Lo que todavía no sabes del pez hielo de Efraim Medina Reyes
Nada es lo que parece y mucho menos lo que es, sostiene Teo, que haciendo honor a esta frase prefiere ocultar su verdadero nombre.
La verdad es que tiene 27 años, aún vive con su madre, sufre una modalidad no demasiado virulenta de lupus, que le ha hecho llevar una vida un tanto retraída, e idolatra al cómico Lenny Bruce. En su diminuta habitación donde practica, entre otras cosas, una extraña forma de evadirse de la realidad, concibe un plan para reunir cientos de miles de diálogos callejeros, sintetizarlos en códigos matemáticos y mediante una compleja operación, descifrar el sentido de la vida. Un día, la lluvia le obliga a refugiarse en un bar, el Pez Hielo, donde conoce a Lena. Abogada prestigiosa, rica e inteligente, su presencia dará a a monótona realidad de Teo una casi insufrible contundencia.
Lo que todavía no sabes del pez hielo es un laberinto con ecos de Kafka y Beckett, entre otros maestros del absurdo. Con prosa elegante y expresiva, Efraim Medina nos conduce a los territorios más íntimos del amor filial, la creación artística y el erotismo. Pero esa es sólo una parte del iceberg bajo la que se construye un amargo retrato de la condición humana.
Ficha del libro
Había entrado al baño por primera vez a lavarme los dientes. Soy de esas personas para las que un cepillo dental es tan indispensable como la ropa interior o el documento de identidad. Pero esta vez lo había olvidado. Lo curioso es que tenía encima otros objetos que no suelo llevar: una minúscula grabadora de periodista que debía entregar a Marlon (me la había prestado su novia) y aquel celular de Barbie. También los tubitos cortesía de Tomate y dos sobres de Punto 6. Así que agarré uno de los cepillos que estaban en el baño y lo lavé dos veces con jabón para enseguida enjuagarlo con abundante agua. Lo enjuagué minuciosamente hasta que el agua escurriólimpia. Repetí una vez más la operación, después apreté el tubo de dentífrico multiacción desde abajo y dejé una buena porción de crema tricolor (prueba irrefutable de su eficacia) sobre las opacas cerdas: el azul combatía las caries, el rojo contenía vitaminas y minerales y la misión del blanco era proteger el esmalte. Mis ojos tropezaron con mis ojos en el espejo y me pregunté qué demonios estaba haciendo. No sé si todas las mentes funcionan igual, pero la mía tiende a concentrarse en detalles estúpidos, aislándome del presente por lapsos de tiempo indefinidos. Otro de mis defectos es la necesidad incontrolable de un lenguaje obsceno y sugestivo durante el coito, peor aún es mi tendencia a cambiar de argumento sin previo aviso y no escuchar jamás del todo lo que me dicen. Las personas empiezan su frase y mi mente ya está asociando ese fragmento de frase a algún evento pasado o se distrae en conjeturas sobre la robusta comicidad que entraña hablar muy en serio, en un mismo diálogo, del futuro ambiental, los ganadores del Premio Óscar, la enfermedad de un pariente y las adicciones de Madonna. Si debiera definirla, diría que mi mente es un lánguido trapecista que atraviesa eternamente el vacío. El público piensa que se niega a bajar por amor al oficio y el trapecista, por más que lo intenta, no logra detenerse. Madre ha sido más sintética: Vivir en las nubes no te llevará a ninguna parte. Lo cierto es que estaba allí, frotándome las muelas de abajo (exactamente las de la izquierda), donde me faltan dos piezas sacrificadas porque no pudimos pagar un tratamiento de conducto y mirándome al espejo. Después froté las otras que estaban intactas y varias chispas de dentífrico fueron a parar al hasta entonces inmaculado espejo. Intenté quitarlas con un dedo y dejé una mancha grasosa. Conocía bien aquel baño y su dueño; en circunstancias normales, esa mancha podía ser motivo de discusión y discordia, pero nada era normal en aquel momento. Antes de entrar al baño estaba en la sala con Marlon, el