Y entonces sucedió algo maravilloso de Sonia Laredo
«Y entonces, mientras estaba en mi casa y me sentía sola, fracasada y desesperada, me dispuse a jugar a mi juego privado de los libros, buscando consuelo. Me preparé para seguir el camino que los libros me indicaran sin saber que me llevarían a encontrarme con un reino mágico, un hombre misterioso, un viejo secreto y un tesoro incalculable. Pero en aquellos momentos, yo no sabía nada de todo eso. Lo único que podía hacer era esforzarme para no llorar.»
Brianda Gonzaga, una editora de éxito que ronda los cuarenta, rompe de manera forzosa con su realidad cuando la despiden sin demasiadas contemplaciones. Sumida en una espiral de desasosiego, busca consuelo en quienes nunca le han fallado, los libros, y siguiendo una suerte de pálpito, se embarca en un viaje que la llevará a un lugar perdido entre las montañas que la cambiará para siempre: el Concejo de Nuba.
Y entonces sucedió algo maravilloso. El anuncio de una vieja librería en traspaso en la que buscar un tesoro, una tormenta, los brazos de un enigmático amante y el fantasma de un niño desaparecido en el pueblo unos años atrás arrastrarán a Brianda a una historia apasionante en la que empezar a ser la protagonista de su propia vida, sin renunciar a nada de lo que es importante: la amistad, el amor, la alegría el conocimiento y sí…, también un poco de sexo.
Ficha del libro
No quiero ser como el camello del cuento de Rudyard Kipling que, en el principio de los tiempos, cuando el mundo era nuevo y todos eso, y los animales apenas comenzaban a trabajar para los hombres, vivía en medio del Desierto Aullante porque no quería trabajar, se limitaba a ser un aullador que comía palos, tamariscos, vencetósigos y espinas, y con lamentable pereza cada vez que alguien le hablaba respondía: «¡Jorobar!»… No, yo no quiero ser como ese camello porque ya sabemos cómo acabó el pobre, y que por eso los camellos siguen jorobados y nunca aprendieron a comportarse. En algunos casos, purificar nuestra voluntad de la inmundicia de la pereza es un trabajo titánico. Más penoso para nosotros de lo que fue para Hércules limpiar los establos de Augías, ¡que hacía treinta años que nadie los baldeaba un poco! Pero eso únicamente sucede cuando somos sumamente pobres porque no hemos trabajado lo suficiente, de modo que no tenemos pan que guardar en la artesa, ni artesa para guardar el pan, ni casa donde colocar la artesa, ni pedazo de tierra para plantar nuestra casa. La casa y el pan y la artesa del corazón. Ocurrió una mañana de primavera, extrañamente hermosa, en un Madrid que había logrado por fin sacudirse de encima la seta gris de la contaminación gracias a unas lluvias frescas y vigorizantes caídas por sorpresa la noche anterior. Yo era una editora muy preocupada —las ventas habían caído en picado, llegando en algunos casos al cincuenta por ciento—, la recesión económica no estaba dejando títere con cabeza. Sufríamos todos, desde el panadero hasta el editor. Del encofrador al peluquero de la reina. Estaba teniendo una jornada agradable. Hacía cuatro años que trabajaba bajo mucha presión por culpa del bajón que había dado la industria del libro. Sí, porque el libro también es un negocio. Muchos piensan que un editor que desea vender libros es un ordinario, un repugnante traidor a las puras esencias del arte, un avaricioso, y casi más inmoral que un traficante de armas. Hay personas que siguen con este prejuicio metido en la cabeza. Conozco a algunas de ellas que no sólo piensan así, sino que llevan toda la vida robando libros, como para apoyar su absurda tesis. Ni siquera se dan cuenta de que, cuando roban, no le roban al editor ni al autor: le roban al pobre librero. Uno de esos cleptómanos del libro, que fue joven en un París de hace décadas, me confesó que entre él y unos amigos estudiantes de la época habían logrado arruinar a un maravilloso librero parisino que a todos les daba cobijo, amistad, café y conversación. Le saquearon la librería sistemáticamente mientras se recitaban a sí mismos la excusa de que vender libros es obsceno y que, el pobre librero, no sólo debía de ser rico sino que se tenía merecido el robo. Como si los libros no fuesen también un objeto. Un objeto noble y precioso, por supuesto, pero una mercancía delicada que, en caso de no conseguir suficientes compradores, se pudre en los almacenes, se muere en silencio, e impide que nuevos libros sigan editándose, que avance la cultura, el conocimiento y por lo tanto la riqueza de un país, del mundo entero.
