Capital de John Lanchester
Todos viven o trabajan en una calle de Londres; algunos se conocen, otros no, pero casi todos acabarán cruzándose. Roger Yount es un banquero de la City que espera una prima anual suficiente para pagar su segunda vivienda; ya tiene dos coches y también quisiera tener dos mujeres. Y que la segunda fuera menos manirrota que la oficial, que no da golpe. Antes de conseguir lo que sueña, se queda sin trabajo, cargado de deudas y al cuidado de su hijo menor, porque su todavía única mujer lo abandona temporalmente. Ahmed es un pakistaní que tiene una tienda y dos hermanos, uno vago y fundamentalista, otro trabajador y demócrata. Cuando llega su madre de Pakistán, está dispuesta a criticarlo todo menos al hijo enloquecidamente religioso... También está Petunia, una anciana que no sabe que en su casa hay escondido medio millón de libras. Y Zbigniew, el albañil polaco, y Smitty, un artista del escándalo y cuyo verdadero nombre nadie conoce, y sólo sabemos que es nieto de Petunia... Entretanto, la crisis económica acecha a Londres, y al mundo, y cada uno de los vecinos de la calle recibe una postal entre amenazante y siniestra que dice «Queremos lo que usted tiene». ¿Será su vivienda, sus tesoros escondidos, sus deseos, los confesados y los inconfesables? Capital combina una gran novela de «vidas cruzadas», como lo hicieran en el pasado Joseph Roth, John dos Passos o Stefan Zweig, con grandes frescos contemporáneos, y el resultado es un microcosmos espléndido, irresistible, que sólo una gran novela, o la vida, pueden contener. «Leer Capital es como estudiar un curso intensivo sobre la transformación de las costumbres y las diferencias de clase de los británicos» (The New York Times). «Asombrosamente buena; dudo de que este año haya una novela mejor» (Andrew O’Hagan). «Rebosante de perspicacia, empatía y entusiasmo, su retrato del mestizaje de la metrópolis es, desde todo punto de vista, un gran logro» (Peter Kemp, The Sunday Times). «Un abigarrado, irresistible relato de la vida en Londres, un retrato precrisis de codicia, miedo y dinero... Lanchester mueve los hilos de todas estas vidas cruzadas con una pericia infinita. Y la veta de ironía, de ingenio, de comicidad que recorre todo el libro, hace que sea una delicia leerlo» (The Times). «Capital procede de una gran tradición de novelas llenas de noticias del aquí y ahora, en las que las complejidades del momento presente son observadas con inteligencia y gusto, y brillantemente dramatizadas. Y es evidente que su inteligencia, sus personajes, su comprensión de la realidad, la amplitud de su visión, fascinaran también a los lectores del futuro» (Colm Toibín). «La gran novela del Londres del siglo XXI» (Leo Robson, New Statesman).
Ficha del libro
Petunia no se creía mujer que lo hubiera «visto todo». Pensaba que había tenido una vida limitada y monótona. A pesar de todo había vivido dos terceras partes de la historia de la calle y había visto mucho, fijándose en muchas más cosas de las que admitía y juzgando lo menos posible. Sobre este particular opinaba que Albert había emitido juicios suficientes por los dos. La única laguna detectable en sus vivencias de Pepys Road se refería al momento en que había sido evacuada durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, ya que había pasado de 1940 a 1942 en una granja de Suffolk. Era una época en la que prefería no pensar, no porque nadie la hubiera hecho sufrir –el granjero y su señora fueron de lo más amable, todo lo amables que el incesante trabajo manual les permitía ser–, sino porque echaba de menos a sus padres y su agradable vida familiar, con jornadas jalonadas por el momento en que el padre volvía del trabajo y el té que tomaban juntos a las seis. Lo irónico fue que a pesar de ser evacuada para que no la alcanzaran las bombas, había estado allí la noche de 1944 en que una V-2 había caído diez casas más abajo. Había sido a las cuatro de la madrugada y Petunia recordaba aún que la explosión había sido más una sacudida física que un estruendo: la echó con fuerza de la cama, como un compañero cansado de dormir con ella pero que no quiere lastimarla. Aquella noche murieron diez personas. El funeral, celebrado en la enorme iglesia del parque, fue terrible. Era mejor celebrar servicios fúnebres los días lluviosos, cuando no se viera el cielo, pero aquel día fue despejado, soleado y luminoso y Petunia no pudo dejar de pensar en él durante meses. Apareció una furgoneta en la calle, redujo la velocidad y se detuvo delante de la casa. El motor diésel roncaba con tanta fuerza que los cristales vibraban. ¿Sería aquélla? No, la furgoneta reanudó la marcha, avanzó por la calle y dio un brinco al llegar a los badenes. En teoría estaban allí para aligerar el tráfico de la calle, pero lo único que conseguían era aumentar el ruido y la contaminación, porque los coches reducían la velocidad al llegar a los resaltos y luego aceleraban para alejarse. Desde que los habían puesto allí no había día en que Albert no se quejara de ellos: literalmente ni un solo día, desde que reabrieron la calle al tráfico hasta su repentina muerte. Petunia oyó que la furgoneta se detenía más abajo. Una entrega, aunque no de comestibles y no para ella. Era una de las principales cosas que había advertido en la calle aquellos días: las entregas. Sucedía con creciente frecuencia conforme aumentaba el postín de la calle, y allí estaba Petunia ahora, esperando una entrega para ella. Había una antigua expresión para describirlo: clientela selecta. Recordaba que su madre hablaba de «la clientela selecta». Hacía pensar en hombres con sombreros de copa y en coches de caballos. Ser parte de la clientela selecta, a mis años, pensó Petunia. La idea la hizo sonreír. Lo que había comprado era su comida y era un experimento de su hija Mary, que vivía en Essex. A Petunia empezaba a costarle ir de tiendas, no en exceso, pero sí lo suficiente para que la pusiera nerviosa el ir a la avenida y volver con más de una cesta. Así que Mary se había encargado de que le entregaran a domicilio una serie de productos básicos, de modo que una vez a la semana, todos los miércoles a la misma hora, entre las diez y mediodía, le llegaban los artículos más grandes y pesados. A Petunia le habría gustado más, mucho más, que Mary o Graham, el hijo de Mary, que vivía en Londres, la acompañaran a hacer la compra y la ayudasen personalmente; pero esta opción no se había tenido en cuenta. Volvió a oírse un motor de furgoneta, un motor más ruidoso esta vez, y la furgoneta pasó de largo, aunque no fue muy lejos; la oyó detenerse más abajo. Vio el logotipo por la ventana: ¡Tesco! Un hombre se acercó a su jardín delantero cargado con un palé y se las arregló hábilmente para abrir la verja con la cadera. Petunia se levantó despacio, apoyándose con ambas manos, y se detuvo un instante para no perder el equilibrio. Abrió la puerta.
