Sapphira y la joven esclava de Willa Cather
ISBN: 978-84-15578-91-8 Encuad: Rústica Formato: 13 x 20 cm Páginas: 272 PVP: 22,70 €
Black Creek Valley, Virginia, 1856. Sapphira Colbert es una de las pocas propietarias que mantienen esclavos en sus tierras. Una práctica que su marido, Henry, considera cada vez más difícil de defender. Sapphira, matriarca implacable, confinada a una silla de ruedas, maneja con mano de hierro la propiedad con ayuda de su fiel criada negra, Till, y de la hija de esta, la joven y bella Nancy.
Henry es dueño de un molino, pero no solo trabaja en él, sino que duerme allí cada vez que puede ya que su matrimonio constituye una mera formalidad. La vida de Sapphira es monótona. Tiene mucho tiempo para pensar, y cuando descubre que su marido desea que solo sea Nancy quien ordene su habitación en el molino, empezará a sospechar de ellos y su ira hará que se desate un enorme poder de resentimiento contra la niña esclava.
Ficha del libro
En esta mañana de marzo de 1856, a las ocho en punto, Colbert entró en el comedor. Venía del molino, donde ya llevaba dos horas trajinando, si no más. Le dio a su esposa los buenos días, expresó su deseo de que hubiese dormido bien y tomó asiento en el butacón de respaldo alto situado en el extremo opuesto de la mesa, frente a ella. Un anciano de color, con el pelo blanco y una chaqueta de algodón a rayas, le trajo el desayuno. El ama sirvió el café de una cafetera de plata que descansaba sobre cuatro patitas curvadas. La porcelana era de la mejor calidad (como todas las cosas que el ama poseía), sorprendentemente fina para tratarse de la mesa de un molinero rural de los bosques de Virginia. Ni el molinero ni su esposa eran nativos de la zona: procedían de un condado mucho más próspero, al este de Blue Ridge. Constituían una pareja peculiar para Back Creek, si bien hacía ya más de treinta años que vivían aquí. El molinero era un hombre de porte robusto y poderoso, cuya estatura se correspondía con su peso. Lucía una abundante mata de pelo negro, todavía húmeda de haberse lavado la cara y la cabeza antes de subir a la casa; se había pasado los dedos por el pelo, que se le veía de punta y algo ahuecado. Tenía una cara rellena, cuadrada y ostensiblemente rubicunda; un curtido bronceado le otorgaba un tono marrón rojizo, como el de un oporto añejo. Iba completamente afeitado, algo nada habitual en un hombre de su edad y posición. Como excusa, aducía que la barba de un molinero se cubría de polvo de harina y que cuando el sudor le resbalaba por el rostro, la harina se mojaba y le dejaba la barba grumosa. Su semblante lo definía como un hombre de carácter recto, franco y decidido. Solo sus ojos resultaban inquietantes: oscuros y graves, rehundidos bajo un ceño cuadrado y poblado. Aquellos ojos, reflexivos, casi soñadores, parecían desentonar con el simple vigor de su cara. De haber nacido mujer, las largas pestañas le habrían granjeado más de una conquista. Colbert dirigía su molino con tesón. Es más, podía decirse que se dejaba la vida en él. Se le conocía por ser justo en los tratos, y se había ganado la confianza de una comunidad en la que ingresó como un forastero. Pero igual que se había ganado la confianza, contaba con escasas simpatías entre sus vecinos. La gente de Back Creek y de Timber Ridge y de Hayfield no olvidaba jamás que Colbert no era uno de los suyos. Era callado y poco comunicativo (un rasgo que les desagradaba en extremo), y la ausencia de acento sureño en él equivalía casi a un acento extranjero. Su abuelo había emigrado desde Flandes. Henry había nacido en el condado de Loudoun y en su vecindario todos eran colonos ingleses. Así que hablaba la misma lengua que ellos. La hablaba con claridad y rotundidad, y en Back Creek esa no era una forma de hablar del todo amable.