Las tres bodas de Manolita de Almudena Grandes
Marzo 2014
Andanzas CA 730/3
ISBN: 978-84-8383-845-7
País edición: España
22,02 € (IVA no incluido)
En un Madrid devastado, recién salido de la guerra civil, sobrevivir es un duro oficio cotidiano. Especialmente para Manolita, una joven de dieciocho años que, con su padre y su madrastra encarcelados, y su hermano Antonio escondido en un tablao flamenco, tiene que hacerse cargo de su hermana Isabel y de otros tres más pequeños.
A Antonio se le ocurrirá una manera desesperada de prolongar la resistencia en los años más terribles de la represión: utilizar unas multicopistas que nadie sabe poner en marcha para la propaganda clandestina. Y querrá que sea su hermana Manolita, la señorita Conmigo No Contéis, quien visite a un preso que puede darles la clave de su funcionamiento. Manolita no sabe que ese muchacho tímido y sin aparente atractivo va a ser en realidad un hombre determinante en su vida, y querrá visitarlo de nuevo, después de varios periplos, en el destacamento penitenciario de El Valle de los Caídos. Pero antes tiene que saber quién es el delator que merodea por el barrio.
La tres bodas de Manolita es una emotiva historia coral sobre los años de pobreza y desolación en la inmediata posguerra, y un tapiz inolvidable de vidas y destinos, de personajes reales e imaginados. Una novela memorable sobre la red de solidaridad que tejen muchas personas, desde los artistas de un tablao flamenco hasta las mujeres que hacen cola en la cárcel para visitar a los presos, o los antiguos amigos de colegio de su hermano, para proteger a una joven con coraje.
Ficha del libro
—Escúchame —sólo entonces mi hermano, que se sabía el espectáculo de memoria, volvió a hablar—. Lo único que te pido es que me escuches. La habitación, cuadrada, espaciosa en origen, estaba dividida por dos cortinas sucesivas de trajes de flamenca, una marea de flecos y volantes de todos los colores que colgaban de las barras de metal fijadas a las paredes. En la mitad más próxima a la puerta, donde Toñito me estaba esperando cuando llegué, sólo había una mesa y una silla, la oficina en la que Dolores llevaba la contabilidad de los trajes que iban y venían del tinte, las cremalleras que se estropeaban y los zapatos que necesitaban tapas o medias suelas. Mientras las chicas volvían a taconear, para ir saliendo del escenario de perfil, una por una, mi hermano apartó con las dos manos los vestidos de la primera barra, luego de la segunda, para abrir un túnel entre los faralaes con movimientos veloces, tan precisos que cuando me encontré al otro lado de los trajes, la Palmera seguía acompañando con sus castañuelas a la última bailaora. Antes de que sus dedos descansaran, todas las perchas estaban en su sitio, Toñito sentado en una butaca y yo en un taburete, frente a él. Al otro lado de aquella ondulante muralla de lunares de todos los colores, estaba la ventana por la que mi hermano entraba y salía a su antojo de lo que en origen no había sido otra cosa que la sala de pruebas del tablao, un escondite donde las flamencas podían desnudarse tranquilamente para probarse vestidos mientras Dolores las estudiaba con media docena de alfileres entre los dientes. Desde que terminó la guerra, aquella mitad de la habitación era, además, la sala de estar de Antonio Perales García, un militante de la JSU que se desvaneció para el mundo el 7 de marzo de 1939, y del que yo sólo llegué a saber una cosa más antes de la Navidad del mismo año. —Está bien. Dos semanas después de que mi hermano mayor desapareciera, cuando nos levantábamos todas las mañanas con el presentimiento de que Franco iba a entrar en Madrid sólo para acostarnos, una noche más, con una incertidumbre peor que la derrota, no reconocí a la mujer que me esperaba en el portal. Ella se dio cuenta y se quitó el pañuelo, oscuro, discreto, tan insólito como el amplio abrigo de paño que la envolvía, antes de susurrarme esas dos palabras, está bien. Con eso debería haber bastado, pero al oír su voz me quedé tan pasmada que no fui capaz de relacionar lo que veían mis ojos con lo que acababan de escuchar mis oídos, hasta tal punto me paralizó el asombro que ni siquiera acerté a asentir con la cabeza. —Tu hermano Antonio —puntualizó ella entonces, sin levantar la voz pero pronunciando muy bien cada sílaba, como si se estuviera dirigiendo a una niña retrasada—, que está muy bien. Está conmigo. Luego volvió a ponerse el pañuelo y salió a la calle sin despedirse sobre unos zapatos planos que habrían bastado para camuflarla, porque hasta que la vi tan cerca del suelo, aquella mañana, jamás habría imaginado que apenas fuera más alta que yo. Eso era lo primero que llamaba la atención en ella, su forma de caminar, porque se movía con tanta gracia como una bailarina descalza sin apoyar más que las plantas de los dedos, los empeines casi verticales por obra de unos tacones finísimos que la elevaban muy por encima de su reputación. Aquel prodigio de equilibrio parecía a punto de derribarla en cada paso, pero la mantenía erguida a costa de desplazar rítmicamente sus caderas, chin, chan, a un lado y al otro, para crear una ilusión de inestabilidad perturbadora que repercutía en todo su cuerpo, los pechos bamboleándose al compás que las piernas marcaban al avanzar, con tanta fuerza que un mínimo e instantáneo temblor sacudía al mismo tiempo su trasero. Antes de la guerra, cuando se vestía para dar espectáculo, pocos eran comparables al que aquella mujer ofrecía gratis cada tarde, camino del trabajo.
Mujeres de John Updike
Marzo 2014
Andanzas CA 829
ISBN: 978-84-8383-847-1
País edición: España
328 pág.