antiséptico y maniático del orden dueño del baño. El enemigo mortal del polvo, las manchas y los libros dejados por ahí. Mi insufrible hermano mayor. Él había pagado las luces del apartamento y sólo nos iluminaba la del televisor. Llevábamos horas allí y no daba señales de cansancio. Bajé el volumen a cero y le pregunté qué más esperaba encontrar y él no se inmutó porque ambos sabíamos encontrar que ya no lo hacía por madre sino para acumular más y más desazón y que hacerlo era para él un justo sacrificio al que debía arrastrarme. Me contuve para no decirle una de las mías y opté por ir a lavarme los dientes. Al regresar me recosté en la silla, cerré los ojos y distraje mi mente en pequeñas observaciones. Y mientras estaba en eso él decidió que era suficiente y empezó a recoger las cosas, pero al instante cambió de idea y me propuso un último esfuerzo. Abrí los ojos, su expresión se había animado porque creía que esta vez tendríamos suerte. Eché el cuello hacia atrás, respiré profundo y enfoqué la pantalla y entonces el horror adquirido y domesticado de las últimas horas dio paso a lo inaudito. Corrí desesperado al baño, encendí la luz y cerré la puerta. Me arrodillé ante el inodoro y vomité. Cuando volví a la sala, Marlon había apagado el televisor y estaba llorando (eran las primeras lágrimas de una vida sosegada e incorruptible). Me habló, pero no se estaba dirigiendo a mí sino a alguien dentro de sí mismo, a un Marlon asqueado y, por increíble que parezca, cómico: una risa sorda traslucía entre sus lágrimas (la primera risa de una vida seca y comprimida). Y pensar que por ti (moqueó dándome una triste palmada en la espalda) no habría metido jamás las manos en el fuego. Un nuevo ataque de náusea me llevo otra vez al baño. Me sentía débil, pequeño y vacío. Bajé la tapa del inodoro y me senté allí sin alma ni pensamiento. Veía los brillantes baldosines y chupaba una de las Punta 6 para el ansia y el dolor que me había regalado Lena. Y pensé en Lenny y en su batalla perdida contra todos los males. ¿Cómo habría sido su dolor? Al diluirse esa primera pastilla chupé otra y pensé en la primera vez que había visto a Lena y la maldije. Bajo el efecto de las pastillas, su imagen no parecía venir de la memoria sino de un presente paralelo, ella y todo lo vivido con ella recorría como un tren de cristal las ciudades invisibles de mi mente. De afuera llegaba un penetrante olor a plástico quemado. Saqué un tubito del bolsillo y lo vacié. Sobre mi mano hasta construir un nevado. Aspiré con fuerza varias veces hasta que el nevado desapareció, luego apoyé la cabeza en el espejo y empecé a escuchar aquel ruido terrible que provenía de mi mandíbula. Un líquido verde subía y bajaba por las paredes del baño y mi corazón estaba a punto de explotar. Fue entonces que escuché la voz de Marlon llamándome, seguida de un salvaje grito de dolor; luego, todo pareció hundirse en el silencio. Intenté llegar a la puerta, pero la puerta pareció alejarse. Sentí los pasos y pensé que era él. La puerta se abrió violentamente y no atiné a defenderme. El segundo impacto me abrió una herida sobre una ceja y un tercero, en el mismo lugar, borró la angustia, el dolor y sus pormenores.
Encuentro en Berlín de Pepe Ribas
Ernesto Usabiaga es un joven activista chileno, hijo de una mujer torturada, que deja el país tras un desengaño profesional. Se instala en Berlín, la ciudad que le ofrece la posibilidad de iniciar una nueva vida y donde descubre la historia familiar oculta.
Allí conoce a Maksim Kazantev, un cosaco ucraniano conectado con los oligarcas y los servicios secretos, que fascina a Ernesto al mismo tiempo que le atemoriza. Esta relación pasional será el comienzo de las semanas más trepidantes, esclarecedoras y decisivas en las vidas de Ernesto y de Maksim. Quienes, además de jugarse la vida, chocan con los hilos ocultos que trenzan los gaseoductos, venas de la nueva Europa en formación.
