Una de los sentimientos más intensos que he sentido como espectador de esta larguísima cinta (más de cinco horas), es la sensación desperdicio: una historia que podía haber tenido un aliento épico se queda en mero costumbrismo, muy bien filmado, pero extensamente vacío de contenido. Bertolucci quiere contar su historia a base de anécdotas, a base de escenas truculentas o escandalosas, pero que poco aportan a lo que debería ser una trama histórica sobre los conflictos políticos de la época. La producción contaba con talento y con medios más que suficientes para haber sido otra cosa muy distinta y de vez en cuando se atisba algún momento memorable dentro del pequeño caos que constituye la narración. Tampoco ayuda que se hayan dibujado unos personajes demasiado maniqueos e irreales, unos tipos humanos poco creíbles, protagonistas de más de una escena esperpéntica.
Bertolucci intentó, en suma, filmar un lujoso homenaje a la lucha del Partido Comunista frente a unos fascistas retratados como malvados sin ambages (solo hay que fijarse en el histriónico personaje que compone Donald Sutherland), obviando que la política de aquellos años tuvo muchos otros protagonistas. Además, lo hace en los años en los que las Brigadas Rojas ponían en peligro la misma esencia de la democracia italiana. El final es interesante: el campesinado triunfante se dispone a implantar el comunismo con las armas en la mano, pero dichas armas son rápidamente requisadas por representantes del gobierno provisional, entre los que están los mismos dirigentes comunistas. La lucha ha servido para que todo cambie y todo permanezca igual. El patrón ha sido humillado, pero ha salido vivo de la prueba.