Notas sobre el rock argentino en democracia: "Momo sampler"

Publicado el 10 diciembre 2015 por Tucho

Por José MiccioCrítico de cine y música, docente
El último disco de los Redondos -la banda de la farra y el pogo eterno- es un carnaval triste. Todo gira en torno de la fiesta por antonomasia pero por su tono siempre grave parece concebido con espíritu de cuaresma. Las estampas, las letras, esos riffs como calvarios: quien se cuelga la medalla que viene en la tapa para escuchar unas canciones de celebración termina con una cruz en el cuello. El tema fundamental es “La murga de los renegados”, que bien podría llamarse “Procesión de flagelantes”. O sino “El templo de Momo”, que ofrece a la vez ponzoña y licor. En los dibujos que corresponden a cada uno, nuestro Rey gobierna unas máscaras mortuorias o decadentes, salidas de alguna película de terror o del Casanova de Fellini. El interés que tiene Momo sampler -y que el tiempo acrecienta- deriva de esta extraña situación: no es posible escuchar el disco sin sentir esa incomodidad propia de las circunstancias confusas, de eso que es pero no es. Como llegar a un cumpleaños disfrazado de tortuga y descubrir que todos tienen humildes antifaces. O como encontrarse yendo al diccionario para ver qué significa la palabra silla. Momo sampler es matraca, espuma y danza macabra. Te deseo muerte, ay perdón, suerte. Qué buena purga, quiero decir, murga. Tarjeta (obvia) para la última joda redonda: Lubolo y Se-Si-Bon tienen el agrado de invitarte a su fiestita. Jijijí.
En su momento, el Indio se encargó de darle a este carnaval algunas claves. La idea de impostura, por ejemplo, que aparece en uno de los dos subtítulos de Momo sampler, aludiría al mundo del espectáculo y de la política, indiscernibles ya, después del menemismo, e incluso a la vida cotidiana, convertida también en mera apariencia. Al tumberito de “Rato molhado” le gusta la joda, la merca y desayunar en la cama como un señor. El Morta de “Morta punto com” vive una felicidad de porno y de putas, efímera y falsa, a velocidad consumo enfermo, meta plástico e internet. El Zumba de “Pool, averna y papusa” lleva encima una American Express trucha. Y así todos o casi todos los personajes que pueblan el disco como emanaciones de un mundo pobre, reducido a superficie y ademán. El lugar común (inaugurado por el propio Indio) dice que todo esto es una sátira de la Argentina de los años 90 elaborada cuando los años 90 se van del calendario pero no de la política. Una obra conceptual en la que un tema funciona como marco y el resto como ramificaciones de un mismo tumor.
Si uno quiere recorrer el disco con esta luz sencilla encuentra con facilidad lo que busca, también en los personajes dignos de piedad. El problema es que pierde las canciones para siempre. Momo sampler es algo mucho más atractivo que una mirada deformante de la coyuntura que a través de ciertas claves puede devolvernos a ella con un par de opiniones correctas, para las cuales la música es innecesaria. Sucede siempre así: si un disco es bueno, entre sus canciones y las palabras que lo promocionan y explican hay obligatoriamente una distancia, y si es brillante, un abismo. En Oktubre, los Redondos mapearon el estado del rock en la Argentina de la posdictadura con un talento extraordinario para dar al mismo tiempo una referencia y una descarga capaz de borronearla, incluso hasta el olvido. Momo sampler funciona igual cuando funciona bien, aunque nunca alcanza alturas semejantes. El mejor ejemplo es “La murga de la virgencita”, cuya puta es mucho más que un personaje de alguna fiesta tétrica. Insumisa por intensidad y brillo, reacia al marco que pretende contenerla, Marita tiene el espíritu -herido, épico, impuro, dulce- de los perdedores hermosos, un vuelo romántico que la vuelve absolutamente ajena a un elenco que incluye de un lado a corazones afines pero sin aura (el tumberito, la chica con la remera de Greenpeace) y del otro a criaturas horribles como el matapibes de “Sheriff” y la voz anónima que le pide bala y redención.