18,27 € (IVA no incluido)
Owen Mackenzie vive un tranquilo retiro en la comunidad de Haskells Crossing, en Massachusetts, junto a Julia, su segunda mujer, y sin embargo no puede evitar volver los ojos hacia el pasado, y cada vez con mayor frecuencia. Casado dos veces y padre de cuatro hijos, su empresa de informática le ha procurado una existencia confortable, pero los recuerdos le llevan a su infancia en el pueblecito semi rural de Willow, a su adolescencia y, sobre todo, a los habitantes de las pequeñas ciudades en las que ha vivido, en particular a las mujeres que siempre le han rodeado: madres, muchachas, esposas, amantes… Sin duda, ellas no sólo lo iniciaron y lo guiaron por la geografía del deseo, sino que también lo despojaron de toda inocencia. Aunque ya de niño Owen sintió que bajo la soleada superficie de lo cotidiano se abría un abismo, siempre tuvo la impresión de que vivía una existencia maravillosa: quizá la vida no haya sido ni una cosa ni otra, sino algo así como un sueño imperfecto.
Ficha del libro
Una mañana, en esa última hora robada al sueño, sueña que está en una casa que no conoce (vieja, con aire de lugar público, como una casa de huéspedes o un hospital), y un grupo de presencias oficiales, sin rostro, lo llevan a una habitación en la que hay una cama como la suya, dos camas gemelas que forman una enorme de matrimonio, y un hombre —bastante joven, a juzgar por la tersura de su piel clara y por sus nalgas carnosas— está inclinado sobre el cuerpo de su mujer como si intentara resucitarla o (lo que no es ni mucho menos lo mismo) ocultarla. Cuando, a una señal silenciosa de las presencias que dirigen la ceremonia, el extraño se aparta, el cuerpo de la esposa de Owen, también desnudo, se revela en posición supina: el vientre blanco y relajado, los pechos planos por la fuerza de la gravedad, el sexo tan querido y familiar cubierto por su vaporoso vello. Está muerta, se ha suicidado. Ha encontrado la salida a su sufrimiento. Y Owen piensa: «Si no me hubiera entrometido en su vida, seguiría viva». Siente un deseo irrefrenable de abrazarla, de devolverla a la vida con su propio aliento y de aspirar el veneno que, poco a poco, a lo largo de los años, le ha ido inoculando. Despacio, de mala gana, como se desvía la atención de un acertijo sin resolver, Owen se levanta, y por supuesto Julia no está muerta; está en la cocina, generando olor a café, con la tele encendida para escuchar uno de los primeros informativos del día: las voces de un hombre y de una mujer bromeando. A Julia le encantan las noticias del tiempo y del tráfico, nunca se cansa de estas contingencias crónicas, aunque hace ya tres años que ha dejado de ir a Boston a diario. Owen oye el flipflop de las chanclas de goma azules que Julia se empeña en usar, como si fuera eternamente joven y se hubiera vestido para ir a la playa, mientras trajina en la cocina, de la nevera a la encimera y a la mesa del desayuno, y después de la mesa al fregadero, a la trituradora de la basura y al lavavajillas, y al salón para regar sus plantas. Le encantan las plantas. Puede que su amor por ellas surja del mismo órgano emocional que su amor por la información meteorológica. A Owen le molestan el ruido de las chanclas y el riesgo que representan —siempre resbala en las escaleras—, aunque le gusta ver los dedos de Julia, ligeramente separados, como unos pies asiáticos que hubieran soportado mucho trabajo, con las articulaciones teñidas de blanco por la tensión que tiene que ejercer para que no se le escapen. Julia es morena, menuda y compacta; a diferencia de su primera mujer, se broncea con mucha facilidad. Algunos días, medio excitado, sólo consigue volver a dormirse pensando en alguna de las mujeres, Alissa o Vanessa, Karen o Faye, que formaron parte de su vida en Middle Falls, Connecticut, en las décadas de los sesenta y los setenta. Se agarra la polla adormilada con una mano y revive al imaginar que una de ellas está debajo de él, a su lado, encima, apartándose el pelo de la cara para acercarse a su miembro hinchado, surcado de terminaciones nerviosas que piden a gritos humedad, a la espera del contacto; pero hoy no es uno de esos días. El sol blanco de la primavera brilla con furia detrás de la persiana. El mundo real, un tigre al que sus sueños no han herido, aguarda. Es hora de levantarse y de afrontar un día muy parecido al anterior, un día que su optimismo animal recibe como el primero de una secuencia infinita que se extiende hacia el futuro, pero que su cerebro —hipertrofiado en la especie Homo sapiens— reconoce como uno más de una provisión de días menguante y finita. El pueblo de Haskells Crossing se despereza alrededor de su monte privado; el rumor sordo y constante del tráfico intenta atravesar las paredes de pino y yeso de la casa protegida por el bosque. Ya han traído los periódicos: el Boston Globe para él, el New York Times para ella. Hace un buen rato que los pájaros están en movimiento: los tordos picoteando lombrices, los cuervos agujereando el prado en busca de larvas de chinches, las golondrinas cazando mosquitos al vuelo; se llaman los unos a los otros con los jubilosos códigos que producen sus cerebros del tamaño de un guisante. —¡Buenos días, Julia! —grita Owen camino del baño, por el hueco de la escalera. —¡Owen! ¡Ya te has levantado! —contesta ella. —Pues claro que me he levantado, cielo. ¡Madre mía, son más de las siete! Cuanto más viejos, más parlotean como niños. La voz de Julia llega desde el piso de abajo, entre quejumbrosa y burlona. —Siempre te levantas a las ocho desde que no tienes que coger el tren. —¡Qué mentirosa eres, cariño! Nunca me levanto más tarde de las siete; ojalá pudiera —responde él, aunque no sabe si ella sigue allí, si puede oírlo—, pero ésa es una de las pegas de la edad, que te levantas con los pájaros. Ya lo verás. Así de banales son sus conversaciones: ¡como para hablar de los códigos producidos por cerebros del tamaño de un guisante! Si el día fuera un ordenador, piensa Owen, arrancaría de esta manera, cargaría así la memoria principal. Lo cierto es que Julia duerme menos que él (lo mismo le pasaba a Phyllis, su primera mujer), pero el hecho de que ella sea cinco años más joven siempre ha sido para Owen un motivo de orgullo y de estímulo sexual, como los dedos de sus pies a la vista en las chanclas azules. También le gustan sus talones sonrosados asomando por debajo del albornoz, la tensión alterna de sus tendones de Aquiles al pisar con firmeza, con los pies un poco abiertos, como suelen andar las mujeres.
