aconsejado, pues, leer en primer lugar El arquitecto, esa historia que concebiste como epílogo de Nostalgia? ¿Dónde estás en ese cuento, Cărtărescu? Estás escondido. Aquí el narrador no interviene en la narración. Pero a mí no me engañas. Tal vez sea porque he leído este cuento al final. Coincido en que hubiera sido toda una declaración de intenciones de haberlo leído en primer lugar. ¡Ah, cómo te gustaría ser ese arquitecto! Sí, sí, ese hombre aparentemente carente de imaginación. Ese hombre que sin ambicionarlo conseguirá (él sí) influir de veras en las personas y sustituir el universo para convertirse él en un mundo nuevo. Ese hombre que compra un automóvil que guarda en su garaje pero no lo conduce porque ni siquiera sabe conducir. ¿Qué hubiera supuesto para ti ese sonido estridente del claxon que lo desbarata todo? Para Emil Popescu, el arquitecto, nada volverá a ser igual. Todos sus esfuerzos se concentrarán a partir de ese momento en dejar que el automóvil se exprese a través de la música del claxon. Sus extremidades crecerán de una manera grotesca. Sus manos se volverán monstruosas, una ramificación teratológica que perseguirá que sus dedos puedan alcanzar todas las teclas del gigantesco teclado que se instalará en el coche, como si fuesen infinitas patas de insecto o de araña. El cuerpo del arquitecto crecerá hasta alcanzar medidas desproporcionadas. Se fundirá con la carrocería del Dacia, la cual tal parecerá un caparazón incrustado en el cuerpo de Popescu.

Hay qué ver la querencia que tienes por los insectos, por las arañas. Hay qué ver lo que sabes de biología, de literatura; lo que sabes de todo. Y cómo quieres alcanzarlo todo, cómo quieres abarcarlo todo, cómo quieres ser Todo. Pero sabes que es imposible y por eso lo creas a él, al arquitecto. Él lo consigue. Cómo te gustaría ser él. Eso es lo que pienso. Tal vez esté equivocada. ¿Qué sé yo de ti? Tan solo las mentiras que me has contado, tan solo las mentiras que creas y que haces que yo me crea. «El creador de nuestro mundo (y, tras él, el escritor) deforma la materia, la altera bajo la influencia del viento loco de la inspiración. Las leyes, los esquemas, los hilos siguen siendo los mismos, pero alargados, deformados. El bordado cobra vida». Sí, ese eres tú, Cărtărescu, el creador de un universo literario propio que me tiene atrapada.

Me acuerdo de Vila-Matas. Lo recuerdo en Montevideo hablando de los rastreadores del Todo. Me extraña ahora que no te haya incluido entre ellos. Me pregunto —al igual que termine preguntándome durante esa lectura si el barcelonés había leído a Lispector— si Vila-Matas te ha leído. Me acuerdo de él, me acuerdo de Clarice Lispector, me acuerdo de las arañas, me acuerdo de las migalas de Cortázar. Me acuerdo de sus puertas cuando me colocas ante sendas puertas rojizas en Los gemelos y en REM y me permites cruzarlas. Qué maravillosa coincidencia que la maleta de Montevideo fuera, precisamente, de color rojo.

Vista anterior de un timo humano. Fotografía del Dr. Roshan Nasimudeen bajo licencia CC BY-SA 3.0
Fuente: Governmet Medical College, Kozhikode

Te gustan los lugares abigarrados. Supongo que ese desconcierto que albergan es para ti una fuente constante de inspiración, de recuerdo, de sueño, de nostalgia, de recreación. Te gusta la acumulación. Me enseñas, a través de Andrei, que «la repetición es posible». Me cuentas de esa noche en la habitación de Gina que fue «como si todas mis visitas a aquella habitación, desde el otoño hasta aquel momento, se hubieran apilado unas sobre otras como capas sucesivas de un barniz denso y policromo, de tal manera que nuestro mundo devenía, al menos para mí, cada vez más real, hasta la realidad que está más allá de lo real de la alucinación. Cada momento con ella era todos los momentos con ella, cada objeto que miraba se superponía a todos mis recuerdos sobre aquel objeto hasta que no podía distinguir ya los objetos reales entre las docenas de superposiciones en mi mente. Su voz se superponía a su voz de la última vez, y esta a la anterior, y esta a la anterior. Ya no sabía si era otoño o primavera, si era la segunda o la enésima vez que visitaba su habitación». Qué poco sospechas entonces —y eso que ya habías detectado señales— la superposición que se va a dar entre Gina y tú.

Sí, te gusta la acumulación de trastos, de objetos, de seres (¿acaso no es la Teoría de la recapitulación, que siempre me ha gustado tanto y que mencionas de pasada en este libro, otra forma de acumulación, de albergar el Todo?). Veo esa acumulación en la habitación de Gina. La vivo en el Museo Antipa (ah, qué portentosas páginas las que me has regalado en ese museo). La escucho en la música que hace sonar el arquitecto, la cual pasa por la música de todos los tiempos hasta crear ese nuevo universo. La encuentro en la sala del fogonero en la que jugaban los niños de El Mendébil.