Quédate con nosotros, Señor, porque atardece de Álvaro Pombo
En un pequeño convento trapense situado al sur de Granada, en el caserío de La Gorgoracha, aparece ahorcado el padre Abel, uno de los monjes, y a pesar de que ha sido un suicidio, el prior ha tomado la decisión de declarar el hecho como muerte accidental. El impacto brutal que lo ocurrido provoca en cada uno de los cinco miembros de la comunidad se verá agravado por la determinación un tanto morbosa de un intelectual mediático granadino por ahondar en la verdadera naturaleza de esa muerte y sacar a la luz el diario del fraile, en que previsiblemente daba razón de sus razones.
A pesar de la ocultación y la manipulación del prior, que quiere preservar la vida de quietud, oración y fe de su comunidad, la turbación invadirá el ánimo del resto de los monjes y provocará una conmoción que transformará sus vidas.
Una intensa novela en que la indagación espiritual y filosófi ca se entrelaza con una insospechada trama criminal, y que confirma a Pombo a la cabeza de la narrativa más intrépida y deslumbrante de nuestro país.
«Es un talento de los más extravagantes, audaces y lúcidos de la actual narrativa.» Juan A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia.
Ficha del libro
Cada cual y lo extraño de Felipe Benítez Reyes
Estructurado como un «almanaque de historias», Benítez Reyes nos ofrece doce relatos, uno por cada mes del año: enero y los falsos magos de Oriente, febrero y las segundas rebajas –comerciales y sentimentales– en una infancia remota, marzo y unos carnavales tardíos, abril y el rumbo imprevisible de las fortunas, mayo y el frustrado examen de química de un lector de tebeos de superhéroes, junio y una noche simbólica de San Juan, julio y un crucero de deriva complicada por el Báltico, agosto y el amor adolescente en los cines, septiembre y una experiencia militar camuflada de experiencia intelectual, un octubre con malos presagios, noviembre y una función geriátrica del Tenorio, diciembre y una inoportuna cena de empresa.
Historias que desplazan su eje al ámbito de la extrañeza intrínseca de la vida, a su lado cómico y sobrecogedor, con su cuota de ridiculez y de prodigio. Un libro portentoso, que une su profunda humanidad a un estilo brillante y perspicaz, de bellísimos hallazgos, que logra cautivar inmediatamente al lector.
Ficha del libro
La cabalgata fue, como siempre, triste y barata, con esa tristeza de fondo de las celebraciones pueblerinas, porque en los lugares pequeños casi nadie acaba de mostrar entusiasmo ante esos espectáculos que vienen a ser parodias melancólicas de los fastos de las capitales. Recuerdo que aquel año sacaron, como novedad, a media docena de jinetes vestidos de otomanos o de algo así, con caballos entalonados con un penacho de plumas amarillas y guiados por palafreneros disfrazados de guardias austrohúngaros algunos y otros de dominós, porque se ve que la guardarropa municipal no andaba muy surtida y propiciaba aquellos desajustes. Al pasar por delante del balcón de casa, mi padre nos lanzó caramelos a manos llenas. Mi madre lo saludó con disimulo. Yo sentí vergüenza de saber quién era aquel rey que tuvo que arrojar hacía nosotros cuatro balones de goma antes de que cayese uno dentro del balcón. Aquella noche dormí tranquilo, dentro de lo que cabe, porque sabía que los pasos que oiría de madrugada no serían los de unas babuchas orientales, sino los de unas zapatillas de paño que vendían en el Bazar Grumete. Antes de estar en el secreto, en los delirios ansioso de mi duermevela, yo lograba oír el sonido arrastrado de las suelas de cuero de las babuchas puntiagudas e incrustadas de joyas de sus tres majestades, lujosas aunque sucias de tanto transitar los caminos infinitos del mundo, porque siempre se me figuraron sucios aquellos viajeros. Al día siguiente, mi padre salió de casa muy temprano, pues, en su calidad de monarca de las ilusiones, tenía que visitar a niños pobres y enfermos. Volvió, disfrazado, a eso del mediodía, cuando yo andaba jugando con las cosas que no había pedido en mi carta. Llegó con Baltasar, porque Melchor andaría en otras misiones. Los dos llevaban mocasines. Mi padre, supongo que para que no le reconociese, se había quitado las gafas. Sus ojos parecían tener un velo líquido. «Esto es para ti», me dijo, ahuecando mucho la voz. Me entregó un paquete con una escopeta de balas de corcho y me dio un beso. Usaba Varón Dandy. Acabo de volver del hospital. Han pasado cuarenta años desde que mi padre fue rey. Por encima de la mascarilla de oxígeno he vuelto a ver sus ojos sin gafas: el mismo velo líquido, pero con el añadido de un terror de fondo. Un terror imagino que inconcreto: a la muerte, sin dudad, pero quizá también a lo que ha sido su vida, a ese error minucioso y prolongado que ya no tiene redención, al menos por lo que a mí respecta, aunque esa sería otra historia. Durante años estuve pidiéndoles a los reyes un caballo de cartón. Durante años les pedí un juego de química. Durante años les supliqué una bicicleta de carreras. Nunca llegaron, y aquello me convirtió en un niño no sé si desengañado o rencoroso, o tal vez ambas cosas. Ese mismo desengaño que he visto hoy en los ojos de mi padre. Ese mismo rencor que he visto hoy en los ojos de mi padre.