Diario de un extranjero en París de Curzio Malaparte
Marzo 2014
Andanzas CA 828
ISBN: 978-84-8383-846-4
País edición: España
256 pág.
17,31 € (IVA no incluido)
En 1933 Curzio Malaparte dejó París y regresó a Italia, donde pasó varios meses en la cárcel y fue condenado a cinco años de deportación en la isla de Lipari. En 1947, después de los catorce años más tristes y peligrosos de su vida, según los califica él mismo, viajó de nuevo a Francia. Tras aterrizar —junto a Roberto Rossellini— en París, recorre con avidez todos los ambientes de la ciudad después de la segunda guerra mundial. Desde junio de 1947 hasta diciembre de 1948, Malaparte anota sus reencuentros con conocidos y amigos: escritores, editores, actrices, pintores y diplomáticos, al tiempo que afloran sus recuerdos del París de antes de la guerra y, sobre todo, registra la acelerada transformación que experimenta toda Europa. También en estas páginas, al hilo de una entrevista de Agustín de Foxá publicada en el diario Abc, refiere una llamativa anécdota sobre este último, en torno a unos españoles comunistas hechos prisioneros en 1942 en el frente del Kannas. Como colofón, el autor relata la famosa fiesta nocturna celebrada en la villa de los condes Pecci-Blunt a la que, en 1938, debido a las leyes raciales recién promulgadas, no acudió ningún invitado… salvo Malaparte.
Ficha del libro
Es la primera vez en catorce años, desde 1933, que duermo sin preocupaciones, sin angustias, con un sueño joven y libre. Es la primera vez en catorce años que duermo en Francia. Amo Italia, amo mi país, defenderé siempre a los italianos, me pondré siempre de su parte, aunque no lleven razón. Y porque nunca traicionaré a mi país puedo decir la verdad sobre él. Italia es un país de esclavos. Es un país en el que los hombres están siempre expuestos, día y noche, a la violencia policial, a la delación. Gobierne Giolitti, Mussolini o De Gasperi, el Estado italiano desprecia al ciudadano, la justicia se burla de él, la policía lo amenaza. ¿Qué importa que los italianos sean, individualmente, hombres libres? Aunque en su fuero interno piensen lo que quieran y no se preocupen de que los denuncien, aunque se den mucha importancia, en realidad son esclavos a la vez del Estado y de los demás italianos. Quien no tiene amigos poderosos está a merced de la policía, de la perfidia, de la envidia de los vecinos, de la debilidad de la magistratura, del sometimiento de ésta al ejecutivo y a los partidos. A mí me han arrestado once veces en veinte años, no puedo dormir tranquilo en ningún sitio de Italia. He dormido tranquilo. Los ruidos de la calle entraban dulcemente en mi sueño como abejas en una colmena. Todos esos ruidos, esas voces nocturnas, ese eco de pasos, ese murmullo, ese rodar de ruedas por el adoquinado, traían a la colmena de mi sueño toda la miel de los castaños de París, toda la miel de la noche de París. Me he despertado a las cinco, he abierto la ventana, me he quedado largo rato contemplando los techos de pizarra húmedos de rocío, con manchas negras, grises, verdes. Del Bois de Boulogne soplaba un viento ligero y fresco, unas nubes blancas, muy altas en el cielo de un azul pálido, se alejaban poco a poco hacia el cenit rosado de la mañana. Las golondrinas sobrevolaban la calle con chillidos quedos, como para no despertar a los durmientes. Unos gatos, sentados en los aleros, con las patas traseras metidas en los canalones, miraban inmóviles el cielo, cada vez más denso, más azul. En esos largos instantes yo era de nuevo joven, volvía a tener veinte años. Me sentía asomado a aquella ventana, como me sentía asomado a la ventana del Hôtel Lotti, rue Castiglione, en junio de 1918, unos días que tuve de permiso. Me despertaba por la mañana y me asomaba a la ventana a observar el cielo gris del amanecer, después de los bombardeos. La Gran Berta empezaba al alba. Resonaba en el cielo rosado como el arañazo de un diamante en un cristal, y el firmamento se abría como papel que se rasgara, dejando ver los bordes del rasgón, un rayo azul oscuro, el color de la carne viva que se ve en el fondo de una herida de bisturí. Mi habitación estaba en el último piso. Por encima de los tejados grises veía descollar la estatua de Napoleón de la columna de la plaza Vendôme, a la misma altura que las macetas de flores de las ventanas de las buhardillas: a aquel hombre gris en lo alto de su columna, en medio de las macetas floridas de su jardín aéreo, lo llamaba yo el jardinero. Oía el estruendo sofocado de las explosiones y me parecía ver ahí mismo los tejados oscuros de la Rive Gauche y el reflejo del Sena en la fachadas de los edificios de los quais. De la calle subía un olor a pan tostado, el olor fresco del pavimento húmedo y ese olor sutil que tiene el aire de París al amanecer, cuando el polvo se despierta y se desvanece. Esta sensación de pan tostado, de polvo, este olor tibio, femenino, de París, vuelvo a encontrarlo esta mañana en la ventana, después de treinta años. ¡Qué joven era entonces la guerra! ¡Qué sonrosado era entonces el rostro de los franceses en el horizonte azul! ¡Qué triste estaba París la mañana en que partí! Aquella zagalona sonrosada y azul horizonte que era París en junio de 1918 estaba triste porque me iba. París tenía entonces veinte años, como yo. No ha envejecido. Se abren las ventanas, interiores aún tibios de sueño se revelan a mi mirada curiosa. Miles de macetas de flores abren sus pétalos al primer rayo de sol. No, no ha envejecido París. Sólo es más pobre. Ofrece todos sus muebles viejos, sus cortinas descoloridas, sus viejos trastos como en un mercado de las pulgas que se extendiera sobre los tejados. Vende sus antiguallas para vivir. Los gatos, los gorriones, las golondrinas, las nubes blancas y esos apuestos caballeritos que son los rayos del joven sol se pasean por el mercado de las pulgas mirando, tocando los objetos, regateando. Y una risa alegre corre de tejado en tejado, de buhardilla en buhardilla, de balcón en balcón: es el silbar del viento matutino. He vuelto a encontrar el país de mi infancia, la ciudad de mi juventud, el París de mis veinte años.