Ficha del libro
Desnudos bajo las sábanas, Maksim lo abrazó. Iba a repetirleque bajo ninguna circunstancia hablase con Stanislav sobre su encargo, pero decidió no volver a hacerlo. Le susurró que a la mañana siguiente se iba a visitar a su madre, que vivía en Uzhgorod, una pequeña ciudad de los Cárpatos, y al cabo de un minuto se dio la vuelta y se durmió. Ernesto no conseguía conciliar el sueño y empezó a sudar. La última mirada de Maksim lo había transportado a otro tiempo, cuando su padre se escaba de casa a medianoche de él, muy pequeño, lo espiaba por la rendija de la puerta entreabierta de su habitación hasta oír el motor del ascensor. En aquella época, el niño no podía comprender por qué sus padres estaban siempre peleados. Durante su niñez y adolescencia sólo la abuela Aurora le había dado verdadero cariño. Una mujer casi anciana, que no era chilena, que había sobrevivido a una guerra mítica y lejana y que vivía en Valparaíso. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. De vez en cuando se escuchaba el motor de algún coche. Los reflejos de los faros barrían las paredes del apartamento y el zumbido reverberaba en la noche de una ciudad que cultiva el silencio a cualquier hora. Con los ojos enrojecidos, Ernesto oyó la voz grave del padre revoloteando en su interior como si fuera el estribillo de una copla siniestra, recordándole que era su hijo y que debía dejar de condenarlo. Sentado al borde del lecho con los ojos de búho, empezó a emitir silbidos y a batir palmas con la esperanzade que Maksim dejara de lanzar bufidos. Nada. De un salto se puso en pie, fue hasta el sofá de la sala y apartó la ropa que había quedado desparramada. Se durmió al entrever, bajo los párpados, la silueta de Villa Angol, la apacible hacienda donde vivieron sus abuelos Usabiaga, junto al océano Pacífico. Sus balconadas, las columnas clásicas del patio central, los arcos, la palmera, los muebles art déco y los escondrijos del jardín permanecían parapetados en su imaginación. Él había heredado parte de la hacienda y la casa de los guardeses. Con nostalgia, soñó que la reconstruía con la ayuda de Maksim, el primer hombre al que había amado. A las seis de la mañana sonó el móvil de Maksim. Ernesto se despertó. Desde el salón se escuchaban palabras en ruso, entre exclamaciones inquietantes provenientes del dormitorio. Sólo entendió dos palabras: Kiev y general. Cuando colgó, Maksim fue hasta el sofá donde Ernesto trataba de dormirse de nuevo. La luz de la mañana se colaba entre las cortinas. Maksim, fuera de sí, lo agarró sin contemplaciones, lo puso boca abajo y lo penetró sin condón. —Te doy una hora para evaporarte. Llévate todas tus cosas de esta casa. En una semana tienes que haber desaparecido de Alemania —le gritó en cuanto se puso de pie con ojos desorbitados. —¿Qué? Ernesto, perplejo, no sabía cómo calmar a aquel hombre que de repente había enloquecido.
El saltamontes verde de Ana María Matute
"Una vez existió un muchacho llamado Yungo. Vivía en una granja muy grande, cercana a los bosques. La granja muy grande, cercana a los bosques. La granja estaba llena de muchachos de todas las edades, los unos hijos de los granjeros, los otros de los criados. A primera vista, Yungo parecía un niño como los demás, pero los muchachos dejaban pronto de jugar con él, y las gentes no solían hablarle ni pedirle nunca nada. Y es que Yungo no tenía voz." Pero Yungo no era mudo, él sabía que su voz estaba en algún sitio, sabía que alguien se la había robado. Y un día, como por arte de magia, mientras pensaba en cómo recuperarla, dibujó en una hoja de su cuaderno una isla muy bonita, rodeada de mar y pájaros, y pensó: "Aquí estará escondida mi voz". Esa misma tarde, Yungo emprendió su viaje hacia el Hermoso País en busca de las palabras, para convertirse en un niño como los demás pero encontró algo más importante, mucho más importante...
Ficha del libro
—Este muchacho perdió su voz. Alguien se la robó al tercer día de nacer. En algún lugar estará, pero ¡quién sabe cómo ir a buscarla! Mas, aunque Yungo hubiera perdido la voz, lo oía y comprendía todo. No era mudo, como el muchacho que acompañaba al mendigo pidiendo limosna por los pueblos. Yungo sabía que alguien le robó la voz, que en algún lugar estaría, quizás aguardándole. Y muchas veces soñaba con ello. Al principio Yungo era un muchacho más bien alegre, pero, como siempre le dejaban solo, acabó volviéndose abstraído y un poco huraño. A veces, en sus trajines, la granjera pasaba por su lado y la veía sentado en un rincón, o apoyado en la pared al sol, pensativo, con las manos en los bolsillos. Entonces la granjera le decía: —¿Qué haces ahí, tan solo? ¡Anda a jugar, chico, que muy pronto te obligaran a trabajar! Yungo se alejaba y procuraba esconderse en algún lugar apacible. Entre las varas del huerto, o allí, en el bosque, donde nadie fuera a decirle cosas estúpidas o malavadas. De este modo, llegó a una edad en que los otros —los hijos de los granjeros y los hijos de los criados— dejaron sus juegos y empezaron a ayudar en las faenas de la granja. Pero a él también le dejaron aparte: nadie le pedía que ayudase, y más bien procuraban alejarle cuando se les acercaba. Le decían: —¡Quita de ahí, chico, no te hagamos daño!