Los hermanos Sisters de Patrick deWitt
Charlie y Eli Sisters viven en Oregon City y trabajan para el Comodoro, un magnate y quizá aspirante a político que mueve muchos hilos en las sombras y tiene múltiples y variados negocios. Los hermanos, todo hay que decirlo, son sus matones y a veces sus verdugos. Y ahora van rumbo a Sacramento, en California, a cumplir un nuevo trabajo para su jefe, acabar con Hermann Kermit Warm, un buscador de oro. Porque la novela transcurre en 1851, en plena fiebre del oro. No se sabe muy bien en qué río aurífero se encuentra Warm, y el comodoro ha enviado por delante a Morris, el dandy, que también trabaja para él y tiene que averiguar su paradero y seguirlo, para entregárselo a los Sisters. Y la novela no es sólo la historia del encuentro con el excéntrico, sabio y aventurero Hermann Kermit Warm, a quien no saben por qué deben matar, sino que es también el camino, la cambiante relación entre los dos hermanos y los encuentros y aventuras que en esa deriva por el lejano Oeste se suceden: vagabundos, locos, burdeles, putas y hasta una peculiar contable que fascina a Eli, el menor de los hermanos, un moralista transitoriamente amoral a quien a veces le pesan su oficio y su soledad. Una novela muy seductora, negra y divertida. Los críticos han comparado a su autor con Cormac McCarthy, pero éste es más bien hijo de Faulkner, mientras que deWitt es sobrino de Mark Twain y primo hermano de los hermanos Coen, si de parentescos literarios se trata. «DeWitt ha escrito una novela del lejano Oeste que subvierte el género, emocionante, divertidísima e inesperadamente conmovedora» (Publishers Weekly). «El autor cabalga por un sendero paralelo a la huella de Cormac McCarthy, pero se desvía con frecuencia al territorio de lo cómico para producir una narración salvajemente divertida, estremecedoramente violenta e iluminada a veces por la tristeza» (Ron Charles, The Washington Post). «Una escritura soberbia, cada capítulo es un cuento en sí mismo, apoyado en la fascinación por los aforismos de Eli... En Los hermanos Sisters, una diabólica combinación de Laurel y Hardy y Butch Cassidy and the Sundace Kid (con un toque de don Quijote y Sancho Panza, para enfatizar la altísima apuesta literaria), deWitt ha creado otra pareja de ficción inolvidable» (Catherine Taylor, The Telegraph). «Un western con una audaz y hermosa estructura de novela picaresca… La novela es a menudo conmovedora, siempre divertida y, sobre todo, muy original» (New Statesman). «Estremecedora... algo así como Valor de ley contada por Tom Waits» (Tom Chiarella, Esquire). «Bienvenidos al salvaje y estrepitoso Oeste de la chispeante, imprevisible fábula de Patrick deWitt. Exquisitamente original, arrebatadoramente divertida, la novela te seduce desde la página uno y quisieras que la última cabalgata hacia el sol poniente no llegara nunca» (Boston Globe). Ficha del libro
Aparté la botella y le pregunté por los detalles del trabajo. Teníamos que ir a California para encontrar y matar a un buscador de oro llamado Hermann Kermit Warm. Charlie sacó del bolsillo de su chaqueta una carta del sabueso del comodoro, un petimetre llamado Henry Morris que solía ir en avanzadilla para reunir información: «He estado vigilando a Warm durante varios días y puedo decir lo siguiente con respecto a sus hábitos y carácter: es en esencia un solitario, pero pasa muchas horas en las cantinas de San Francisco, leyendo sus libros de ciencia y matemáticas o haciendo dibujos en los márgenes. Lleva esos libros atados con una correa, como si fuese un colegial, lo cual provoca burlas. Es bajito, lo cual lo hace todavía más ridículo, pero, cuidado, no se le pueden hacer bromas sobre su tamaño. Le he visto pelear varias veces, y aunque habitualmente pierde, no creo que ninguno de sus contrincantes quiera volver a pelear con él. Entre otras cosas, por ejemplo, muerde. Es calvo, con la barba pelirroja, brazos largos y desgarbados, y un vientre prominente digno de una embarazada. Se lava muy de tarde en tarde y duerme donde buenamente puede: establos, portales e incluso en la misma calle. Cuando entabla una conversación, sus maneras son bruscas y poco agradables. Lleva una cría de dragón metida en una faja atada a la cintura. No bebe muy a menudo, pero cuando por fin se decide a empinar el codo, lo hace hasta acabar completamente borracho. Paga su whisky con pepitas de oro que guarda en una bolsita de cuero que lleva colgada de un cordel y oculta entre los pliegues de las varias capas de ropa con las que viste. No ha abandonado la ciudad ni una sola vez desde que yo estoy aquí y no sé si planea volver a su concesión, que está a unos quince kilómetros de Sacramento (adjunto mapa). Ayer en la cantina me pidió fuego dirigiéndose a mí con amabilidad y por mi nombre. No tengo ni idea de cómo lo ha averiguado, ya que nunca ha parecido percatarse de que lo seguía. Cuando le pregunté cómo sabía quién era yo, se puso agresivo y opté por marcharme. No me preocupa, aunque hay quien dice que posee una mente inusitadamente privilegiada. Admito que es singular, pero tal vez sea lo más cercano a un piropo que puedo decir sobre él.» Junto al mapa de la concesión de Warm, Morris había dibujado un emborronado retrato del tipo; tan tosco y confuso que si de pronto lo tuviera a mi lado, no lo reconocería. Se lo comenté a Charlie, que dijo: –Morris nos espera en un hotel de San Francisco. Él nos señalará a Warm y nosotros haremos nuestro trabajo. He oído que es un buen sitio para matar a alguien. Cuando no están ocupados incendiando la ciudad entera, están distraídos con la inacabable