Lisboa direcció París de Manuel Foraster Giravent
Marzo 2014
L UV 52
ISBN: 978-84-8383-850-1
País edición: España
304 pág.
17,31 € (IVA no incluido)
En aquest segon volum de la trilogia «Foraster de Fora» titulat Lisboa direcció París —amb el propòsit de contagiar-lo d’un alè més Pla, Gaziel i, potser, Xammar—, el protagonista deixa enrere Nàpols per iniciar noves aventures que el duran camí de Portugal, primer, i, després, a la capital de França. Precisament a París, al cafè La Palette, bistrot d’artistes, desvagats i somiatruites, tindrà lloc un encontre sorprenent que marcarà la seva existència i, amb l’ajuda d’una colla de personatges cultes, extravagants i esnobs i de grans dosis de cafè crème, blanc cassis, gitanes sans filtre i un empatx de Nabokovs, Yourcenars i d’altres espècimens de la mateixa condició, s’entossudirà en intentar trobar debades una sortida existencial a la seva vida. Traspuant la literatura més políglota i l’humor més enginyós, l’escriptura de Manuel Foraster ens dibuixa un retrat una mica desenfocat però inesborrable i indulgent d’una generació lletraferida i cosmopolita de la Barcelona de finals del segle XX.
Ficha del libro
Quan el Lusitania Expreso Madrid-Lisboa va arribar a Valencia de Alcántara, just a la frontera, a una hora tan intempestiva i irracional com són quarts de cinc de la matinada(ni els rellotges, de tan ensobacats i encorbits, es posaven d’acord en l’hora exacta), va pujar un policia de duanes portuguès, originari de Mata do Buçaco (això es va saber més tard), que es deia Càstor—un nom, d’altra banda, carregat de mite i, si li treies l’accent, ple de sonoritat sartriana i beauvoiriana—, que tenia un germà bessó (que s’hauria pogut dir perfectament Pòl·lux i que segons alguns era un tarambana, um destrambelhado, i segons uns altres un revolucionari de clavell vermell i molta «Grândola, vila morena: Terra da fraternidade...», però potser ho era una mica tot i no era cap de les dues coses alhora) i que també tenia una filla que era metgessa i exercia lluny de la metrópoli i de la família —el pare que detestava, l’oncle que duia sempre en l’altar de la revolució— a la colònia portuguesa de Macau per veure si, amb la distància, tenia més serenidade, tranquilidade, sangue frio o com es digui en portuguès, per analitzar i afrontar l’entrellat dels seus orígens. El caporal, que duia un uniforme de cantant d’òpera que era més gòtic manuelí que el mític Bussaco Palace de conte de fades del seu poble natal, i que havia estat llampant però ara ja era deslluït i li venia tres canes gran tot i que el portava amb una dignitat exagerada, feia el trajecte en tren fins a Marvão i demanava els passaports o carnets d’identitat als passatgers. F no duia el passaport, i després de furgar en una bossa de mà, que llavors en deien mariconera, li va ensenyar un carnet d’identitat escantonat i ronyós que feia quatre o cinc anys que havia caducat i no li havia ni passat pel cap de renovar. L’esbroncada del sergent va ser estentòria, exagerada i deslluïda com el seu uniforme —potser com la seva vida— i com el que quedava de les antigues grandeses de l’Imperi portuguès, i va representar-la amb una veu esquerdada però amb una gesticulació molt continguda. Per un moment a F li va semblar que estaven en una escena d’una òpera contemporània al Metropolitan Opera House, el mític MET del Lincoln Center, dalt d’un vagó de tren, amb un tenor (el capità) gesticulant i esbravant-se i un baríton (F) fent un posat de se me’n fot una merda seca tot el que em dius. Al comandant uniformat la sang li va pujar de cop a la cara i va començar a regar-li totes les venetes, que semblaven afluents d’un riu més gran que es perdien a la punta del nas i a la còrnia dels ulls, i amb unes sacsejades espasmòdiques i convulses va començar a renegar i a insultar-lo d’una manera molt metòdica i parsimoniosa per la seva manca de respecte a les normes de l’Autoritat. A F tanta parafernàlia reprimida li va semblar que era una enrabiada sobredimensionada, però, a la vegada, empetitida per les bones maneres i per una educació atlàntica, gairebé ancestral. I si algú, des de la finestreta del vagó, hagués estat capaç d’analitzar fredament els fets, segurament li hauria donat la raó.