Sólo un pie descalzo de Ana María Matute
"Hace muchos años, tantos que no vale la pena contarlos, existió una niña llamada Gabriela, que solía perder a menudo un zapato. Sólo uno, no los dos,..." Cuando lo perdía, los mayores se enfadaban mucho con Gabriela, y ella se sentía rara y triste, muy triste. Pero un día descubrió que algo muy especial ocurría en esos momentos. Se abría una puerta que sólo podía cruzar quien llevara un solo zapato, una puerta que estaba a punto de llevarla a un mundo mágico donde todo era posible.
Ficha del libro
Algunas mañanas de domingo sus hermanas pasaban al Cuarto de Mamá, que era una habitación donde jamás se podía entrar sin ser llamado. Junto al dormitorio, había una especie de gabinetito, con un tocador y un armario de espejos, que levantaban luces por todas partes. Luces misteriosas y fugaces: de mar, de río escondido, de fuego… Los frasquitos de cristal, con tapón de plata reluciente, que se alienaban en el tocador, despedían aquellos destellos movibles. Aquí y allá estallaban por donde menos se esperaba. Cada vez que se abría una puerta de espejo del armario lanzaba pequeños rayos, de colores cambiantes, que huían por el techo, las paredes y la ventana. Corrían por el suelo, bordeando la alfombra, y llegaban hasta la puerta entreabierta, donde Gabriela, asomada a la rendija, miraba lo que ocurría allí dentro. Únicamente en estas ocasiones —cuando Mamá dejaba por descuido la puerta entreabierta—, Gabriela «asistía» —si así puede llamarse— a aquellas reuniones, y, desde luego, sin que Mamá ni sus hermanas lo supieran. Aspiraba con deleite el perfume que inundaba la habitación y llegaba por la rendija hasta su nariz. Era el mismo que se percibía ciertas noches en que Mamá iba al teatro; se acercaba a sus camitas, las besaba y rozaba el embozo de la sábana con su largo collar de perlas. Durante mucho rato, allí quedaba el recuerdo de su perfume. Pero Gabriela no era admitida en el Cuarto de Mamá, ni en los secretos de las niñas. Desde la rendija las veía cuchichear, hacerse mimos, contarse cosas al oído, el brazode una alrededor del cuello de la otra… Allí dentro, las hermanas de Gabriela jugaban a «señoras», y Mamá les dejaba probarse sus brazaletes, sus collares… Incluso, a veces, se ponían un camisón de Mamá y fingían vestir largos y bellísimos trajes de noche. Las tres se divertían mucho con estas cosas. Sus risas hacían bailar los pendientes en las orejas de las niñas —unos pendientes largos, de señora— y, viéndolos, Gabriela creía percibir un leve tintineo de cristal. Alguna vez —Gabriela no sabía si de verdad o de mentira—, Mamá les dejaba ponerse aquel perfume (una gotita sólo) detrás de las orejas. Hasta que Mamá, de repente, con ojos de pensar en algo muy distante, las besaba deprisa, daba unas palmaditas en el aire y las despedía.
¡Sí se puede! de Ada Colau y Adrià Alemany
Esta es la historia de cómo unos pocos, en nombre de otros muchos, pelearon durante años por abrir un debate público sobre las condiciones abusivas de la ley hipotecaria española; de cómo lograron poner en marcha una Iniciativa Legislativa Popular, apoyada por un millón y medio de firmas, que, pese a encontrar muchos obstáculos, fue admitida a trámite en febrero de 2013, tras cambiar —por primera vez en la historia de la democracia española— la posición de la mayoría parlamentaria, y de cómo el Tribunal de Justicia Europeo dictaminó, un mes después, que la norma hipotecaria española contiene cláusulas abusivas, lo que permitirá, a partir de ahora, que los jueces puedan paralizar los procesos de desahucios en marcha. Un éxito en toda regla de quienes, desde la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, liderados por Ada Colau, promueven que la ley española contemple la dación en pago retroactiva en caso de impago, la moratoria de los desahucios y el alquiler social de las viviendas vacías que queden en manos de entidades bancarias. Un objetivo que ahora, por primera vez, ya no parece una utopía.