reconstrucción. –¿Y por qué no lo mata el propio Morris? –Siempre preguntas lo mismo y yo siempre te contesto lo mismo: no es su trabajo, es el nuestro. –No tiene ni pies ni cabeza. El comodoro me recorta el salario pero le paga a ese inepto sus honorarios y sus gastos sólo para que Warm se percate de que lo están vigilando. –No puedes llamar a Morris inepto, hermano. Es la primera vez que comete un error, y lo ha reconocido abiertamente. Creo que el hecho de que lo haya descubierto dice más de Warm que de Morris. –Pero ese tipo pasa la noche en la calle. ¿Qué le impide a Morris pegarle un tiro mientras duerme? –¿Qué te parece el pequeño detalle de que Morris no es un asesino? –¿Y entonces para qué lo envía allí? ¿Por qué no nos envió a nosotros hace un mes? –Hace un mes nosotros estábamos con otro trabajo. Te olvidas de que el comodoro tiene muchos intereses y preocupaciones y sólo puede hacerse cargo de ellos de uno en uno. Un trabajo precipitado es un mal trabajo, son sus propias palabras. Sólo tienes que admirar su éxito para darte cuenta de que está en lo cierto. Cómo ser mujer de Caitlin Moran
No hubo nunca mejor época que ésta para ser mujer: tenemos el voto y la píldora, y desde 1727 ya no nos envían a la hoguera por brujas. Pero, ¿cómo ser mujer? Esa es precisamente la gran, eterna pregunta a la que Caitlin Moran se propone responder en una obra que aborda a calzón quitado –a veces literalmente–, con inteligencia, desvergüenza e ironía y también una salvaje franqueza, los principales aspectos de la condición femenina. Mezcla de libro de memorias y de divertida vociferación, apoyándose siempre en sus experiencias como mujer, feminista e hija de una familia numerosa y proletaria, Caitlin Moran se describe con una sinceridad y una audacia militantes, y habla con absoluta sinceridad de su relación con su cuerpo. Y con la comida, con los hombres, con el trabajo, la sexualidad, la maternidad, el aborto. Pero también escribe sobre la importancia de Lady Gaga, y los errores y horrores de la depilación más íntima, o el botox. Y sobre mucho más. Así, alternando provocativas observaciones sobre la vida de las mujeres con historias ferozmente divertidas sobre sí misma, desnuda, deconstruye y arroja al fuego la imagen políticamente correcta de la mujer del siglo XXI. Y nos descubre página tras página esos secretos que se cuentan en voz baja las amigas verdaderas, y no esas equívocas colegas que jamás se quitan la máscara de la feminidad perfecta. «El feminismo, sostiene Caitlin Moran, es demasiado importante para que se lo dejemos a los académicos. Y su libro, tan brillante y tan necesario, tan implacablemente cómico y tan serio, es precisamente lo que el feminismo estaba esperando» (Frances Wilson, Times Literary Supplement). «Digámoslo de entrada: este libro es un bombazo. Hay frases que os harán reír a carcajadas, situaciones reales como la vida misma, y en las que os reconoceréis, asombradas. Y es muy, muy divertido... El gran mérito de Cómo ser mujer es que contribuye a la confianza en sí misma de las mujeres. Y nos recuerda que el sexismo, y todo lo que va unido a él, no sólo es represivo, sino aburrido y estúpido» (Miranda Sawyer, The Observer). «Una crónica ocurrente y atrevida de la feminidad contemporánea... Una escritora con talento, verdaderamente original» (Germaine Greer, The Times). «Muestra el lado irónico del feminismo más feroz y provocativo» (Paola Sara Battistioli, Tu Style).
Ficha del libro
–¡Sólo nos quedan seis horas de DIVERSIÓN! –digo–. Seis horas de FIESTA DE CUMPLEAÑOS. ¿Quién SABE lo que puede pasar? Después de todo, ¡ésta es una CASA DE LOCOS! Mi optimismo, por lo general, no tiene límites. Poseo todo el entusiasmo de una idiota. Ayer anoté en mi diario: «He cambiado la freidora de encimera, ¡y queda GENIAL!» En mi lugar favorito del mundo, la playa sur de Aberystwyth, desemboca un caudal de aguas residuales. Estoy absolutamente convencida de que la estúpida perra nueva es la reencarnación de nuestro perro anterior, aunque ella naciera dos años antes de que muriese él. –¡Son los ojos de Sparky! –insisto, mirando a nuestra estúpida perra nueva–. ¡Sparky NUNCA NOS DEJÓ! Poniendo los ojos en blanco con desdén, Caz me da su felicitación. Es una fotografía mía en la que ha dibujado una nariz que ocupa aproximadamente tres cuartas partes de la cabeza. «Recuerda: prometiste marcharte de casa al cumplir dieciocho años para que yo pueda quedarme con tu cuarto», ha escrito en su interior. «¡Sólo quedan cinco años! ¡A no ser que te mueras antes! Besos, Caz.» Weena tiene nueve años. En su felicitación también habla del día en que me vaya y le ceda mi cuarto: sólo que en su caso lo dicen unos robots, y eso lo hace menos «personal». El espacio está muy solicitado en nuestra casa, como prueba el hecho de que yo siga sin encontrar dónde sentarme. Estoy a punto de hacerlo sobre mi hermano Eddie cuando aparece mamá con un plato lleno de velas encendidas. –¡Cumpleaños feliz! –me cantan todos–. Fui al ZOO. Vi un MONO GORDO y ¡creí que eras TÚ!1 Mamá se agacha hasta el suelo, donde estoy sentada, y sujeta el plato delante de mí. –¡Sopla las velas y pide un deseo! –exclama alegremente. –No es una tarta –digo–. Es una baguette. –Rellena de queso Philadelphia –responde mamá, divertida. –Es una baguette –repito–. Y sólo tiene siete velas. –Eres demasiado mayor para una tarta –dice mamá, y sopla ella las velas–. ¡Y cada vela cuenta por dos! –Eso sumaría catorce. –¡No seas tan quisquillosa! Me como mi baguette de cumpleaños. Está deliciosa. Me encanta el queso Philadelphia. ¡Qué rico! ¡Tan bueno! ¡Tan cremoso!