Vivir es resistir. Tres conferencias y una conversación de Jorge Semprún
Marzo 2014
Ensayo E 93
ISBN: 978-84-8383-848-8
País edición: España
200 pág.
16,35 € (IVA no incluido)
En marzo de 2002, Jorge Semprún impartió tres conferencias en la Bibliothèque Nationale de París, dedicadas respectivamente a tres grandes intelectuales europeos: el filósofo Edmund Husserl, el historiador Marc Bloch y el escritor y periodista George Orwell. En estas magistrales intervenciones, Semprún nos retrotrae a la ebullición cultural, social y política que Europa vivió en los años treinta y, como hicieron en su momento los autores mencionados, defiende que sólo apoyándonos en la razón crítica y en la fe en los valores democráticos nuestro continente podrá salir del laberinto en que parece adentrarse en este nuevo siglo.
En abril de 2010, sesenta y cinco años después de la liberación del campo de concentración de Buchenwald, Jorge Semprún pronunció uno de sus más emotivos discursos en la Appelplatz de dicho campo, reproducido en este volumen. Tras aquel discurso, y a lo largo de varios meses, Semprún mantuvo iluminadores diálogos con su amigo el cineasta francés Frank Appréderis, en los que desgrana los hitos de su azarosa existencia. Publicadas póstumamente, y con un prefacio de Bernard Pivot, estas conversaciones son el último y lúcido retrato de uno de los mayores intelectuales europeos del siglo XX.
Ficha del libro
Pero, antes de pasar a Husserl y a su conferencia, ¿cuál es la situación de Viena en 1935? ¿En qué contexto se sitúa esa conferencia? ¿En qué circunstancias elaboró el texto el anciano filósofo Husserl? Recordemos que Viena ha dejado de ser, desde hace ya tiempo, la capital del esplendor cultural, ideológico y artístico de comienzos de siglo, que Viena ha sufrido ya terribles golpes en su carne y en su vida cultural, fundamentalmente la derrota, en 1934, un año antes, del movimiento obrero socialdemócrata, y la toma de poder por un partido de la derecha clerical que, en cierto modo, se halla desarmado ante el ascenso del nazismo. En esa Viena, señalemos algunos elementos culturales para tratar de situar el ambiente en que se desarrollan el trabajo y la conferencia de Husserl. Por supuesto, habría que comenzar trazando un análisis —serio y por ende irrealizable hoy, porque nos llevaría demasiado tiempo, pero quiero remarcar esa ausencia para que comprendan ustedes que no se trata de un olvido, sino de la imposibilidad de abordar a fondo esa cuestión en el marco de una conferencia de este tipo—, habría que abordar antes la relación de Husserl con su alumno o discípulo Heidegger. El asunto entraña tal complejidad que sería preciso modificar la disposición de la sala. No podríamos estar sentados así, tendríamos que estar todos ante la misma mesa, con los documentos, los libros, los papeles a mano para comparar la evolución de la filosofía de ambos. La dedicatoria de Heidegger, en su primer gran libro, Sein und Zeit,1 Ser y tiempo, a su maestro Husserl —quien, más adelante, la retiró de las ediciones posteriores, porque evidentemente no resultaba muy adecuado dedicar un libro a un profesor judío apartado de la universidad—, expresa la veneración y la amistad que profesaba Heidegger a su maestro Husserl. Pero tal veneración y amistad no impidieron que, muy pronto, surgieran divergencias filosóficas entre ambos: muy pronto, preocuparon a Husserl cierto número de postulados y de posiciones de Heidegger en el ámbito filosófico que le parecían apartarse del recto hilo de su concepción fenomenológica de la filosofía. Como digo, resultaría demasiado largo analizar todo esto a fondo; además, habría que introducir a un tercer ladrón en esta discusión, porque no se trata tan sólo de la relación de Heidegger con Husserl, sino también de un filósofo indudablemente demasiado olvidado por el público de habla francesa y por los amantes de la filosofía en Francia: Karl Jaspers, otra parte interesada en esta discusión, a través de una obra de envergadura. Me gustaría limitarme a señalar que resultaría interesante poner en la balanza del análisis de la época los textos publicados por Heidegger en aquella época, 1935. El tomo XVI de las obras completas de Heidegger apareció hace poco tiempo, muy atrasado respecto al orden cronológico de las publicaciones previstas por sus obras completas, que cuentan con varias decenas de volúmenes, y que alcanzan ya fechas mucho más próximas a las nuestras. Ese tomo XVI contiene todas las cartas y documentos escritos por Heidegger y publicados por él, en la época de su vida universitaria. Y allí se encuentran por tanto los textos de la época del rectorado, «ese lamentable año del rectorado», como dice con infinita delicadeza François Fédier en su prólogo a los Écrits politiques de Heidegger publicados por Gallimard. Y lo más sorprendente de ese volumen es ver el sinnúmero de textos, convocatorias, formularios, circulares rectorales que concluyencon el saludo de rigor, que es, claro está, «Heil Hitler»; lo más sorprendente es ver, en tres o cuatro ocasiones, a aquel gran filósofo revisar algunos de los temas más íntimos, más personales de su filosofía (la historicidad, la historialidad, la relación del Dasein con el mundo) para reinterpretarlos e infundirles una vida —o una muerte— nueva en función de los postulados del nazismo. Esos textos están ahí. Llegado un día, tal vez se comenten también en Francia, aun antes de que se traduzcan. Al fin y al cabo hay bastante gente que lee el alemán en Francia. Así se aportaría alguna pequeña contribución a la gran discusión sobre el drama de la actitud