Rojo aceituna (Un viaje a la sombra del comunismo) de Ronaldo Menéndez
Menéndez, como cubano que ha sido crítico con el proyecto comunista de su país y que ha emigrado hace casi veinte años, imagina un viaje en busca de los vestigios de la izquierda y del comunismo en el mundo que se presentaba como una tentativa casi fatal, con resonancias de destino. Había que partir con un propósito.
Aunque fuera uno pequeño y engañoso, o romántico. “Vamos a empezar por Cuba. Y luego por Sudamérica donde la izquierda ha ido ganando terreno”. Una idea inevitable que había que redondear: “Y luego nos vamos al Sudeste asiático. A ver qué queda del rojo de sus Revoluciones”.
Rojo aceituna nos demuestra cómo es posible y cómo se lleva a cabo un viaje alrededor de gran parte del mundo en el siglo XXI que nos ha tocado vivir. Cuando todo parece estar conectado, en línea, continúa habiendo espacio para la mirada, el desplazamiento, el descubrimiento en un mundo globalizado, con sistemas políticos cambiantes, con una crisis económica que domina el horizonte. De la vieja Europa ensimismada a la emergente América en todas sus posibles vertientes. China, y el Sudeste asiático. Pueblos, gentes, escenarios. El viaje como marco de conocimiento, alimento de curiosidad. Con mucho de humor y de aventuras. El viaje como creación. “No queríamos vagar ociosos de un lugar a otro, necesitábamos creer que nuestro viaje tenía otro sentido. Entonces no sabíamos que uno de los engaños más felices y útiles sobre el viaje es
creer que uno se encuentra en pos de algo”, Ronaldo Menéndez. El responsable de las imágenes del libro, Alejandro Armas Vidal (Caracas, 1974), estudió Ilustración en Venezuela y Dirección de Animación en Barcelona. Ha compaginado la ilustración y el diseño en distintas áreas: diseño conceptual, animación, vídeo y escenografía. Ha trabajado en estudios de diseño y animación, y para grandes corporaciones de televisión por cable. Actualmente reside en Barcelona, donde se sigue desarrollando como profesional del diseño, artista e ilustrador.
Ficha del libro
Llego a mi habitación donde hay cinco literas, un ronquido largo e intermitente y un ventilador de techo al estilo Apocalypse now. Tengo que usar el mechero para orientarme hasta mi cama. Nunca se me ha dado bien dormir. Soy una de esas personas estreñidas de sueño que al menor contratiempo pasan la noche hundidos en un insomnio al que me gustaría llamar «filosófico», o «reflexivo», pero que termina siendo de lo más estúpido, con una o dos ideas obsesivas dando vueltas. La habitación extraña donde se adivinaban cuerpos masculinos y oscilantes en la penumbra de las sábanas, el estrés del viaje –taxista incluido–, y sobre todo el río imprevisible que llevó a Natalia a la otra orilla de la noche, son más que suficientes para convertirme en un lémur ojiatento sobre la cama. Me acuesto muy derechito, intentando respirar taoístamente y aceptando resignado que aquello sería, como suele decirse, una larga noche. Me dormí al instante..., pero por muy poco tiempo. Ya conocía aquella traición del subconsciente: mi insomnio suele ser alevoso, comienza con un sueño profundo que no dura más de media hora, y luego me sorprendo contando las horas. Y en este caso, rumiando la leyenda budista de los dioses amantes separados por el río. La mañana llega como suelen llegar las buenas noticias cuando son inesperadas: no te lo puedes creer. Mis compañeros de cuarto –a los que espero no volver a ver durmiendo en mi vida– todavía roncan plácidamente, vamos, como mochileros. Los envidio y los odio, por supuesto: yo he contado las horas y he agotado todas las interpretaciones de la leyenda budista sin llegar a ninguna conclusión. Salgo, me aseo en el baño colectivo donde otro par de mochileros se duchan –sin mochilas, claro– uno a continuación del otro conversando en un inglés que ahora no me interesa entender lo más mínimo. Lo único que quiero es esperar a Natalia sentado en un banco del patio interior con una sonrisa Let the sun shine, e irnos a catar Beijing. Son las siete y media. No quito ojo de la puerta de su cuarto. ¿Habrá dormido bien? Ella, que también es de sueño ligero. Y poco a poco voy llegando a la conclusión de que no ha conseguido quedarse dormida hasta muy entrada la madrugada. Sin lugar a dudas. ¿Por qué? Ya son las nueve, han salido siete chicas de su cuarto y ella sigue sin dar señales de vida. Nunca me ha gustado esa frase: señales de vida. Esconde la latencia de un mal presagio. ¡Hay que catar Beijing! ¿Qué es eso de dormir como si tuviéramos toda la vida por delante? Cuando entro en la habitación donde dejé anoche a Natalia se me corta la respiración. Una señora china gorda arregla sábanas y recoge cajetillas de tabaco arrugadas. Natalia no da señales de vida, ni siquiera está su mochila. Le pregunto en inglés a la empleada, me responde en mandarín o cantonés o conchinchino, y por mi cabeza cruza la única idea que en ese momento me parece lógica, aunque no lo es. Natalia se ha levantado muy. pero que muy. pronto, y ha salido. Camino apurado –para no correr– a la recepción del hotel y no hay ni rastro del chinito que la noche antes nos dio nuestras habitaciones colectivas provisionales. En su lugar hay una chica, le pregunto, y no sabe nada. ¿Estamos registrados? No, me muestra el libro, la verdad no tiene aristas, y a veces se hace de papel y tinta. Natalia ha desaparecido. Y lo peor: nunca ha existido a efectos «oficiales». Y yo que creía que a pesar del llanto de los dioses amantes la leyenda budista tenía un final feliz. Vamos, dioses, que solo ha sido una noche..., aunque vaya usted a saber cuánto tiempo emocional transcurre en la noche forzosamente separada de dos amantes, sobre todo si son dioses. Pero al menos ellos se reencontraron a la mañana siguiente. En un instante se proyecta en mi cabeza una película de mafia china, de un falso recepcionista, de secuestro a turistas occidentales, trata de blancas o peor aún, tráfico de órganos. Ay, los hermosos riñones de Natalia.