El disco entero resplandece y trastabilla en el track número cinco. Lo que pasa con “La murga de la virgencita” pasa también, aunque en menor medida, con “Rato molhado”, “El templo de Momo”, “La murga de los renegados” y “Pensando como una acelga”. Las mejores canciones se sobreponen a una función tan poco vigorosa como la de servir de ilustración y crítica de un mundo en ruinas. Con el paso del tiempo las sátiras -y Momo sampler lo es, qué duda cabe- requieren de unas cuantas notas a pie de página, porque la realidad a la que aluden se vuelve irremediablemente oscura. También cambian su manera de existir. No leemos a Juvenal y a Rabelais para saber de las miserias romanas o francesas sino para gozar de la literatura y reír de nosotros mismos. En el final del capítulo de Gargantúa dedicado a las mil y una formas de limpiarse el culo, Rabelais escribe que todo lo dicho se sostiene en el maestro Juan de Escocia, y se burla así del pensamiento basado en la autoridad propio de la Edad Media. Lo que hace que la lectura de esas mismas palabras sea tan maravillosa todavía hoy no es el objeto satirizado -que se puede ignorar- sino la extraordinaria enumeración, la imaginación desbocada, el absurdo de imaginar una oca entre las piernas de un niño monstruo (o entre las nuestras), agarrada del pico y de la cola y movida hacia atrás y hacia adelante como una toalla. Lo mismo sucede con las canciones de los Redondos. No importa si el as del club París de “Blues de la artillería” es o no es Enrique Symns. No importa quién está detrás del asqueroso personaje de “Murga purga” ni del rubio acabado de “El templo de Momo”. No importan ni siquiera Menem y Pepeto de la Ruta, como llamaba el Indio a un personaje de triste memoria, ganándose en la polis el respeto fácil del que odia a los monstruos que odian los buenos. Un día serán como Trajano y Francisco I. Lo que importa es que las canciones se sostengan en sí, que consigan un sonido propio, que podamos cantarlas con emoción y hacerlas parte de nuestras vidas, que para eso existen.
No pasa siempre en Momo sampler, hay que decir, que muchas veces ata sus máscaras a lo que ocultan, y les niega así la independencia necesaria como para que podamos usarlas todos. Hay canciones que gastaron en sí mismas la piel que nos ofrecen (Lupus el Lobo sabía hablar así). Con “Sheriff”, con “Murga purga”, con la sobrevaloradísima “Una piba con la remera de Greenpeace” no se pude hacer mucho más que autoafirmarse: dejar caer nuestro desprecio sobre la clase media filorrati, imaginarle jetas a un bola de mierda-malparido-arrogante-batidor, querer tranquilos a una puta no sublime, despojada del aura que la letra y la genial interpretación del Indio le regalan a Marita. En canciones como las de los Redondos el valor de una máscara (la metáfora, la fábula, el antifaz carnavalesco) no depende de la reposición de lo que queda bajo su dominio sino de la fuerza con la que se deshace de la interpretación, y de las asociaciones que promueve. Es costumbre del arte: si una metáfora persiste una vez descubierto el referente, el referente no persiste ya. De ahí que no afecte en lo más mínimo a “La murga de la virgencita” que el Indio declare que donde dice “arcadas gusto a menta” hay que entender que la piba masca chicle para borrar el efecto de un guascazo.
Otra cosa que Momo sampler permite observar es cuán suelto o cuán ceñido le queda el rock a los Redondos. En “Rato molhado” hay aires celtas. En “Morta punto com”, caños negros. En “Sheriff”, algo parecido al reggae. Se supone que esto es bueno, que habla bien de la banda, de su oído y su carácter inquieto. Cuando salió Último bondi a Finisterre Solari dijo que siempre había preferido a los Bowie de este mundo antes que a los Clapton. Está muy bien. Pero -además de que nunca hubo nada Low en todo esto- los años han dejado en pie las persistencias más que las transformaciones, y si los últimos dos discos de los Redondos gozan de buena salud es porque el sonido que los pega a su época no debilita el poder de sus canciones, bastante tradicionales (en el mejor sentido de esta palabra difícil). Pasa con las máquinas de Último bondi y Momo sampler lo mismo que con los sintetizadores de Películas y las baterías de Silencio: llega un momento en que descubrimos con resignación y no sin alegría que las novedades por las que juramos no eran tan radicales como creíamos, y que lo que nos emocionaba antes era lo mismo que nos emociona ahora: una o varias canciones que nos siguen para siempre porque al menos una vez nos hicieron sentir que éramos sus destinatarios secretos.

