Con Vidas de vidas. Una historia no académica de la biografía (Entre Marcel Schwob y la tradición hispanoamericana del siglo xx), Cristian Crusat ha escrito un ensayo tan documentado y pasional como el mismo material con el que ha trabajado: arrancando desde una particular historia no académica del arte biográfico -De Quincey, Aubrey, Diógenes Laercio, Boswell-, Vidas de vidas traza un mapa complejo y apasionante de una de las tradiciones más subyugantes y originales del siglo xx: la "vida imaginaria".
Tomando principalmente la obra de Marcel Schwob, Crusat logra dejar al descubierto todos los puentes que se tienden entre el pasado y el presente para desvelar los mecanismos de este microgénero que se prolonga y consolida en la literatura en español con los deslumbrantes casos de Borges, Reyes, Wilcock, Bioy Casares y Bolaño.
Riguroso y creativo al mismo tiempo -constantemente salpicado de anécdotas y líneas de fuga que pasan de autores como Tabucchi o Kiš a Jaeggy o Michon-, Vidas de vidas hace visible y coherente esa importante constelación de autores tan diferentes, una tradición consciente, reconocible y uniforme, que en este libro se transforma en una nueva forma de leer la historia de la literatura.
Un libro sobre libros que le ha valido a Cristian Crusat el VI Premio Málaga de Ensayo, una lectura sobre lecturas en la que se conjugan las visiones creativa y comparatista de las tradiciones europeas y americanas del siglo xx, porque "vista así, la historia literaria confirma su naturaleza flexible, maleable y simultánea, características todas -también- de la dimensión imaginativa del hombre".
El propósito que guía el presente libro es el de desvelar los singulares mecanismos que subyacen tras esta tradición de autores hispanoamericanos, una de las más originales del siglo xx. Y si bien Vies imaginaires, de Marcel Schwob, obra precursora de toda esta tradición, fue escrita en francés, cabe reseñar que ha acabado configurando en las letras hispanoamericanas, gracias a autores mexicanos, argentinos o chilenos, una auténtica morada literaria -en la terminología de Claudio Guillén (2007)-, esto es, un conjunto de procedimientos, modelos, temas o formas relacionados entre sí. A grandes rasgos -y con Vies imaginaires como auténtica piedra de toque de toda esta tradición-, Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges, y Crónicas de Bustos Domecq, de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, se alzan como la principal referencia -por sus mordaces y disparatadas peripecias- para Juan Rodolfo Wilcock y Roberto Bolaño, los últimos eslabones de esta tradición, cuyos compendios acometerán su corrosivo ataque a la razón tecnológica (La sinagoga de los iconoclastas) y a la institución literaria (La literatura nazi en América) mediante una radical y despiadada ironía: exagerando, ridiculizando, ambos libros parecen poner en solfa la tradición enciclopedista surgida durante la Ilustración, satirizando tanto los temas culturales y literarios propios de la modernidad como los excesos tecnocráticos y totalitarios del siglo xx. Pero esto no era nuevo, pues las Vies imaginaires proponían fundamentalmente una lectura individualizada, irónica y carente de la dimensión moral y ejemplarizante de la Historia que había caracterizado tradicionalmente al género: este fue el principal hallazgo de Schwob y la razón por la que este modelo biográfico se condijo con las necesidades de Borges para su Historia universal de la infamia.