La niña gorda de Mercedes Abad
Quitarse un peso de encima. Tal vez sea eso vivir. Desprenderse de envolturas, cáscaras. Aderezarse con aromas, sabores. Ser uno mismo. Un cuerpo. Una memoria. Ser o haber sido una niña gorda. Una niña gorda adelgazada. Llenarse de recuerdos y comidas. Observar la vida de otros desde una ventana. O contemplar el plato ajeno. Y es entonces cuando el curso de las historias se agolpan y se ordenan, creando sentidos y vacíos que debemos completar. Cuando el lector asiste y se alimenta de la literatura voraz y exquisita de Mercedes Abad. De un menú de cuentos y un personaje principal. Sírvanse. Se leen al gusto. Buena lectura. De Mercedes Abad se ha escrito: “(...) una escritura sólida y personal, un concepto del cuento bien desarrollado y mejor defendido”, J. Ernesto Ayala-Dip, Babelia; “Frente a la rutina de tanta escritura de esta hora, Mercedes Abad sabe arriesgarse”, Santos Sanz Villanueva, El Mundo; “Caracteriza a la escritora un discurso chisposo, desinhibido, irreverente, disparatado y crítico”, Ana Rodríguez Fisher, ABC; “Una narradora insumisa”, Emma Rodríguez, El Mundo.
Ficha del libro
No, imposible, la idea no pudo proceder de ninguna de aquellas señoras, todas más o menos irritantes a causa de su irreprimible proclividad a retener a la madre a la puerta del colegio con sus estúpidos e interminables parloteos, robándole impunemente a Susana la porción de atención materna que le correspondía y retrasando el ansiado regreso a los ochenta metros cuadrados que constituían su hogar, a la pantagruélica y consoladora merienda, a los juguetes, a la televisión y a los libros. Ninguna de esas harpías se merece tal honor. Ninguna de ellas es digna de haber interpretado un papel tan crucial en la biografía de Susana. A la porra pues con aquel hatajo de pesadas que se pasaban la vida despidiéndose porque supuestamente tenían mucha prisa pero no se iban ni a tiros (tan poca prisa tenían que se pasaban horas enumerando con lujo de detalles todos los motivos por los que tenían que irse). Atreverse a señalar esa obvia incongruencia le valió en una ocasión a Susana una sonora bofetada, aunque a decir verdad el parloteo materno con la pesada de turno quedó interrumpido, de modo que, aun pagando un precio alto, Susana consiguió volver a casa esa tarde antes de lo normal y comprendió el valor de una impertinencia a tiempo. Sin embargo, nada de esto tiene ahora la menor importancia. Ni siquiera importa que Susana prefiera en el fondo de su alma que la decisión materna fuera totalmente propia, libre de enojosas influencias exteriores. Lo único que ahora importa es proceder a la solemne presentación de la niña gorda a los lectores que la seguirán a lo largo de estas páginas. Se llama Susana Mur y la tarde en que su madre la conduce al endocrino cuenta con trece años y medio, sesenta y siete kilos con novecientos gramos y un metro cincuenta y nueve de estatura. En cuanto a su carácter, un narrador realista, más proclive a mostrar la conducta del personaje, sus dichos y sus hechos que a deslizarse en el complejo entramado de su mundo interior, inventaría sin duda escenas cotidianas en las que Susana aparecería como una niña dócil y apacible, quizá un poco repipi y redicha y marisabidilla, pero deseosa de complacer o, mejor dicho, temerosa de disgustar, una niña, en suma, más bien medrosa y obediente. Un narrador más romántico, en cambio, aseguraría, haciendo un uso insolente de su facultad omnisciente, que si bien Susana se ha mostrado hasta ahora dócil y tranquila, las secretas turbulencias que agitan desde hace un tiempo los confines de su alma están a punto de provocar una tormenta en la superficie por un proceso parecido al de las erupciones volcánicas. Et voilà, messieurs, dames: les jeux sont faits, y esta es la protagonista de las páginas a las que se asoman.