política de ese gran filósofo que fue Heidegger. Otro gran contemporáneo y vecino de Husserl en Viena fue Sigmund Freud. Recordaré brevemente su libro de 1921, sin duda aquel en el que piensan todos aquellos que asisten al ascenso creciente de los totalitarismos: La psicología de las masas y análisis del yo. Nos hallamos, en el momento al que nos referimos, con un Freud completamente inmerso en la escritura de su último gran libro, Moisés y la religión monoteísta, que se publica en 1939, pero en el que ha trabajado de 1934 a 1938. Y en ese libro aparece, de pronto, una nota añadida en Viena, fechada en 1938 —y, en la edición final, se precisa que es anterior a marzo de 1938, es decir, de hecho, anterior al Anschluss, anterior a la anexión de Austria por parte de Hitler en la Alemania hitleriana— una nota en la que, en unas líneas, pertinentes y escritas en la lengua admirablemente clara y sutil de Freud, que muchos psicoanalistas deberían trabajar y asimilar, que resalta la alianza —el fenómeno crucial de la ápoca—, entre la idea de progreso y la de barbarie. Cita varios ejemplos. En la Unión Soviética, dice, millones de hombres se alzaron, obligados, oprimidos, para crear una vida mejor. A cambio de eso, se benefician de una supresión total de libertad, de algunas libertades sexuales y de una labor antirreligiosa positiva, pero a costa de una ausencia total de libertad de pensamiento. En Italia —Italia le parece menos interesante a Freud— señala someramente la existencia del fascismo y de un mismo espíritu gregario y totalitario. Y en Alemania, dice, se da un componente particular, toda vez que la barbarie se presenta, sin paliativos ni pretextos ideológicos, sin apelar a una ideología de progreso para justificarse, se presenta desnuda, abiertamente, a cara descubierta.
La última noche que pasé contigo de Mayra Montero
Marzo 2014
La Sonrisa Vertical SV 72
ISBN: 978-84-7223-368-3
País edición: España
176 pág.
13,46 € (IVA no incluido)
Celia y Fernando, al casarse su hija, deciden hacer un crucero por el Caribe en el modesto intento de recobrar una intimidad diezmada hace tiempo por la rutina matrimonial. El viaje por las islas de ensueño, que ocultan no obstante extraños misterios, se inicia, como todos los cruceros, al ritmo dulzón de los boleros -que dan título, no sólo al libro, sino a cada una de las «escalas» de la novela. Poco a poco, por un lado, el lector va remontándose en el pasado aparentemente anodino y recatado de la pareja y, al filo de sus recuerdos, en esa otra vida, infinitamente más rica y sugerente, donde las parejas suelen agazapar los intensos, u obsesivos o apasionados secretos inconfesables, y sobre todo inconfesados. Por otro, en el placentero escenario del crucero, en el que la vida transcurre como en un sueño de celofán, el lector descubre, junto con Celia y Fernando, que esos mismos recuerdos, en contacto con la sensualidad natural del entorno, están alimentando, contaminando, las fantasías eróticas largamente deseadas y contenidas y que, sobre ellos, gracias a ellos, irán cobrando realidad, en experiencias cruzadas y entrelazadas, con toda su furia, con toda su crudeza, ya sin freno posible, hasta el exorcismo liberador, hasta el sacrificio final.
Ficha del libro
Elena se casó en marzo. El novio escogió la fecha de su propio cumpleaños para desposarla. Y ella cedió contenta, y cedió su madre, y cedí yo mismo, destrozado de verla destrozar su vida uniéndose para siempre a ese granuja que durante más de dos años la estuvo masacrando, impunemente, en el asiento trasero de su automóvil. Yo solía espiarlos de madrugada, oculto detrás de las persianas, cuando él la traía de vuelta a casa. Primero bajaba Elena, miraba a todas partes y, de un brinco, se metía de nuevo por la puerta de atrás; luego lo hacía él, con menos cautela, desabrochándose el pantalón antes de zambullirse en la carnicería. Media hora más tarde aparecían los dos, cada uno por su lado, ella pálida, arreglándose la falda, y él más sereno, metiéndose la camisa, acomodándose el cinturón y bostezando. A la mañana siguiente se lo comentaba a Celia, que inmediatamente se ponía de parte de su hija, en el auto hablaban más tranquilos, decía, y, además, dentro de nada se iban a casar. El resultado fue que la misma noche de su boda soñé que estaba dentro del automóvil de Alberto, Alberto se llama mi yerno, masacrando a mi vez a una muchacha que no era mi hija, sino su mejor amiga. Se lo conté a Bermúdez, como quien cuenta un chiste, introduciendo una risita sarcástica, aunque por dentro me reconcomía el temor, esa certeza nauseabunda de que me estaba callando lo más elemental. «¿Está buena?», preguntó Bermúdez. Lo miré azorado y él creyó que no lo había entendido; se frotó las manos antes de insistir: «Pregunto que si está buena la amiga de tu hija». En el sueño, sí; en la vida real, la verdad es que no me había fijado. Jamás me gustaron las jovencitas, ni siquiera cuando tenía edad para que me gustaran. Celia, por ejemplo, me llevaba tres años, y era de las mujeres más jóvenes que había tenido en mi vida. A los dieciocho me enredé con aquella dama que había nacido el mismo año que mi madre. Y a los veinticinco, pocos meses antes de casarme, estuve a punto de tirarlo todo por la borda a causa de una mulata, cantadora de rancheras, con la que celebré, además de mi despedida de soltero, su cumpleaños número cincuenta y dos. Junto a Celia me estabilicé, y en todos estos años no recordaba haberle sido infiel más que en dos o tres ocasiones, cuando ella partía a visitar al padre enfermo, que es la causa más común por la