La tarea impuesta conduce al terreno de la Literatura Comparada, a sus preocupaciones, enfoques y desafíos. La perspectiva interhistórica y supranacional inherente a dicha actitud comparatista implica que no existe un canon deslindable y que es recomendable superar una visión nacional o nacionalista de la literatura, asumiendo la ambición estética de trascender el conocimiento de una literatura concreta. Además, todas estas obras se analizarán a partir de las claves ofrecidas por Marcel Schwob en su fundamental prólogo de Vies imaginaires, pues esas páginas, mediante sus alusiones y referencias específicas, instauran una historia no académica del arte biográfico. A través de los libros enumerados en su prefacio, Schwob impone un modelo de biografía que -como se comprobará- perdura hasta nuestros días, definido por el predominio de la historia interna (esto es, los aspectos más subjetivos, a menudo coloreados libremente por la imaginación del narrador) frente a la más convencional historia externa o "histórica" (consistente en los meros datos comprobables) 10. Cabe afirmar que se trata de un proceso tan concreto como fecundo en la literatura contemporánea, el cual se podría resumir mediante la siguiente aseveración: "No tenemos por qué saberlo todo del hombre. Menos que todo puede ser el hombre" (DeLillo, 2007: 10). Y a pesar de que determinados trabajos han estudiado la peculiar naturaleza del proyecto de Schwob, resulta de todo punto necesario un acercamiento exhaustivo a la fortuna literaria del escritor de Vies imaginaires que tenga en cuenta la reestructuración completa que esta obra genera en el seno de la historia de la literatura biográfica y en la literatura escrita en español, así como las estrategias que se fraguaron por parte de los autores que se integraban en dicha tradición biográfica y también sus aportaciones al modelo original. La lectura de todos esos libros no solo obligará a releer los ejemplos de Schwob y de sus precursores desde un nuevo paradigma de posibilidades, sino que revelará vínculos insólitos entre ellos, dando cuenta una vez más de la condición dialógica de la historia literaria. En definitiva, la "vida imaginaria" nos recuerda que es posible consumar más destinos que aquellos que nos forjamos a duras penas.
¿Qué distancia separa el dolor de la felicidad? Un pastor evangelista gitano proclama ante sus enardecidos fieles en un poblado chabolista que la distancia entre uno y otra es de ocho centímetros. En ese intervalo mínimo se sitúan las historias de Nuria Barrios, intensas y vibrantes: allí donde no todo está perdido, donde la escritura hace reconocibles umbrales que raramente se nos muestran. Estos once relatos tienen aristas y brillan con dureza. Son once diamantes. Cortan. ¿No es acaso lo que esperamos de la literatura? Que indague, que nos ilumine, que nos duela.
De Nuria Barrios se ha escrito: "Sabe crear tensión, imagina situaciones tan estrambóticas como atractivas y tiene la extraña capacidad de resultar igual de creíble cuando narra con voz masculina que cuando narra en femenino", La Vanguardia; "Lúcida, irónica, Nuria Barrios nos sumerge en historias, a veces trágicas y a veces cómicas", Qué leer; "Una voz singular, un punto de vista único", El Correo; "Nuria Barrios tiene una mirada muy inquietante para descubrir el enredo de los sentimientos, la bulla y fragilidad del animal racional", El País; "Un libro descarnado, irónico, corrosivo", ABC.
Encontraron en un esquinazo un local tan angosto que la barra parecía pegada a la puerta de entrada. El camarero y un hombre acodado en el mostrador tenían la vista clavada en el televisor, colocado en una repisa elevada. Retransmitían un partido de fútbol y, en el aire rancio del bar, brillaban los colores distorsionados de la pantalla: el verde tropical del césped, la piel roja de los jugadores. Pidieron dos botellas de agua; el camarero se limpió con desgana las manos en un trapo mugriento antes de tendérselas. El marido compró también una cajetilla de Marlboro y salieron a la calle a esperar.
Había una mesa metálica con tazas de café vacías y trozos de pan. Ella colocó las tazas en el suelo y apartó las migas de la mesa con una servilleta de papel. No había árboles en el barrio; los edificios de ladrillo se sucedían frente a ellos como un paredón. La ropa tendida en las ventanas colgaba inerte en el calor. Un hombre joven con una camiseta negra y unos pantalones de chándal negros con grandes letras doradas entró en el bar con un pitbull sujeto por una correa muy corta.
El marido encendió un pitillo.
-Este barrio invita a delinquir -murmuró, tras exhalar
el humo, que pareció quedar detenido en el aire abrasador antes de desaparecer.
Ella sonrió, mientras limpiaba la boca de la botella de plástico.
-Tenías que haber visto estas calles hace años. -Dio un sorbo y señaló uno de los bloques que había en la acera de enfrente-. La familia que vivía en el primero serró la barandilla de la terraza para colocar una escalera y los hijos subían y bajaban a la calle por ella. Y mira ahora, no hay una sola terraza que no tenga rejas.
