Treinta y un años tenía Marilyn Monroe y una aplastante fama mundial tras el éxito de varias películas con diferentes directores y actores de la primera fila que le proporcionaron a la bella satisfacciones y miedos a partes iguales cuando recibió la llamada del que por entonces era considerado uno de los mejores intérpretes de Shakespeare, un actor de contrastada cultura y solvencia, también director renombrado, a fin de reunirse con él para protagonizar una comedia y para ello tenía que trasladarse a la vieja Inglaterra y unirse a un elenco de británicos intérpretes, todos dominadores de la lengua con una dicción que la joven estrella envidiaba profundamente.
La situación no por envidiable dejaba de ser causa de preocupación para la joven estadounidense que se hallaba en el trance de digerir una gracia, un don, para el que no tenía explicación siendo como era muy consciente de tenerlo y de ser el motivo por el que todos aparentaban quererla mucho. Una especial virtud que le daba en pantalla una fuerza inusitada, algo que todos los espectadores admiraban y disfrutaban.
Uno de esos admiradores era el joven Colin Clark que gracias a los contactos de su muy influyente entorno familiar decidió aprovechar la oportunidad recibida de incorporarse al grupo de producción de la película que Laurence Olivier iba a rodar co-protagonizándola con Marilyn y se encontró nombrado por su pericia como tercer ayudante del director, o sea, el chico de los recados que se va a encargar de que todo vaya como la seda y muy especialmente que a Marilyn no le falte de nada. El sueño de cualquier espectador, vaya.
Esta es una sencilla película que pertenece al género cinéfilo por antonomasia, el del cine dentro del cine: se me ocurre que los Weinstein jugaron la baza por partida doble y así como en la otra el mcguffin se suponía era la propia esencia del cine, en ésta la excusa se centraba en la figura de uno de los mitos más perdurables, no en vano sigue habiendo una mercadotecnia que todavía usa y abusa de la imagen de Marilyn convertida en un icono de los mass-media.
La virtud de la pieza de Curtis es su falta de pretensiones evidente porque como hemos apuntado ya desde su mismo título se muestra una cierta lejanía con el personaje de Marilyn, una temporalidad conectada con la apreciación personal de un extraño, de un individuo afortunado que existió y del que casi nadie tuvo conocimiento hasta hace muy pocos años: nos mostrará lo que sucede durante unos días de 1957 durante el rodaje de El Príncipe y la corista.
Un retazo de la complicada vida de la Monroe en un momento en el que su fama era su beneficio y su maldición: una vez más, el mito de Midas tomaba cuerpo sobre la perfecta osamenta de la joven Marilyn y, como ella misma definió, lo único que conseguía era que la gente se alejara al ver a Norma Jeane. La impresionante fotogenia cinematográfica, ése cúmulo de microgestos que ella disponía de forma natural e inconsciente, a poco que se esforzaba ofrecía un resultado embriagador en la pantalla que se transmitía al patio de butacas de inmediato y lo malo era que todos, luego, esperaban ver lo mismo en la realidad y no. Esa constatación por parte de la propia Marilyn de un cierto descontrol en su virtud, en su don, le provocaba inseguridades que Olivier no alcanzaría a percibir hasta después del rodaje de su película al comprobar que, en sus escenas con ella, no dominaba como de costumbre. La inigualable y enorme técnica frente a la fuerza bruta.
Curtis se centra en ofrecernos a través de la mirada de Colin las dudas e inseguridades de la estrella americana y poco más ya que incluso el evidente estado de excitación del joven Colin aparece como enfriado, visto desde una distancia excesiva, quedándose la narración en un término medio que la perjudica y la sitúa en un terreno baldío de pasión y fuerza, con un tono más cercano al docu-drama que a la interpretación de unos hechos reales con una óptica esclarecedora, rechazando cualquier línea personal precisamente en un entorno en el que no faltan anécdotas en las que sustentar una trama más interesante, desde un retrato más cercano de las virtudes artísticas y conocidos vicios personales de Olivier en su decadente relación con su entonces esposa Vivien Leigh o la más borrascosa relación entre Marilyn y su esposo el gran dramaturgo Arthur Miller, unas parejas con oportunidades insospechadas para vestir una historia que acaba por ser inconsistente a pesar del encomiable trabajo realizado por sus protagonistas: Michelle Williams coincide en sus treinta y un años de edad con Marilyn y ofrece un trabajo excelente: pretender igualar en todo no es su intención y por lo tanto pretender hallar -el espectador- una copia idéntica es una utopía sin sentido: la Williams recrea muy bien la situación psicológica de la estrella, lo mismo que Eddie Redmayne ofrece un creíble retrato del joven Colin; por su parte, Kenneth Branagh no parece esforzarse demasiado en representar a Olivier, seguramente porque lleva años fijándose en él y lo cierto es que, como suele ser habitual, contando con reparto británico, nadie está fuera de lugar.
Una lástima que no se haya podido o querido profundizar siquiera un poco en algún aspecto más jugoso, quedando el conjunto como un amable retrato de las dudas y zozobras personales de la joven Marilyn, esas que, como todos sabemos, cinco años más tarde la llevarían a la despedida final.
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