Si uno reniega de los cambios en el momento en que aparecen es un conservador. Si lo hace veinte años después es un clásico o un maldito. Como sea, un motivo de orgullo no debería avergonzar a nadie. Los Redondos brillaron siempre haciendo rock, y consiguieron lo más grande que una banda de estricto rock puede conseguir: una guitarra y una voz inconfundibles, unas canciones clásicas en su estructura pero nunca derivativas, por más que el riff de “Nadie es perfecto” se escuche ya en “Mama Kin” de Aerosmith o los acordes con los que empieza “Masacre en el puticlub” vengan de “Wild Honey Pie” de los Beatles. He aquí una gloria: la sensación maravillosa de estar escuchando al mismo tiempo una tradición y su origen. Tal vez por eso los intentos que los Redondos hicieron por abrir su sonido nunca resultaron del todo convincentes. “Caña seca y un membrillo” es una canción horrible, indigna de sus autores. Como esos artesanos que brillan haciendo lo que aprendieron de sus padres y un día, hartos de su excelencia y clasicismo, deciden sobrepasar sus límites para descubrir que en su universo la voluntad de cambio se traduce en bicicletas sin ruedas o veladores de espinas, los Redondos tropezaban fiero si se movían demasiado lejos del lugar que conocían y en el cual podían esconderse o disfrazarse como nadie más. Cuando levantaban casas con los materiales de su mundo eran insuperables; cuando daban varios pasos fronteras afuera parecían una banda de rock avergonzada de serlo o chicos perdidos en una ciudad extraña. Eran geniales haciendo ranchos, y a veces se olvidaban -¡ellos, justamente!- que en el rock los ranchos pueden ser infinitamente más valiosos que los hoteles de lujo o las cabañitas cool. Vistas desde hoy, las máquinas de Último bondi a Finisterre son la muestra más contundente de un viaje que se quiere aventurero y no pasa del turismo, pero que se sobrepone a sus propias impericias por el talento de sus dos cabezas principales (y a esa altura casi únicas). Otra vez: cuanto más pesan las valijas mejor andan los Redondos.
En Momo sampler las máquinas están más integradas, se ocultan mejor a sí mismas, incluso sonando en primer plano. Dicho mal y pronto: no hay nada como “Las increíbles aventuras del Capitán Buscapina” (a propósito: una canción buenísima). Todo el mundo lo sabe: el Indio hizo el disco como animal de estudio, cortando y pegando, casi sin músicos, y Skay se sumó tarde, como un invitado de su propia banda. El destino, sin embargo, juega sus cartas de manera curiosa. En silencio, humildemente, el flaco del sombrero la descosió. La guitarra de Momo sampler es tan extraordinaria como siempre, y puede que más, como si Skay se hubiera ido de paseo dejando una, diez, treinta figuritas más para el álbum de su gloria en el disco gobernado por su ya excompañero. En un punto es lógico (además de cruel): la existencia de los Redondos era pura mueca, como todo en Momo sampler. De ahí que suene tan sincera la inclusión de “Dr. Saturno”, en la que el Indio canta: “No marcho en mi vieja murga / en las calles no me muestro más”.

Una última cosa. Lo que Momo sampler dejó a la vista -la crisis de una pareja de compositores que parecía inmune a las historias del rock más reiteradas- venía ya de Último bondi, y según algunos se remontaba todavía más atrás. Es un hábito social bien arraigado: cuando un matrimonio dice basta todos empiezan a buscar el verdadero final de su historia antes de la separación concreta, cuyo teatro no sería más que el término de una demora. La gente sensata no se cansa de saber cosas que los demás no saben, y siempre hay un cínico que cierra la discusión diciendo que la crisis tiene la misma edad del matrimonio. Para los Redondos -una banda apasionante, irrepetible e independiente de sus propios líderes, tal como sus carreras solistas permiten observar- el final fue poco honroso: las declaraciones cruzadas de Skay y el Indio no los mostraron tan diferentes del circo nefasto de Momo sampler. Queda esta estampa. En los 80 las imágenes con las que el rock intentaba describir el fin de siglo que se aproximaba provenían de historietas, novelas y películas de ciencia ficción; de ahí salían las ciudades sintéticas, el totalitarismo, las naturalezas y las subjetividades arreciadas de tantos discos, tapas y canciones. Con el año 2000 clavado en el almanaque de la heladera el glamour negro de las distopías no corría más. Los Redondos lo vieron claro: el desastre era tan banal como una fiesta chota, y tan absoluto que todos -incluso sus censores- estábamos invitados.
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Coda. Las cosas cambian, se retuercen y confunden. A comienzos de los 80 Charly cantaba que la alegría no era solo brasilera, y nos invitaba a mover los pies de una vez por todas, después de tanto ensimismamiento y tanta censura rocker. En 2000 el personaje de “Morta punto com” quiere más japinés, como quien quiere más minas, más dinero o más merca. Hay toda una historia del estado de ánimo para contar entre estos puntos: del vitalismo de García al comercio de la felicidad de Solari, del anuncio de los nuevos tiempos democráticos al cierre de un periodo negro, en el que la libertad terminó por tener como metáforas el control remoto y la góndola del súper. Solari y García no se quisieron nunca, pero en un tiempo fueron espíritus afines, inclinados los dos a la sátira, preocupados por la fortaleza anímica, estupendos letristas. Y también está Adrián Dárgelos. Un año después de Momo sampler los Babasonicos pedían que los invitaran a entrar en la misma fiesta de farsantes que los Redondos cuestionaban, y comenzaban a trazar su propio mapa: un Oktubre en episodios, repartido en tres discos, no tan agudo ni tan grave, pero con objetivos parecidos: testear el lugar del rock en un mundo que quería rock. Desde hoy, las imágenes de ese cambio de milenio se ven realmente raras. Solari mira el circo desde afuera y termina metido bien adentro. Dárgelos pide que lo dejen entrar y por eso aparece todavía con un pie o un dedo afuera. El carnaval mezcla todo y pone el mundo de cabeza. Momo sampler es el último disco de pop del siglo XX. Jessico el primer disco de rock del siglo XXI.
[El título alude a las mismísimas Notas sobre el rock argentino en democracia que el autor publicara en la Revista La Otra, las cuales recomendamos fervientemente]