Nacimiento de un puente de Maylis de Kerangal
El puente de Coca, en una California imaginaria, es el sueño de cemento y acero de un alcalde megalómano. Un proyecto que surge tras una estancia en Dubái, donde el político experimenta un rapto místico ante la proliferación de rascacielos, se contagia de la fiebre del progreso y decide propagarla en su ciudad. Pero la novela narra también la historia de todos aquellos que entretejen sus vidas con la construcción de la faraónica obra. Entre ellos, un minero chino de diecisiete años, una intendenta rusa, unos buscadores de oro, un conductor de grúas... Y, al mando, el jefe de obra, un ingeniero ególatra y alcohólico que surca el planeta de proyecto en proyecto en su afán de domesticar el espacio. Al ritmo de la construcción del puente, con el que el alcalde pretende acabar con el aislamiento económico del lugar, la novela discurre vital y violenta como la lucha entre los hombres y la naturaleza que éstos tratan de conquistar. Galardonada con el Premio Médicis y el Franz Hessel. «Un texto magnífico, trepidante, singular» (Raphaële Rérolle, Le Monde). «Original, palpitante, a menudo sorprendente, esta obra de arte acerca de una “obra” de arte es total» (B. Quiriny, Le Magazine Littéraire). «Un libro ambicioso y vibrante… Una verdadera obra de arte… ¡literario!» (Delphine Peras, L’Express).
Ficha del libro
El 15 de agosto de 2007, el New York Times anunció en sus páginas de «Business» la construcción de un puente en tres líneas breves en caja baja y letras de cuerpo 12 que en otros tan sólo suscitó cejas arqueadas; pensaron: vaya, hay gente que va tener trabajo; o bien, ya está, se relanzan mediante una política de grandes obras públicas, eso es todo. Pero las empresas de ingeniería hundidas en el fango de la crisis económica se pusieron en marcha mucho más rápido: sus equipos se apresuraron a buscar informaciones, a establecer contactos dentro de las empresas que habían suscrito los contratos, a infiltrar topos en ellas, todo con objeto de ocupar un buen puesto en la lista de candidatos y proveerlas de personal, de máquinas, de materias primas y servicios de todo tipo. Pero era demasiado tarde, la partida ya estaba jugada, los acuerdos firmados. Eran fruto de un proceso de selección lento y delicado que, aunque acelerado como si hubiese sido objeto de un procedimiento especial, tardó dos años en plasmarse en párrafos oficiales al pie de contratos de como mínimo ciento cincuenta páginas. Un calendario que parecía una carrera de vallas: septiembre de 2005, el municipio de Coca convoca una licitación abierta a participantes internacionales; febrero de 2006, se preseleccionan cinco empresas y, por añadidura, definen la licitación; 20 de diciembre de 2006, entrega de expedientes; 15 de abril de 2007, se designa a las dos empresas finalistas para la última etapa de selección; 1 de junio de 2007, el presidente de la CPNC (Comisión para el Puente Nuevo de Coca) proclama el nombre del vencedor: Pontoverde –agrupación de sociedades francesa (Héraclès Group), americana (Blackoak, Inc.) e india (Green Shiva Entr.)– se lleva el pastel. El concurso había impuesto un calendario infernal y sometido a presión a centenares de personas en todo el mundo. Hubo excitación y hubo gresca. Los ingenieros trabajaban duro quince horas al día y el resto del tiempo vivían con la BlackBerry o el iPhone pegado a la oreja, metido por la noche debajo de la almohada, y subían el volumen cuando entraban en la ducha o se machacaban en el squash o el tenis, ponían el vibrador a tope cuando iban al cine, e iban muy poco porque sólo pensaban en eso, en ese puto puente, esa puta licitación que les obsesionaba, les excluía de la vida. Pasaban las semanas, los niños se alejaban, las casas se ensuciaban y pronto no tocarían más cuerpos que el suyo. Hubo agotamientos nerviosos, depresiones, abortos espontáneos y divorcios, escarceos sexuales en los openspaces, pero no eran divertidos, no eran lúdicos, una simple ocasión al vuelo, y la incapacidad de resistirse a una promesa de placer cuando la nuca cruje y te has quemado las pestañas durante doce horas con los gráficos de Excel, accesos de fiebre convertidos en coitos rápidos, cualquier cosa, y finalmente, aunque atrozmente frustrados al anunciarse el ganador, a los rechazados les alivió no seguir adelante: habían envejecido, estaban agotados, muertos, sin más jugo que el de las lágrimas de cansancio vertidas en cuanto estaban solos en el coche al volver del trabajo, cuando la radio emitía una melodía de rock, un fragmento pletórico de juventud y de ganas de juerga, Go Your Own Way de Fleetwood Mac o cualquier cosa de los Beach Boys, y cuando anochecía y aparcaban en el garaje no se apeaban inmediatamente, sino que se quedaban en la oscuridad, con los faros apagados y las manos sobre el volante, y de pronto proyectaban abandonarlo todo, vender el piso, pagar los créditos y en marcha, todo el mundo descalzo dentro del coche hacia California.