Ficha del libro
Los nuevos amos del mundo (Y la lucha de aquellos que se resisten a dejarse engullir por la globalización) de Jean Ziegler
Cada siete segundos muere de hambre un niño menor de diez años. La mayo- ría de las veces es víctima de un único verdugo: los señores del capital financiero globalizado que buscan sin contemplaciones el beneficio económico. Pero ¿quiénes son en realidad? ¿De dónde emana su poder?
En el nuevo mercado globalizado, los altos ejecutivos de las multinacionales y los especuladores bursátiles son de- predadores que acumulan dinero, destruyen la fuerza política de los Estados y devastan la naturaleza y a los seres humanos. Ziegler muestra su verdadero rostro, analiza sus discursos y denuncia sus métodos. Desentraña también las turbias maniobras de estas instituciones, desmonta la ideología que las inspira y señala sin medias tintas el papel que en su seno desempeña en la sombra el imperio norteamericano.
Ficha del libro
De la bolsa a la gloria (Los protagonistas del capitalismo popular en España) de Manuel López Torrents
César Alierta, Manuel Pizarro, Pedro Guerrero, Ignacio Garralda, Salvador García-Atance, Francisco González y Juan Carlos Ureta son algunos de los nombres que han capitaneado la gran explosión económica de España de finales del siglo XX. Desde la bolsa, donde dieron sus primeros meros pasos, han llegado a las grandes empresas y a la política, para convertirse en protagonistas directos y en gran medida en responsables del definitivo desarrollo económico de nuestro país.
Agentes de cambio y bolsa en los ochenta, la llegada de la moderna Ley del Mercado de Valores hizo que todos ellos decidieran crear sus propias agencias de valores, una auténtica cantera de talentos de la que salieron nuevos emprendedores que replicaron sus pasos. Pero también se nutrió de ellas la política. De hecho, con el tiempo, to- das esas sociedades —AB Asesores, Beta Capital, Renta 4, FG Valores e Ibersecurities, de las que López Torrent explica los entresijos— han demostrado ser el lugar en el que despuntaron algunos de las mentes más agudas del panorama nacional, las que ahora, en muchos casos, siguen moviendo los hilos.
Ficha del libro
La revolución de la fraternidad (Libertad. igualdad... y amor solidario) de Paloma Rosado
¿Dónde ha quedado la fraternidad en la construcción de nuestro mundo? ¿Es hoy un término en progresivo desuso? Puede que lo sea, pero lo cierto es que, pese a todo, va a ser la gran protagonista de los próximos años. Las últimas investigaciones neurocientíficas van a hacerle justicia, porque en los laboratorios se ha constatado que la fraternidad es la llave de la felicidad. De la concreta y cotidiana, la que da sentido a la vida del ser humano. Ahora sabemos que el bienestar individual y social se construye con la suma comunitaria y no con la resta competitiva, que el altruismo es el camino más recto para llegar a la felicidad, que se puede hacer crecer el amor compasivo a través de la práctica voluntaria… En definitiva, que la revolución fraternal está en nuestras manos y ya es imparable.
Ficha del libro
Francisco, el papa del pueblo de Mariano de Vedia
La fumata blanca que el 13 de marzo de 2013 apareció sobre el techo de la Capilla Sixtina auguraba una sorpresa que conmovió a la cristiandad y al mundo. El nuevo papa, que no había entrado en las quinielas ni de los más conspicuos vaticanistas, no era italiano, ni siquiera europeo. El sustituto de Benedicto XVI era el jesuita argentino Jorge Bergoglio, de 76 años, que ya había sido candidato al anillo de San Pedro justamente en el cónclave que eligió como máximo rector de la Iglesia Católica al teólogo alemán Joseph Ratzinger. El cardenal Bergoglio, ahora el papa Francisco, primer pontífice latinoamericano, ha desatado una ola de profunda simpatía con sus primeras comparecencias, refractarias al protocolo intocable a que nos tenía acostumbrados el Vaticano, y ha abierto una expectativa de cambio y regeneración en la Iglesia que muchos estaban esperando. Pero, más allá de estos gestos y de este nuevo estilo abierto, ¿quién es Jorge Bergoglio?, ¿cuál es su verdadera historia?, ¿cuáles son los hitos de su dilatada hoja de servicios a la Iglesia?, ¿fue o no fue adecuada su actuación frente a la cruel dictadura argentina?, ¿cómo y por qué un argentino y jesuita ha logrado ocupar la silla de Pedro, por primera vez en 2.000 años?, ¿cuáles son sus planes para la Iglesia del siglo XXI? Estas y otras cuestiones pondrá en claro el autor de esta primera gran biografía de Francisco, el papa del pueblo.
Ficha del libro