La saga de los Rius de Ignacio Agustí
«La seda de Mariona crujió, prendida de algún botón, de un clavo, quizá, que la desgarraba. Él la asió fuerte por la cintura. Recogió su guante. La llevaba recostada por la cintura sobre su hombro. Los cabellos, sueltos, flotaban. Atravesó el pasadizo con lentitud, para no herirla, con cuidado, con la frente alta, el mentón salido. Logró ganar la sala de entrada, luego el primer peldaño de las escaleras. Consiguió mantener firme su pie. Uno a uno, con seguridad creciente, iba subiendo los peldaños, por la parte de fuera de la alfombra, para sentir la seguridad del contacto. Y al fin del primer tramo, casi en el rellano, se detuvo, porque había oído el rumor de que algo se perdía, que huía cristalinamente; eran golpecillos secos y rotundos, saltarines, sobre el mármol de los peldaños. Se volvió, apenas, y vio como iban saltando por los peldaños, hasta ganar el suelo, las perlas del collar...»
Ficha del libro
Los Rius eran ya entonces una de las primeras fortunas de la ciudad. Recién llegado de América, adonde había ido con lo puesto, el padre estableció unos telares en la parte posterior de un almacén de coloniales que había instalado pocos meses antes. Prosperó velozmente. En dos lustros se sabía de tres solares adquiridos por él en la parte alta de la ciudad, en uno de los cuales se estaba edificando a todo tren una gran casa de pisos. La fantasía de los barcelonenses, sin distinción, daba vueltas en torno a dicha familia; se decía, por ejemplo —sin ninguna justificación—, que don Joaquín Rius había adquirido una cuadra de seis caballos y que en las grandes solemnidades los hacía enganchar a todos en la «victoria» para ir a dar una vuelta por las Ramblas. El artefacto tenía la virtud de embarullar la circulación; y se decía que para dar la vuelta a la Plaza de San Jaime el lacayo tenía que bajar y coger por la brida al primer tronco, que no se decidía a asumir por sí solo la responsabilidad de la maniobra. La señora Rius tomaba muy en serio la reciente opulencia —afirmación aventurada, dado que la pobre doña Paula no hacía más que añorar sus tiempos de menestrala— y no cesaba de mostrar en todo momento evidencias de la misma. La calumnia era, sin embargo, dulce y llevadera; aparte de sus joyas —se decía—, que lleva hastapara barrer (pues las caritativas lenguas afirmaban que la señora Rius no desdeñaba los menesteres más modestos, en recuerdo de sus añosmozos), sentía el prurito de ofrecer a sus amistades opulentos chocolates a la manera de París y el empeño de abrirse, como fuera, un hueco en la mejor sociedad. Empeño, a nuestro entender, difícil, en tiempos en que la gente no se vendía aún por un chocolate. Pero la propalación de tales fantasías no distraía al padre de su obligación. Acompañado de su primogénito se dirigía a las seis en punto a la fábrica, que ahora ocupaba ya enteramente el almacén más algunas derivaciones adheridas. Sin que mediara entre padre e hijo una sola palabra, casi ni los buenos días, caminaban suburbio adelante con paso regular, y el eco de sus pisadas resonaba con rotundidad en el empedrado solitario, húmedo de la bruma, como si se tratara de un solo caminar. Simultaneidad pareja a la de las reflexiones de ambos, pues se hallaban enfrascados de tal modo en el trabajo del día que el silencio quedaba empañado de un cariño acrecentado por todas las complicidades de la sangre y de la empresa común. El hábito de diez años de madrugar juntos y a una hora invariable eliminaba en el curso del camino todo propósito consciente. Las contingencias de la ruta eran salvadas con regularidad matemática de un día a otro, de un año a otro; cada día cruzaban las aceras no solo en el mismo lugar, sino también sobre invariable adoquín, y a la misma décima de segundo. El camino de la fortuna había sido arduo para don Joaquín Rius. Hijo de los dueños de una herboristería de la calle de la Paja, todas las mañanas salía con sus hermanos a recoger espliego, hierbaluisa, tomillo, en las laderas de las lomas vecinas. Estas hierbas, las de mayor consumo y menor rendimiento, son las que no crecían en la huerta artificial, hecha de rebrotes y de trasplantes, ni en los tiestos, de los que la rebotica de los padres de Rius estaba colmada; por el contrario, era preciso agarrarlas en el propio terreno, agacharse y acarrearlas, vivas aún, a la ciudad que reposaba en la planicie, comenzando lentamente a desvelarse. Los recuerdos de los primeros trabajos de Joaquín Rius van unidos al del propósito, todavía vago y presentido, dellegar hasta