La misma ciudad de Luisgé Martín
El día 10 de septiembre de 2001, Brandon Moy se encontró en Nueva York con un antiguo amigo que le hizo recordar todos aquellos sueños que habían compartido en la juventud y que él nunca había cumplido. Moy tenía una esposa a la que amaba, un hijo ejemplar, un apartamento envidiable en Manhattan y un trabajo de éxito, pero al recordar todo lo que había querido hacer en la vida sintió que había fracasado. A la mañana siguiente de ese encuentro, mientras él iba camino de su trabajo en las Torres Gemelas, los aviones de Al Qaeda las derribaron. Brandon Moy creyó que el destino le ofrecía una segunda oportunidad. La misma ciudad es la historia de esa segunda oportunidad. La historia de Brandon Moy en busca de sí mismo a lo largo de una geografía a veces tenebrosa. Un viaje a través de lo ilusorio de los sueños y del valor de la aventura como fuente de riqueza existencial. La misma ciudad, con un protagonista de muchas caras, es una novela brutal y refinada al mismo tiempo, que reúne la quintaesencia del mundo narrativo de Luisgé Martín. Después de La mujer de sombra, su novela anterior, que obtuvo una unánime y extraordinaria acogida crítica como una obra maestra «por el filo del abismo» (Enrique Turpin, La Vanguardia), Luisgé Martín nos brinda La misma ciudad, una joya literaria que lo confirma como uno de los mejores y más sólidos escritores de su generación. Ficha del libro
A partir de ese momento, su vida fue apacible. Gracias a su reputación profesional pudo cambiar de trabajo en tres ocasiones y alcanzar una posición financiera desahogada. Con la herencia de su suegro, que murió en un accidente, su esposa y él decidieron mudarse a un apartamento más grande, al lado de Central Park, y más tarde, en el año 1999, compraron una casa pequeña en Long Island para pasar allí las temporadas de vacaciones. Trataron de engendrar otro hijo antes de que a ella se le descompusiera el organismo por la edad, pero no fueron capaces de hacerlo. Como alternativa, compraron un cachorro de mastín que, pocos meses después, tenía un tamaño gigantesco y atronaba la casa con sus ladridos. La vida de Moy, de ese modo, se convirtió enseguida en un transcurso plácido e insustancial. Tenía casi todo lo que un hombre de su posición puede desear, pero ahora que lo había conseguido no comprendía muy bien cuáles eran sus provechos. Amaba a Adriana, su esposa, y nunca tenía con ella disputas comprometidas, pero a menudo se aburría cuando estaban juntos, de modo que si salían a cenar a algún restaurante o iban al teatro, él hacía todo lo posible para que algún otro matrimonio amigo les acompañara. El amor que sentía por su hijo Brent era aún mayor y de una naturaleza extraña, atávica, pero a pesar de ello no dejaba de pensar, a veces, que para cuidarle había tenido que renunciar a muchas de las costumbres que le habían hecho feliz durante la juventud: cuando nació, Adriana y él dejaron de ir a fiestas y a discotecas, guardaron en el trastero la tienda de campaña con la que se escapaban algunos fines de semana a las montañas de Catskill, cerca de Nueva York, y cancelaron los planes que habían hecho para viajar a los países de Europa que no conocían y al sur de la India, adonde él, que tenía un hermano mayor de modales hippies, había soñado siempre con peregrinar. El empleo que desempeñaba, resolviendo los asuntos legales de una compañía de servicios financieros, no le satisfacía ya, y el jefe a cuyas órdenes debía trabajar había llegado a convertirse para él, con el paso del tiempo, en una especie de ogro sanguinario y pánfilo que le atormentaba. Para triunfar profesionalmente y hacer fortuna con la abogacía había abandonado hacía años el ejercicio de la literatura, que en la época universitaria, cuando conoció a Adriana, era su mayor pasión. También había ido desinteresándose poco a poco de sus aficiones: ya no tocaba el saxofón nunca, salvo en alguna solemnidad especial en la que se lo rogaban, ni participaba en las reuniones de un círculo de debates políticos de Brooklyn del que era miembro. En su existencia, en fin, sólo había ya acontecimientos sin emoción y rutinas confortables. Todos los lunes, al salir del despacho, iba a una piscina climatizada de la calle 51 Oeste y nadaba durante casi dos horas para desentumecer los músculos del cuerpo, que después de la haraganería del fin de semana solían estar tiesos y doloridos. Luego regresaba a casa caminando, cenaba algo con Adriana y se tumbaba en la cama a leer algún libro hasta que le llegaba el sueño. El lunes diez de septiembre de 2001 tuvo que asistir en las oficinas de un pleiteador a una reunión de urgencia que se alargó mucho, pero a pesar de ello fue a la piscina y nadó durante dos horas, como solía, hasta que los pensamientos le desaparecieron de la mente y, rendido por el esfuerzo, el cuerpo se le templó. Era más tarde de lo habitual, pero no quiso tomar un taxi para volver a casa. Telefoneó a Adriana para avisarla del retraso y caminó con calma por Lexington Avenue, hacia el norte, y después por la calle 60, donde vivía. En ese camino, que era el que recorría todos los lunes un poco más temprano, pasó por delante del restaurante Continental, que al parecer en aquella época era uno de los más apreciados de la ciudad o tenía, al menos, una reputación exclusiva entre un cierto grupo de clientes distinguidos y modernos. Cuando viajé a Nueva York en junio de 2011, paseé por esas calles, siguiendo el recorrido de Brandon Moy, y busqué el Continental para ver cómo era, pero ya no existía. Según Moy, que nunca había llegado a entrar, el local tenía dos amplios ventanales descubiertos a ambos lados de la puerta, y a través de ellos, en el interior, se podía contemplar a los comensales con sus celebraciones. La luz era tenue y el ambiente, a pesar de la formalidad que reinaba, parecía siempre bullicioso y festivo. Alguna vez, al pasar por delante, Moy había pensado que podría llevar allí a Adriana para sorprenderla, pero luego nunca encontraba la ocasión de hacerlo. Pan de Knut Hamsun
Una de las obras maestras de juventud de Hamsun, Pan es un gran canto a la naturaleza del mágico norte de Noruega, convertido en el marco de una historia de amor. El joven teniente Glahn, un ser complejo, ermitaño, un enfermo incurable de spleen que vive una suerte de unión panteísta con el cosmos, recuerda un verano en Nordland, cuando vivía en una choza perdida en medio de la naturaleza, como Pan, el dios de los bosques. Pero en una de sus salidas de caza el teniente tropieza con la andrógina Edvarda. A partir de entonces, viven una apasionada historia de amor. Edvarda no se toma muy en serio su relación con el teniente y éste, el orgulloso convertido en pelele, utiliza a Eva, la sirvienta, como su esclava de amor. Cuando finalmente Edvarda se casa con un barón, se precipita la catástrofe. «El teniente Glahn, el héroe negativo de Pan… es un bárbaro que anhela volver a ser salvaje (Claudio Magris). «Una pequeña joya literaria. Me atrevería a decir que también es una obra maestra»(Ernesto Ayala-Dip, El Norte de Castilla). «Una de las novelas más hermosas que pueden leerse en esta vida» (Luis Alberto de Cuenca, Mercurio).
