Notas a partir de Holy Motors (Leos Carax, 2012)

Publicado el 25 noviembre 2012 por Ventura

Con el fin de la Historia, la desaparición del tiempo global que regulaba, ordenaba y se mostraba como eficaz horizonte comparativo para el sujeto histórico. Ya es unánime: la Historia, entendida como una trama capaz de conferir una lógica al tiempo, ha sido criminalizada y despreciada en todos los órdenes de lo social y lo artístico. Puede continuar escribiéndose, pero el gesto será definido como reaccionario: ¿quién desea quedar atrapado en un relato que no haya sido escrito por el mismo? De facebook a Instagram, de los 140 caracteres a las galerías de imágenes ordenadas temporalmente, lo que viene después, es decir ahora, no son más que piruetas concéntricas alrededor de una infinitud de tiempos en los que se puede encontrar una subjetividad a la carta. No hay un tiempo que nos defina más allá del que se percibe como un eco lejano en cada transito entre cronotopos gracias a las abstracciones puras que regulan la vida: el dinero, las imágenes o los flujos de deseo. Todo correcto salvo por un pequeño detalle político: las subjetividades intercambiables se niegan a asumir que nos hemos convertido en aquello que odiaban con más fuerza las ideologías que prometieron un cambio, una revolución, mientras ayudaban a construir el sistema social justo y para todos que define nuestro tiempo. Entonces todo es nostalgia, drama, llanto perpetuo con el que se pretende trascender el vertiginoso cambio de tiempos y desplegar un gesto firme que vuelva a hacer Historia. Es la inútil épica de la derrota que trata de rescatar toda una generación (re)construyendo la ficción de una revolución desde su situación de burgueses, catedráticos de universidad, pensadores, escritores, críticos de cine, directores de revista o todas las cosas a la vez. A cada momento, con cada actualización de su muro de facebook, como un soniquete cansino, no cesan de recordarnos que la cosa está muy malita, el Capital tiene la culpa de todo y una revolución todavía es posible. Es el gesto de aquel que reniega de la Historia por su tradición tiránica, mientras pretende continuar haciendo historia, una nueva Historia, desde la narración intima desde su muro virtual.

Ante este panorama, la figura del actor debe ser considerada la figura más relevante de nuestro tiempo. Por una parte, vive atrapado en la eterna contradicción entre su ambivalente condición de persona y personaje. Por otra, con cada de sus acciones, con cada uno de los gestos integrados en una narración, consigue trascender a su contradicción constitutiva y hacer la Historia de la película: argumento y síntesis a lo largo de una pequeña porción de tiempo. En el final del siglo XX se intentó dar muerte al cine poniendo fin a su Historia y relegando a los actores a un papel secundario, como anacronismos incómodos, que nada tenían que hacer dentro de imágenes despojadas de los rasgos distintivos de lo ficcional. De Lisandro Alonso a Gus Van Sant, el siglo XXI arranco con presencias que deambulaban por unas imágenes alejadas de las maneras de ficción tradicionales. La conversación o la gestualidad corporal fueron sustituidas por un movimiento perpetuo, por itinerarios en fuga, por la idea del modelo bressoniano llevado a su propio límite. Ahora volvemos a la ficción. Como si la realidad y las imágenes estuvieran conectadas por un sistema de vasos comunicantes, las ficciones puestas en imágenes vuelven a estar llenas mientras la realidad se vacía poco a poco. El actor aparece entonces como un héroe que ha sido rescatado para desplegar el gesto heroico de la historia: traer una nueva esperanza.