Te gustan los lugares deprimentes porque tú no los ves así. Porque sigues mirándolos con los ojos de ese niño que se crio en el Bucarest de unos años deprimentes. Nana aprenderá, cuando acceda a REM, que «cuanto más estrecho sea el espacio de la acción o del juego o del pensamiento, más ancho es el resto del mundo, es decir, el Mundo. Y merece siempre la pena encogerse, incluso hasta la inexistencia, para acrecentar así la maravilla del mundo». Pero si Nana lo aprende es porque tú eso ya lo sabes, pues eres tú quien crea a Nana. Eres tú quien vuelve a ser niño cuando escribe, quien se cuela en los estrechos resquicios de la memoria y extrae la maravilla. Eres como Egor, que conserva la glándula de la infancia, esa que normalmente desaparece en la adolescencia pero que unos pocos conserváis. El resto hemos olvidado, estamos cegados ante la maravilla, tenemos mutilada la imaginación. Nana presiente el fin: el fin de la infancia, el fin de la maravilla. Lo define como «una alegría negra, amarga, insoportable». Lo siente como que todo parece «iluminado por un sol negro, visceral, doloroso como algo que sabes que no volverás a tener jamás». Pero tú, Cărtărescu, escribes y con tus escritos nos devuelves eso cuando ya ni siquiera recordábamos haberlo perdido, cuando ni siquiera recordábamos esa lejana sensación que es la caída del sol negro de la adultez sobre nosotros.

La Quimera, óleo de Gustave Moreau expuesto en
el Fogg Art Museum. Trabajo en dominio público.

Me acuerdo de Neil Gaiman y de su El océano al final del camino leyendo tu REM. Me he acordado, más bien, de las sensaciones que esa novela me dejó: de los sueños, de la imaginación, del regreso a la infancia, de un lenguaje primigenio que parece soñado, incomprensible pero a la vez conocido desde siempre. Y leo a Nana (te leo a ti) narrándome su estancia en REM y contándome que «era hablada por alguien exterior a mí, yo existía solo durante el tiempo en el que aquel alguien pronunciaba palabras indescifrables, balbuceos hieráticos. Y aquellas palabras no eran en absoluto abstracciones, aquel lenguaje no era solo lenguaje: algunas palabras eran gelatinosas, otras, húmedas y heladas, otras quemaban como el ácido. En conjunto, aquella arenga era un mundo extraño que yo percibía con algo más que con los sentidos, que vivía con algo más que con el cuerpo y la mente. Era torturada, martirizada por aquel lenguaje que me soñaba», retorcida y cincelada por ti que la has soñado. Y es que qué tendrán las palabras, qué tendrán las historias. En el Mendébil, en los Gemelos y en REM, en todos esos mundos que me has regalado, en mayor o menor medida, existe un personaje que embelesa y subyuga a otros con el poder de sus historias. Qué tendrás tú, Cărtărescu, que te leo como hipnotizada, en un estado de delirio febril. Escribe Edmundo Paz Soldán en la introducción a tu Nostalgia que «El efecto final es el de haber leído un cuento de hadas alucinógeno». No se me ocurre mejor manera de describir tu influjo y el estado de ensoñación al que me has llevado. Difícilmente se puede conseguir en un lector un estado de abstracción mayor que el que has conseguido conmigo.

Entre el prólogo y el epílogo, es decir, entre El ruletista y El arquitecto está el núcleo duro de este libro, esa parte central que yo he dado en denominar tríptico y que tú has titulado homónimamente a este libro. La forman El Mendébil, Los gemelos y REM. El Mendébil me gusta mucho. Cuando termino Los gemelos pienso que ya no puedo esperar nada mejor. Cuando me sumerjo en REM asisto al milagro de la mejora de lo inmejorable.

No tengo palabras para recrear tus creaciones. Eres inaprensible. Eres como el Todo, imposible de abarcar. No importa. No escribo para contar tus nostalgias. Escribo, como he confesado, para mí. Escribo como recordatorio. Escribo para grabármelo a fuego. Sé que retorceré tus historias, que las confundiré, que las mezclaré con otras contribuyendo a tejer esa tela de araña que es el REM. Sé que inexplicablemente algunas de sus imágenes permanecerán en mí. Sé que injustamente olvidaré otras. Pero a ti no quiero olvidarte. No quiero fallarte. Miento: no quiero fallarme a mí. Quiero cumplir mi promesa. Quiero realizar mi propósito. Quiero leer todo de ti. Quiero leerte (leer el) Todo. No quiero que mueras. Quiero que existas. Quiero que, al menos durante la limitada vida de esta exigua y veleidosa lectora, resucites una y otra vez cada vez que te lea. Quiero que si, improbablemente, cuando ya no existamos ni tú ni yo, alguien cae por un casual en esta entrada de este humilde espacio, tenga constancia de que alguna vez existieron una lectora y un escritor que casi casi alcanzaron el Todo con este libro, que nos resuciten aunque tan solo sea durante los minutos que tarden en leer estas insustanciales y luego corran a otra cosa y nos sepulten en el olvido. Que se sepa que una vez existió un escritor llamado Mircea Cărtărescu que mereció y seguirá mereciendo la inmortalidad, que incansablemente sembró y cultivó el terreno para ello, que no desfalleció en su afán de perfeccionar todas y cada una de las puntadas de su inabarcable tapiz literario. Por eso dejo también a continuación grabadas tus propias palabras, esa frase de El ruletista con sabor a epitafio que es un ruego, una apelación, una aspiración a que te sea concedida la inmortalidad que es ser leído que tan genialmente te has ganado.

«Así cierro yo también mi cruz y mi mortaja de palabras, bajo las que esperaré hasta mi resurrección, como Lázaro, cuando oiga tu voz clara y poderosa, lector».

Mariposa exótica en el Museo Nacional de Historia Natural Grigore Antipa, Bucarest, Rumanía
Fotografía de Mihai Dragomirescu bajo licencia CC BY-NC 2.0


Ficha del libro: Título: NostalgiaAutor: Mircea CărtărescuTraductora: Marian Ochoa de EribeIntroducción: Edmundo Paz SoldánEditorial: ImpedimentaAño de publicación: 2012 (1993)Nº de páginas: 384ISBN: 978-84-15130-30-7Comienza a leer aquí
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