Ficha del libro
Perorata del apestado & Argos el ciego de Gesualdo Bufalino
Rescatamos, con prólogo de Jorge Herralde, dos novelas capitales en la obra de Gesualdo Bufalino. La trama de Perorata del apestado transcurre en un sanatorio para tuberculosos donde unos singulares personajes pelean débilmente consigo mismos y con los otros, en espera de la muerte. En esta novela autobiográfica destacan dos figuras memorables: el Gran Flaco, el impresionante médico del sanatorio, y Marta la bailarina, la enferma con la que el protagonista vive una historia de amor sin futuro. En Argos el ciego, el narrador, asediado por el invierno en un hotel de Roma, evoca, para curarse de sus accesos de angustia, antiguas aventuras en el corazón del Sur, en tiempos de su juventud. Resulta así un desdoblamiento en dos ciudades y edades distintas, con máscaras alternas. Un diario-novela que puede leerse como balada de las damas de antaño o como mea culpa de un viaje que vanamente se obstina en elevar a leyenda. «Perorata del apestado impresionó por la calidad de la escritura y la intensidad de la historia. Su segunda novela, Argos el ciego, confirma definitivamente el talento del narrador» (Franco Marcoaldi, Panorama). «Bufalino es un escritor extraordinariamente literario, un estilista de excepcional rigor» (Claudi Marabini, Il Resto del Carlino).
Ficha del libro
Se había convertido realmente en un juego querer o desquerer la muerte, en aquel verano del cuarenta y seis, en la habitación siete bis de la Rocca, adonde había llegado desde muy lejos, con un lóbulo del pulmón dañado por el hambre y por el frío, después de haber arrastrado conmigo, de estación en estación, con los dedos entumecidos en torno al metal del asa, una maleta de soldado, minúsculo ataúd de abeto para mis veinte años desjarretados. No poseía otro equipaje, ni contenía gran cosa dentro: un puñado de recuerdos secos, un revólver descargado entre un par de libros, y las cartas de una mujer que ahora estaba siendo devorada por la cal, entre Bismantova y el Cusna, bajo una mata de flores que había oído llamar aquileñas. A mí me estaban prometidas unas guirnaldas menos frígidas, apenas el permiso hubiera vencido y me hubiera cansado de reunir a la defensiva, como una formación de veteranos, los sentimientos supervivientes que me mantenían en vida. Ahora ya no faltaba mucho: había desaparecido la incredulidad y la vergüenza de los primeros momentos, cuando cualquier fibra sigue todavía convencida de que es inmortal y se niega a olvidarlo. Pero sobrevivía el rencor, aunque fuera bajo la especie de una locuaz piedad por mí mismo. Un rey forastero había venido a habitar bajo mis costillas, un innombrable minotauro, al que ofrendaba día tras día el tributo de una libra de mi vida. Era inútil que el corazón, que posee, no menos que la vista, un precioso poder de acomodación, se empeñara en repetirme que era yo quien había elegido aquel mal, para limpiar soberbiamente con mi sangre la sangre que ensuciaba las cosas, y curar, inmolándome en lugar de todos, el desorden del mundo. No servía. Nunca sirve, con el mero fin de consolarse de él, ennoblecer un destino que es forzoso padecer. Y por consiguiente, aunque yo me vanagloriara gustosamente de mi cristiana asunción de la culpa en unos versos escritos sobre un cuaderno de papel barato, no cesaba, en un recoveco de la mente, de estimarme un rehén provisional en manos del sanedrín, espiaba a hurtadillas los recursos de huida, alzaba los brazos sólo para fingir. Pronto acudirían a alancearme, bajo el patíbulo, unos sudorosos soldados, porque así debían hacerlo. Pero era hermoso, mientras tanto, aceptar la evidencia del día, el mandamiento de vivir que entonaban a porfía cada mañana las charangas de los cien mil gallos de la Conca d’Oro. Cualquier demora, por otra parte, servía para hacer cada vez más cavilosa y tierna la intimidad con el fin próximo, hasta el punto de asemejarla un poco a una esgrima amorosa: las mismas añagazas y negativas y astucias en la mirada y las mismas flaquezas de doncella, antes de la definitiva capitulación en la oscuridad. Así que no había día o noche, en la Rocca, en que la muerte no me exhalara encima su versátil y ubicua presencia; que yo no vislumbrara, en una rendija de luz o en una nubecilla de polvo, sus maquilladas facciones, ora de ángel ora de esbirro. Ella era el reloj de sol que dibujaba sobre el techo de mis insomnios las pantomimas del deseo; ella, el cepo que mordía mis talones; el mar de hojas que el sol transmuta en hormigueo de monedas de oro; ella, el cráter de obús, el in pace, las cuatro paredes del vientre donde nadie me busca.