donde los demás; aquellos «demás», dueños de las berlinas que se detenían de tarde en tarde ante la puerta de la botica, y de las cuales bajaba apresurada un ama de llaves en busca del manojo prescrito para la pequeña, que se había resfriado, o para el reuma del abuelo; los «demás», dueños de los flamantes carruajes cuyo paso era saludado por el vecindario con reverencia respetuosa y solemne; los que en la procesión llevaban el hacha con una naturalidad condescendiente y delicada cual si llevaran un cetro. Sí; sobre todas las ambiciones, la de la preponderancia que da el dinero y no ciertamente por el dinero mismo; sabía que no se trata de un montón de metal muerto, sino de la vida misma, de la conciencia del trabajo; él es el espejo del alma, más aún que el rostro, que muda y envejece. Por las noches, al salir de la tienda, iba con Paula, la hija de la planchadora, tan íntima de su madre, a pasear por las Ramblas y ambos llegaban caminando hasta el puerto, donde los bajeles aguardaban y se mascaba un olor acuciante de madera y de sal. Joaquín Rius permanecía absorto ante las panzas de los buques, la silueta altísima de un velero, el gallardete retorciéndose al viento en que culminaba el palo mayor. Paula tenía que sacarle de su ensimismamiento.
El cambio comienza en ti (Cuando la indignación se convierte en contrapoder) de Pablo Gallego y Fabio Gándara
El 15 de mayo de 2011 se agitó en España una movilización popular que, más allá de la infinita estampa de plazas llenas de ciudadanos expresando su indignación, ha alumbrado una nueva cultura política en nuestro país. Desde entonces, lentamente pero sin pausa, una férrea voluntad de cambio ha ido tomando fuerza en el seno de la sociedad española.
Fabio Gándara y Pablo Gallego, dos de los jóvenes implicados en la gestación de aquellas protestas, han sido testigos activos de ese cambio. En este libro explican cómo aquella movilización se ha convertido en un espíritu crítico que ha calado en la población y se ha traducido en multitud de iniciativas para gestionar los asuntos de la comunidad de manera más justa, eficaz, sensata y a la altura de las personas.
Los ejemplos y las sugestivas teorías que los autores detallan en estas páginas son la prueba de que la forma de hacer política del futuro ya está aquí y ha venido para quedarse. Las nuevas tecnologías ponen al alcance de todos recursos inéditos para dar salida al activismo ciudadano, como demostró recientemente Pablo, quien en menos de una semana reunió más de un millón de firmas pidiendo la dimisión de los cargos del Partido Popular acusados de corrupción.
Detrás de esta pasión por avanzar hacia un mundo más justo y humano no hay siglas de partidos ni consignas partidarias, sino ciudadanos como tú. Con esa confianza, de igual a igual, Fabio y Pablo se atreven a reclamar tu atención y a invitarte a actuar. Porque –concluyen– el cambio que ha de venir, y que este libro anticipa, comienza en ti.
Ficha del libro
Ignacio Agustí, el árbol y la ceniza (La polémica vida del creador de La saga de los Rius) de Sergi Doria
Nacido poco antes de la primera guerra mundial, poeta en catalán antes de la guerra civil —en la que se alineó con los vencedores—, alma de la revista Destino casi desde su primer número y novelista de mucho éxito y poco reconocimiento, Ignacio Agustí (1913-1974) fue, por encima de todo, un periodista impenitente y uno de los autores más desconocidos y más leídos de la primera mitad del siglo XX.
Cien años después de su nacimiento, y setenta de la aparición de su novela más popular, Mariona Rebull (1943), la biografía de Ignacio Agustí que ha escrito Sergi Doria viene a reivindicar la fi gura de un escritor en el purgatorio, autor de cinco novelas que se convirtieron a mediados del siglo XX en el primer best seller made in Barcelona, y que fueron también el punto de partida de una de las series de mayor éxito de TVE: La saga de los Rius.
«Esta magistral biografía trasciende el retrato de un personaje fascinante perdido en su laberinto y pinta un gran fresco de un mundo que, lejos de haber desaparecido, esconde las claves para entender el que nos rodea hoy mismo. Porque aunque pueda parecer que Sergi Doria, como Ignacio Agustí, nos habla “de muchos años atrás”, nos está hablando de nosotros mismos, de nuestra memoria y de nuestra identidad y conciencia. Sólo se me ocurre añadir que ya era hora y que si en alguna cosa tuvo suerte Ignacio Agustí fue en que su propia historia no pudo haber encontrado mejor ni más honesto narrador.» CARLOS RUIZ ZAFÓN.
Ficha del libro