que las esposas suelen ausentarse. Aquellas infidelidades me dejaban de plano insatisfecho, al día siguiente amanecía con una especie de resaca del alma, me levantaba de mal humor y no podía acordarme de la cara de mi compañera ocasional sin que me viniera a la boca una insidiosa arcada. A las pocas semanas, Celia volvía llevando de la mano a Elena, hurgando en cada esquina de la casa como si esperara hallar alguna pista, y era en presencia de la niña cuando yo me ponía enfermo de remordimientos, la abrazaba con algo parecido a la desesperación, abrazaba a su madre, que entre tanto me miraba fijo, fijo y glacial, una mirada insostenible. Nunca supe si Celia sospechaba de aquellas miserables escapadas mías; ella, por su parte, regresaba radiante, las gravedades de su padre tenían un efecto rejuvenecedor no sólo en su rostro, sino también en sus hábitos. Dejábamos a la niña jugando en la salita y ella me arrastraba hacia la cama, excitada como una gata callejera, me tumbaba boca abajo, primero boca abajo, y se sentaba a horcajadas sobre mi nuca. «Ahora, date vuelta.» La obedecía, claro, quedaba yo totalmente expuesto al universo rojinegro de su carne, entonces ella emprendía esa caricia de medusa que iba desde mis labios hasta mi frente, afincándose por un momento en mi nariz, sólo un instante, para después volver atrás, desde mi frente hasta la lengua, así incansablemente, impulsándose con las dos manos, que se crispaban al borde de la cabecera, remando absorta sobre la calma chicha de mi rostro, un cuarto de hora, acaso más, hasta que yo la detenía inmovilizándola por la cintura, a duras penas sustraía mi rostro empapado y le rogaba que bajara, un ruego que ella trataba de ignorar hasta que yo, con más firmeza, la empujaba hacia atrás, la obligaba a retroceder, la ensartaba furiosamente en su verdadero trono y me dedicaba, en primer lugar, a desabotonarle la blusa (nunca le daba tiempo de quitársela ella misma), para luego atraerla hacia delante, apretar sus pechos contra mi boca y desquitarme contra esos dos pezones que después de tantos días siempre me parecían un poco más oscuros. Alguna vez me pregunté qué clase de espejismo, hallado junto al padre, la haría volver de esa manera. Sobre todo aquel día en que le descubrí una marca en el pecho, muy cerca de la axila, la clásica huella de un chupón, algo diluida ya, porque obviamente tenía bastantes días. Ella la miró sin inmutarse, dijo que seguramente era el sostén, le iba quedando demasiado estrecho. Yo evité pensar de nuevo en el asunto, pero supe, eso sí, que un primo de su padre se quedaba también algunas noches, turnándose con Celia para cuidarlo en el hospital. Luego, cuando al viejo le daban el alta, el primo volvía con ellos a la casa y seguían turnándose por las noches, tantas veces en esa habitación marcada por la muerte, asfixiándose juntos, ignorando los olores, hay olores que unen más que las desgracias. Me los imaginé a los dos, velando a los pies de la cama, tropezando deliberadamente en los pasillos; se me apareció nítida la imagen de Celia ofreciéndole una pastilla al moribundo mientras que por detrás se le acercaba ese hombre, «Marianito, el primo de papá», se paraba mansamente a sus espaldas y se le pegaba una pizca, un roce de nada, mero accidente del destino al agacharse para recoger una revista que el pobre viejo había dejado caer. Celia se ponía en guardia, pero desechaba la idea de inmediato, y el primo se aprovechaba de su lasitud, hasta cierto punto de su inocencia, y volvía poco a poco a las andadas, y frotaba su vientre contra las nalgas macizas de mi mujer, Celia sintiéndolo y apenándose, era, después de todo, el primo de su padre, un primo cada vez más solícito que sólo esperaba a que ella se inclinara (solía inclinarse a limpiar los labios del anciano) para embestirla sin compasión ni disimulo, imponiendo sus armas aún por debajo de la tela, jadeando levemente cuando les deseaba a ambos, al padre y a la hija, muy buenas noches, porque lo que era él, se iba a dormir. La historia, por supuesto, no paraba ahí. En realidad, Marianito se quedaba acechando a Celia, esperando a que también ella le diera las buenas noches a papá para irse a la cama, sólo que no a su cama, «sino a la mía, Celia», susurrándole al oído que lo había vuelto loco, «usted es la culpable», desgarrándole la blusa (Celia perdía, en cada uno de sus viajes, un par de buenas blusas), mordiéndola y empujándola hacia el hueco de la puerta donde ella aún se resistía, se debatía entre la decencia y el furor, musitando claramente que no y que no, hasta que Marianito, harto de tanto alarde, le atrapaba una mano, se la llevaba al bulto y sollozaba en su oreja: «Mira cómo me tienes». Nuestra pequeña Elena, que viajaba siempre con su madre, andaría a esas horas por el quinto sueño, pero Celia no podía permitir que la niña despertara y no la viera a su lado, de modo que en la madrugada salía de la habitación de Marianito hacia la suya propia, temblando de pies a cabeza, no tanto por el fresco de la hora, como por la sensación de gozo clandestino que, mal que bien, siempre la alebrestaba. Él le preguntaba si se verían a la noche siguiente, ella daba la callada por respuesta y, por supuesto, no volvía. Pero pasados dos o tres días, él la atrapaba en territorio neutro, pongo por caso la cocina, y mi mujer, haciéndose la mártir, se dejaba conquistar, se abandonaba toda, se derretía. El hombre finalmente la arrastraba hacia su madriguera, le alzaba la bata y le aflojaba la ropa interior, «siéntese aquí, mi reina», y encima le prestaba su rostro para que enloqueciera.