Una música constante de Vikram Seth
Michael Holme es un violinista de gran talento, a quien su maestro auguraba una prometedora carrera como concertista, y que ha acabado como segundo violín en el Cuarteto Maggiore, una posición tan cómoda y sin expectativas como su propia vida, que transcurre gris y melancólica en un Londres igual de triste y melancólico. Incompetente para el mundo real, sólo dos pasiones le animan: Schubert y su violín, un Tononi que le regaló su primera amiga y mentora, Mrs. Formby, quien de niño le introdujo en los placeres de la música y la poesía. Pero el grueso caparazón que mantiene su fría y rutinaria existencia se ve de pronto roto por el azar: una tarde, en medio del bullicio de la ciudad, cree ver a Julia, una pianista a la que amó y perdió diez años atrás debido a sus dudas y a su incapacidad de enfrentarse a la realidad. A partir de ese momento Michael dedica todas sus fuerzas a reencontrarla, como si ese viaje desesperado al pasado fuera lo único que pudiera dar sentido a su vida. Y al hallarla, Michael descubrirá que el pasado es otra caja de Pandora, y que el abrirla le llevará a un viaje interior por los laberintos de la memoria y a otro viaje físico por Venecia y Viena en compañía de Julia, quien le revelará un terrible secreto que afecta a lo más íntimo de su ser y que es la cruel prueba de que nunca hay una segunda oportunidad. «Una de las novelas más importantes de los últimos tiempos» (Ponç Puigdevall, Presència). «Muy sutil e insólita novela... Si la estructuración compleja de Un buen partido afirmaba el rotundo talento de Seth, el cambio de registro viene a confirmarlo» (Robert Saladrigas). «Una fascinante narración sobre la pasión por la música y la pasión amorosa» (La Vanguardia).
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El secreto del mal de Roberto Bolaño
Este volumen viene a ser el torso –o la armadura inevitablemente incompleta– del que iba a ser el cuarto libro de relatos de Roberto Bolaño. El puñado de piezas y de esbozos narrativos aquí reunidos tiene por base un archivo de texto muy tardío en el que Bolaño estuvo trabajando hasta poco antes de su muerte. A él se han agregado otros cuentos y fragmentos espigados entre el abundante material almacenado en el ordenador del escritor, minuciosamente rastreado por Ignacio Echevarría. El título que engloba el conjunto es el mismo que el de un cuento que comienza así: «Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final.» Palabras que ilustran el carácter que en general comparten todas estas piezas, acerca de las cuales escribe Echevarría: «La obra entera de Roberto Bolaño permenece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal, la que parece regida por una poética de inconclusión. En ella, la irrupción del horror determina, se diría, la interrupción del relato; o tal vez ocurre al contrario: es la interrupción del relato la que sugiere al lector la inminencia del horror.» Como ya ocurría en Putas asesinas y en El gaucho insufrible, de nuevo se entremezclan aquí, junto a relatos propiamente dichos, textos de naturaleza no narrativa –los dos recogidos previamente en Entre paréntesis, pero acomodados aquí en un contexto que les es más propio–, conforme a la cada vez más acusada tendencia de Bolaño a confundir las fronteras genéricas, con el propósito de fecundarlas. «Aborda uno de los ejes centrales de la creación del autor chileno: la secreta naturaleza del mal» (La Tercera, Chile).
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Biografía del hambre de Amélie Nothomb
Nos hallamos ante un libro resueltamente autobiográfico que también es una apología contagiosa del apetito. La autora afirma que, aunque todo lo relatado es real, lo que diferencia la novela de la realidad es la escritura. No obstante haber padecido anorexia durante dos años, en el relato explica su vida a través del hambre y reivindica una avidez y una glotonería en muchos registros: hambre de lenguas, de libros, de alcohol, de chocolate, ansia de belleza y de descubrimientos... Amélie Nothomb afirma que tiene «un apetito absoluto», un deseo jamás colmado, que no parece tener fin y al que la autora asedia en este relato en todas sus formas, del éxtasis al horror, con brío, dolor, amor, humor y lucidez, mientras se dibuja en filigrana la complicada paradoja de existir. Biografía del hambre es un libro en el que Amélie Nothomb se vuelca de una forma mucho más sincera hacia su infancia, que ya había evocado en Metafísica de los tubos y El sabotaje amoroso, prolegómenos de la extraordinaria experiencia de Estupor y temblores. «Amélie Nothomb es de esos autores que crea adicción. El lector, en cuanto lee uno de sus libros, queda atrapado por el universo subyugante de la autora y repite la experiencia de sumergirse en cada una de las novelas que publica... La mirada limpia y toda la crueldad propias de la inocencia de la infancia» (Ana María Moix). «Esta obra conmovedora e inquietante que es una autobiografía y la apología del disfrute» (Jesús Aguado, El País). «Amélie ataca de nuevo y lo hace con una de sus obras más poderosas y usando su mejor registro. Chapeau a este ejercicio autobiográfico. Bebamos una copa de champán a su salud y paseemos de noche por París, como a ella le gusta» (M.ª Ángeles Cabré, La Vanguardia). «Su mejor novela» (Jacinta Cremades, El Mundo).