Cuestiones a tener en cuenta: los actores han vuelto, pero han perdido la inocencia. Después de ser expulsados del paraíso, han regresado poniendo sus propias condiciones: solo van a interpretar lo que ya conocen. O bien las ficciones en las que ya actuaron, o aquellas que han visto y se han erigido como lugares comunes del arte de la dramatización. Oscar, en Holy Motors,  revisita algunos momentos emblemáticos de los films de Leos Carax, junto con algunas situaciones típicas de la representación del amor, el musical, el género de acción y la muerte. Ya ha estado en ellas, sabe lo que va a pasar y como debe moverse. Pero su reacción no siempre es la misma; su método está orientado a trascender la condición de personaje y alcanzar el amor que ha perdido como persona. Cada uno de sus papeles, incluso el más violento, es el intento desperado por encontrar las trazas de un amor perdido. Desea amar, pero se encuentra ante un amor que ya no está en todas partes, sino dividido. Por una parte, en las situaciones en las que Oscar entra para interpretar su papel. Por otra, en el propio movimiento que le conduce a ellas, sobre la figura de esa conductora que le lleva a sus misiones. Ella está enamorada de él, pero en el movimiento del amor no pueden compartir el mismo espacio. Dentro de la limusina, cada uno habita dos espacios bien diferenciados. Cuando detiene el movimiento en un lugar concreto, ella le espera en el vehículo. Su destino es trágico: la mujer conduce la historia de amor hacia lugares que no cesan de alimentar la propia imposibilidad del amor entre ambos.

La imposibilidad del amor en el mundo de la ficción. Es decir, en nuestro mundo, donde todo ha sido dispuesto para vivir es una constante sensación de deja vú. Volver al pasado nos hace sentir seguros. En él se pueden encontrar las coordenadas necesarias para construir el personaje en un mundo de mentira. Los gestos del actor ya no deben trazar una relación con el espacio puesto que ya está perfectamente construido. Sino deshacer la madeja de tiempo en los que se habita para encontrar cierto poso de verdad, de autenticidad que rompa con lo homogéneo, lo social, el bien común. El gesto del actor es, por tanto, un gesto puramente político. Porque la política y cada una de las ideologías supervivientes que regulan el espacio común de lo social, sobreviven alimentando el recuerdo perpetuo de un tiempo mítico donde las cosas estaban bien. La operación es sencilla: se coge ese pasado y se le coloca con un futuro posible. De este modo se construyen imágenes inalcanzables al mismo tiempo que una insuperable sensación de insatisfacción. Se puede pensar que la situación podrá recuperarse, pataleando, poniéndose constantemente en contra de lo inevitable para continuar alimentándolo y legitimándolo. O, por el contrario,  comenzar a pensar la situación desde la propia situación en movimiento, asumiendo la ingobernabilidad del propio movimiento. En ese punto todo es posible.

Todo en la vida es ficción, aunque nos hayan educado para comportarnos de un modo realista. El fracaso político de nuestro tiempo nace de este error; de conductas que piden lo justo, lo ecológico, lo equilibrado, lo igualitario. Es decir, lo posible. Ser políticos requiere imaginar lo imposible, actuar dentro de un marco de realidad construido por las ficciones políticas de otro tiempo. Rodear el congreso para que no produzcan más recortes, continuar protestando por la perdida de derechos con las viejas recetas sindicales de los sesenta, no hace más que alimentar el marco de ficción en el que se producen los sucesos del mundo. Los actores políticos actúan interpretando los mismos papeles que hace 50 años. Cada acción, cada gesto es tan predecible como lo que queda de la cinefilia: se sabe mucho antes de su paso por Cannes, como ha ocurrido con Holy Motors, cual será la película del año, a quien le gustará, quien estará en contra, e incluso que argumentaran ambas partes. Pero el actor, para ser considerado hoy como tal, no debe interpretar sus vidas pasadas, sino aquellas que desea ser. El pasado está por todas partes, pero la habilidad del actor contemporáneo nace de su capacidad para construir lo imposible imaginable.

La política que viene es una cuestión cinéfila. Todo un sistema se tambalea después de que el pueblo decidiera interpretar un papel imposible; el de nuevos ricos que vivían por encima de sus posibilidades económicas. Todo un sistema se normaliza cuando el mismo pueblo decide interpretar el papel de proletarios indignados y echar mano de viejas recetas como la protesta, la concentración o la huelga. Entre medias, la historia de una trama interrumpida, de un amor dividido que, pese a todo, continúa circulando.

Ricardo Adalia Martín.