La rendición de Toni Bentley
Marzo 2014
La Sonrisa Vertical SV 134
ISBN: 978-84-8383-855-6
País edición: España
224 pág.
14,42 € (IVA no incluido)
Pocas mujeres lo practican, y muchas menos lo admitirán. Sin embargo, en las atrevidas memorias íntimas de la neoyorkina Toni Bentley, tituladas La rendición, la autora levanta el velo sobre una práctica sexual prohibida por la Biblia y celebra «el goce que se halla más allá de las convenciones, con sus riesgos y sus pasiones». Nos referimos a la sodomía, un acto que «no es tabú... pero sí lo es», afirma Bentley. Pero esta mujer de hoy, moderna, que vive como muchas otras mujeres de nuestros días, no teme contar abiertamente su «rendición», tras ser iniciada por un amante en este placer radical e inesperado, para abordar todos los aspectos de ese acto «sagrado» en el que ella se siente renacer. Un acto que implica abandono y confianza, que colma ciertos deseos de sometimiento, unos anhelos que, por paradójico que parezca, acaban haciéndola dueña de sí misma y de su placer. El camino hacia esa liberación cobra, por una parte, visos espirituales, y por otra, gracias a la franqueza con que cuenta sus experiencias, nos acerca vívidamente una realidad raras veces descrita. La rendición, traducida ya a varias lenguas y muy bien acogida por la crítica, es la exploración de una obsesión que sin duda obligará a los lectores a cuestionarse sus propios deseos.
Ficha del libro
Éste es el trasfondo de una historia de amor. Un trasfondo que es la historia completa. La parte de atrás de una historia, para ser exactos. El amor desde dentro de mi trasero. Colette declaró que no podía escribirse sobre el amor cuando se estaba bajo su embriagador influjo, como si sólo el amor perdido tuviera resonancias. Yo, por mi parte, en este gran amor, no vuelvo la vista atrás, sino que más bien miro desde atrás, narro a partir de lo que he visto con el ojo de detrás. Éste es un libro donde el asunto principal es breve y lo que hay detrás lo es todo. Al fin y al cabo, lo que yo tengo detrás cuenta mucho. Cuando a una la han follado por el culo tanto como a mí, las cosas enseguida se vuelven muy filosóficas y a la vez muy tontas. Me han sacudido el cerebro junto con el culo. Cuando una mujer tiene una polla metida en el culo, se centra de verdad. La receptividad se convierte en actividad, no en pasividad. Hay mucho que hacer. Su polla perfora mi yang –mi deseo de saber, controlar, comprender y analizar– y obliga a mi yin –mi apertura, mi vulnerabilidad– a aflorar a la superficie. No puedo hacerlo sola, voluntariamente. Debo ser forzada. Él me folla en mi feminidad. Como mujer liberada que soy, es para mí la única manera de acceder a ella y conservar la dignidad. Boca abajo, con el culo en alto, no me queda más remedio que sucumbir y perder la cabeza. Así puedo vivir una experiencia que mi intelecto nunca permitiría, una traición a Olive Schreiner, Margaret Sanger y Betty Friedan, y una afrenta, desde la retaguardia, a muchas «feministas» modernas. Pero una vez ahí, no hay vuelta atrás: al control, a ponerme encima, a hombres más femeninos que yo. Sencillamente es así como se manifestó mi liberación. Para una mujer racional, la emancipación por la puerta de atrás nunca sería una elección. Puede ocurrir sólo como un don. Una sorpresa. Una gran sorpresa. Ésta es la historia de cómo llegué a experimentar –y a veces comprender– términos que aluden a la vida espiritual. He aprendido más sobre su significado y su poder por medio de la sodomía que de cualquier otra enseñanza. Y para mí el sexo anal es un acontecimiento literario. Las primeras palabras empezaron a fluir cuando él estaba en lo más hondo de mi culo. Su pluma en mi papel. Su rotulador en mi secante. Su cohete en mi luna. Es curioso de dónde saca una la inspiración. O cómo recibe una el mensaje. Después de mi iniciación supe que debía escribirlo todo. Seguir el rastro, prestar testimonio ante mí misma, ante él, ante la energía armónica que generábamos. Suficiente para horadar los parámetros de mi mundo existente. Suficiente para que la palabra «Dios» cobrase sentido. Suficiente para que la gratitud fluyese como el agua. Al fin y al cabo, yo no deseaba sólo un recuerdo. Inevitablemente, un recuerdo empañaría la verdad con la vanidad de la nostalgia y la autocompasión del deseo perdido. Yo quería documentación, como un informe policial, donde dejar constancia en el mismo momento –o poco después, como mucho una hora– de los detalles del delito, el delito de forzar la entrada y allanar mi culo, mi corazón. El informe diría: esto ocurrió, esto realmente sucedió en mi vida, teniendo yo plena conciencia del hecho. Además, si no lo escribiera todo, nadie lo creería jamás, y yo menos que nadie. No lo creí dos horas después de que él dejase mi cama. Así que lo escribí todo para hacerlo durar más. Para hacerlo real. Me pareció que las palabras eran la única manera de marcar el hito, de conservar mi experiencia transitoria de la eternidad. Esto es un documento testimonial. No paséis por alto el mensaje, distraídas por la profanidad del acto.