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Una novelita lumpen de Roberto Bolaño
En Una novelita lumpen Roberto Bolaño abandona los territorios que han marcado su biografía e imaginario personal para trasladarse hasta la ciudad de Roma. Éste es el escenario por el que varios personajes extremos deambulan entre el desasosiego y la locura. La joven protagonista, Bianca, tras la súbita muerte de sus padres en un accidente automovilístico, inicia un decidido descenso a los infiernos. Así, declara: «El futuro no me importaba, se me ocurrían ideas, pero esas ideas, si lo pensaba bien, nunca se proyectaban hacia el futuro.» Y en un test de la revista Donna Moderna, encontrada por azar, a la pregunta: «Si tuvieras que matar a alguien, si no tuvieras ninguna otra opción, ¿a quién matarías?», contesta, con la implacable seriedad de un jugador: «A cualquiera. Me asomaría a la ventana y mataría a cualquiera.» Y: «¿Cuántos hijos te gustaría tener?» Respuesta: «Cero.» Acompañada por su hermano y dos hombres misteriosos, Bianca se adentrará en el universo adulto, descubriendo las peores y más intrigantes facetas de la sexualidad y el engaño. «Aunque publicada hace casi una década, esta novelita ha sido una gran desconocida, demos gracias a Anagrama por haber retomado este tesorito» (Ramón Chao, Le Monde Diplomatique). «Todo es fácil y directo en Una novelita lumpen y sin embargo la novela trata de la infelicidad y de las recompensas falsas dentro de la infelicidad, de la valentía para cambiar de rumbo y de la lucidez súbita sobre el rumbo real de la vida de cada cual: un pedazo de realismo inteligente sin sermón. Vibra sin notarse la inteligencia sentimental del mejor Bolaño» (Jordi Gracia, El País). «Bellísimo, imprescindible y, con perdón, genial» (Diario montañés).
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Mimoun de Rafael Chirbes
Un profesor de español llega a Marruecos con el vago propósito de concluir una novela. Se instala en Mimoun, un pueblo del Atlas, y allí se cierne sobre él un extraño tejido de relaciones en el que los personajes se mueven, tropiezan y desaparecen como bolas de un billar americano. Francisco, Hassan, Aixa, Rachida o Charpent son para Manuel, el narrador-protagonista, seres enigmáticos sobre los que proyecta su propio desconcierto. Pero es Charpent, un misterioso exiliado, quien, con su proceso autodestructor, le ofrece a Manuel el contrapunto más exacto de su propio destino, resumido en las palabras de Rilke: «Oh, Señor, concede a cada cual su propia muerte.» El Marruecos de Mimoun no es un marco exótico, sino un espacio palpitante y hostil donde los personajes buscan la fuerza necesaria para seguir viviendo. Escrita en un estilo contenido, más sugerente que indicativo, es al mismo tiempo una narración tensa y pasional que no oculta su pretensión catártica. Veinte años después de su primera edición, Mimoun, la primera novela de Rafael Chirbes, que fue tan bien acogida por la crítica y los lectores, sigue brillando en su narrativa como una joya de inquietante belleza. «Chirbes ha sabido inventar una nueva voz» (Álvaro Pombo). «Hermosa e inquietante» (Carmen Martín Gaite). «Espléndida novela» (Javier Goñi). «Un debut impresionante» (Publishers Weekly).
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Crimen y castigo de Abraham B. Yehoshúa
Grandes escritores, pequeños lectores, historias inmortales Salvar a los clásicos del olvido, con la ayuda de grandes escritores de hoy. Éste es el sentido de «Save the Story», una colección ideada por Alessandro Baricco, al cuidado de la Scuola Holden para futuros escritores, que el propio Baricco fundó y dirige, y publicada por el grupo L’Espresso, en la que se contarán, en volúmenes de unas cien páginas, grandes historias del patrimonio literario universal. Los autores seleccionarán las escenas más emocionantes y significativas de los libros en cuestión y las interpretarán con un lenguaje contemporáneo. Todos ellos contarán con ilustraciones a cargo de diseñadores de gran talento. Un objetivo básico es acercar los clásicos a las nuevas generaciones, pero es un proyecto pensado para toda la familia: para el lector culto, para uno más perezoso, y sobre todo para que los padres lean el libro a los niños a partir de seis años. Y con la idea, quizá un poco loca, quizá sensata, de contar a los niños del Tercer Milenio, empachados de televisión, internet y videojuegos, las historias que han fascinado a nuestros bisabuelos. La colección se inició con cuatro clásicos de extraordinario interés contados por cuatro celebradísimos autores contemporáneos: Don Juan explicado por Alessandro Baricco, Los Novios explicado por Umberto Eco, Cyrano de Bergerac explicado por Stefano Benni y La Nariz explicado por Andrea Camilleri. Ahora presentamos dos volúmenes más: La historia de Crimen y castigo explicada por Abraham B. Yehoshúa, con special thanks a Fiódor M. Dostoievski. Ilustrada por Sonja Bougaeva. La historia de Gilgamesh explicada por Yiyun Li, con special thanks a los sumerios. Ilustrada por Marco Lorenzetti.
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Gilgamesh de Yiyun Li
Grandes escritores, pequeños lectores, historias inmortales Salvar a los clásicos del olvido, con la ayuda de grandes escritores de hoy. Éste es el sentido de «Save the Story», una colección ideada por Alessandro Baricco, al cuidado de la Scuola Holden para futuros escritores, que el propio Baricco fundó y dirige, y publicada por el grupo L’Espresso, en la que se contarán, en volúmenes de unas cien páginas, grandes historias del patrimonio literario universal. Los autores seleccionarán las escenas más emocionantes y significativas de los libros en cuestión y las interpretarán con un lenguaje contemporáneo. Todos ellos contarán con ilustraciones a cargo de diseñadores de gran talento. Un objetivo básico es acercar los clásicos a las nuevas generaciones, pero es un proyecto pensado para toda la familia: para el lector culto, para uno más perezoso, y sobre todo para que los padres lean el libro a los niños a partir de seis años. Y con la idea, quizá un poco loca, quizá sensata, de contar a los niños del Tercer Milenio, empachados de televisión, internet y videojuegos, las historias que han fascinado a nuestros bisabuelos. La colección se inició con cuatro clásicos de extraordinario interés contados por cuatro celebradísimos autores contemporáneos: Don Juan explicado por Alessandro Baricco, Los Novios explicado por Umberto Eco, Cyrano de Bergerac explicado por Stefano Benni y La Nariz explicado por Andrea Camilleri. Ahora presentamos dos volúmenes más: La historia de Crimen y castigo explicada por Abraham B. Yehoshúa, con special thanks a Fiódor M. Dostoievski. Ilustrada por Sonja Bougaeva. La historia de Gilgamesh explicada por Yiyun Li, con special thanks a los sumerios. Ilustrada por Marco Lorenzetti.
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