Novedades, marzo de 2015: Impedimenta

Publicado el 25 marzo 2015 por Kovua

ISBN: 978-84-15979-35-7

Traducción de Amelia Pérez de Villar

Brian Moore, astuto cronista del alma humana, pasó a ser incluido tras la publicación de esta novela, en 1955, en la nómina de los escritores fundamentales de la narrativa en lengua inglesa del siglo XX.

La solitaria pasión de Judith Hearne, considerada la obra más influyente del novelista irlandés Brian Moore, narra la historia de la autodestrucción de una mujer honesta pero débil en el Belfast gris de la posguerra. Heredera directa de las solteronas de Dublineses, de James Joyce, Judith Hearne es una mujer de cierta edad que no conoce el amor, y que poco a poco ha ido cayendo socialmente en desgracia. Es pobre, aunque respetable. Vive en casas de huéspedes. Tiene pocos amigos y aquellos de los que está más cerca solo la toleran por lástima. Sometida a los prejuicios y aprensiones de una educación temerosa de Dios y más preocupada por las apariencias que por la consecución de la felicidad, confinada en una ciudad triste y casi inmóvil, lo que poca gente sabe es que Judith tiene una vida secreta. Una vida marcada por el estigma de la botella.

Era importante tener algo que contar, algo que interesara a los amigos: la señorita Hearne siempre conseguía encontrar algún suceso interesante donde el resto de la gente solo veía monotonía. A veces le parecía que eso era una especie de don, una de las grandes compensaciones de la vida en solitario. Y un don necesario, además. Porque cuando una mujer está sola, debe encontrar historias interesantes que contar. Otras mujeres hablan de sus hijos, de las compras, de cómo llevar una casa... Y sus maridos les cuentan historias interesantes también. Pero una mujer soltera se encuentra en una situación muy diferen­te: a la gente no le interesa oír cómo lleva sus cosas, no le inte­resa que le hablen de la habitación alquilada donde vive ni del presupuesto. Así que hay que buscar otros temas, y otros temas suponen necesariamente otras personas. La gente que conocía, la gente de la que había oído hablar, la gente que veía por la calle, la gente sobre la que leía... Todas esas personas iban a parar a algo así como un cajón de sastre del que luego podría sacar las historias más adecuadas para cada conversación. Y aquella era la razón por la que hasta un sujeto tan extraño como Bernard Rice era una bendición, a su manera. Era tan raro y tan horrible con sus "sí, mamá", "no, mamá" y su pelo largo y rubio de bebé que sería el protagonista perfecto para su historia del té del domingo, en casa de los O'Neill.

Y así la señorita Hearne decidió que el Sagrado Corazón podía esperar. Y en lugar de seguir pensando en él sonrió a Bernard y le preguntó qué había estado estudiando en la uni­versidad.

-Humanidades -respondió él.

-Ah, ¿tiene planes de dedicarse a la enseñanza? Quiero decir, si su salud...

-No tengo ningún plan -respondió Bernard tranquila­mente-. Escribo poesía y vivo con mi madre.

Mientras lo decía, sonrió a la señora de Henry Rice, y la señora de Henry Rice asintió con la cabeza, cariñosa.

-Bernard no es como otros chicos, que lo único que quie­ren es abandonar a sus pobres madres para enredarse con alguna mujer y casarse antes de tiempo -explicó-. No, a Bernard le gusta su hogar. ¿Verdad, Bernie?

-Nadie me conoce como tú, mamá -dijo Bernard con voz queda. Se volvió hacia la señorita Hearne-: Es un án­gel, de verdad. Mamá es un ángel. Sobre todo cuando no me siento bien.

La señorita Hearne no supo qué decir. No se le ocurrió nin­gún comentario sobre él que fuera, a la vez, lo bastante hipó­crita. Ahí sigue, pensó, mirándome con ese descaro... ¿Qué pasa? ¿Es que llevo la falda subida? No, desde luego que no. La señorita Hearne se tiró de la falda y se la ciñó a las pantorrillas. Resolutiva, hizo girar la conversación hacia algún lugar común.

-Pertenecemos a la parroquia de Saint Finbar, creo, la del padre Quigley, ¿me equivoco?

-Sí, es el párroco. Demasiado directo, ese hombre, ¿no le parece?

-¿De verdad? He oído decir que es un hombre maravillo­so -dijo la señorita Hearne.

Bien sabe Dios que la religión es un refugio hasta para las conversaciones, pensó. Si no tuviéramos párrocos de los que hablar, ¿dónde acabaríamos la mitad de las veces?