Ya no hablaron más. Cuando faltaban diez minutos para las ocho, se levantaron y se dirigieron a la iglesia. La mujer cogió la mano de su marido, el estómago encogido por los nervios.
La muerte juega a los dados es un libro capaz de situarse en la frontera de los géneros y de la ficción misma. En una casa de la clase alta de Buenos Aires aparece un hombre con un disparo en la sien. Estamos en 1936. A partir de este relato, se teje una compleja red de historias que, en general, ha sido exclusiva de la novela. Clara Obligado desarrolla, al mismo tiempo, una narración policíaca y una saga familiar que llega hasta nuestros días, una colección de cuentos de brillante arquitectura cuyos afluentes arrastran al género hacia caminos nuevos.
Elaborada y precisa, experimental en muchas ocasiones, la escritura de Clara Obligado -que obtuvo el Premio Setenil al mejor libro de cuentos del año con El libro de los viajes equivocados- es capaz de emocionar y atrapar al lector. Pero, sobre todo, es capaz de sorprenderlo.
De Clara Obligado se ha escrito:
"Hay tantas sensaciones, tantos aromas, tanta vida en estos cuentos que sin duda la elección de cualquiera será igualmente acertada, seguro", Javier Goñi, El País (España);
"Un poderoso conjunto de relatos", Matilde Sánchez, Clarín (Argentina);
"Un libro en el que un torbellino de azares y coincidencias comunica y cruza las diversas historias (...). Hay joyas que conmocionan al lector", Ernesto Calabuig, El Cultural (España).
Esa misma mañana, Alma, hija única del matrimonio Lejárrega, soportaba las clases de francés de Mme. Tanis. Había perdido dos semanas de colegio porque se había caído de su pony en "Los naranjos" y le estaba costando recuperarse. Le dolía un poco la rodilla cuando la institutriz la obligaba a sentarse recta y le señalaba los objetos de su habitación con su dedo afilado. Los ojos grises de halcón clavados en ella. La niña sudaba nerviosa hasta que Mme. Tanis daba por terminada la clase y la llevaba en volandas al baño. Había que ducharse con mucho jabón. ¡Hueles mal!, le decía, ¡no toquetees a tu madre, te pringas con ese empalagoso perfume de lilas! ¡Las niñas buenas no huelen a lilas! La institutriz tenía olfato de lebrel y siempre vestía de negro. Llevaba el pelo gris férreo peinado en un rodete tirante y, cuando iba a buscarla al colegio, se calaba un sombrero de alas anchas, sostenido por alfileres, que la hacía parecer aún más imponente. Era delgada, dura por dentro y por fuera, elegante, sí, pero de una manera repetitiva. Alma le tenía miedo y, siempre que podía, se escapaba a la recámara de su madre. A veces lograba trepar a su regazo y acercaba la naricilla al cuello largo, trataba de robar el aroma de esa melena roja que se desplegaba como el oleaje. Hundirse en los remolinos de la nuca, ahogarse en el perfume mareante de mamá. ¿Por qué no tengo tu pelo rojo? Y mamá, siempre un poco tensa, la alejaba de su cuello y le acariciaba los rizos cortos mientras susurraba: rubio es más bonito, mi niña preciosa, te pareces a Shirley T. Entonces Alma sonreía con sus preciosos hoyuelos y se prometía ser eternamente buena, como Shirley Temple en la pantalla.
-Te quiero tanto. Te quiero, ricitos de oro. Vamos a hacer una pajarita de papel. Los dedos finos de mamá, las uñas rojas, el anillo de brillantes que corta el aire plegando y desplegando, tris-tras, tris-tras. Magia.
-Para tener suerte, hay que hacer mil.
-¿Y para qué sirven?
-Para nada, mi amor, las cosas bellas nunca sirven para nada.
Siempre repite lo mismo, en el mismo orden: el pelo, Shirley T., las pajaritas, las cosas bellas. Abre el cajón del tocador. Dentro, junto al perfume de lilas, Alma ve el nido de las pajaritas blancas, con su piquito doblado.