El canto del cisne (Un nuevo y extraño misterio para Gervase Fen) de Edmund Crispin
ISBN: 978-84-15578-22-2 Encuad: Rústica Formato: 13 x 20 cm Páginas: 280 PVP: 19,95 €
Tras el éxito de La juguetería errante, vuelve el profesor de Oxford y detective aficionado Gervase Fen, para resolver otro extraño crimen a puerta cerrada. Cuando una encopetada compañía de ópera recala en Oxford para poner en marcha la primera producción posbélica de Los maestros cantores de Núremberg, de Wagner, la felicidad que reina en el ambiente pronto quedará ensombrecida por la aparición del odioso y molesto tenor Edwin Shorthouse. Todo el mundo tiene un motivo personal para odiar con toda su alma a Shorthouse, pero ¿quién de los presentes será tan torpe como para acabar con él ahorcándole y apuñalándole en su propio camerino, cerrado por dentro? Como dice Edmund Crispin en la primera línea de esta perspicaz novela: «Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante».
Ficha del libro
La muerte del corazón de Elizabeth Bowen
ISBN: 978-84-15130-38-3 Encuad: Rustica Formato: 14 x 21 cm Páginas: 406 PVP: 23,95 €
Publicada en 1938, y considerada una de las 100 mejores novelas del siglo XX por la revista Time, La muerte del corazón es la obra más perfecta de Elizabeth Bowen, una autora que ha sido comparada con escritores de la talla de Virginia Woolf, E. M. Forster y Henry James. Ambientada en el Londres de entreguerras, la novela narra la historia de Portia Quayne, una huérfana de dieciséis años, que, tras la muerte de su madre, es acogida por su medio hermano Thomas y por la mujer de este, Anna, que llevan una vida lujosa aunque emocionalmente estéril. Portia, quien hace gala de una extraordinaria capacidad de observación, se siente perdida en este nuevo mundo de vana falsedad y ostentación y, en su necesidad de hallar una referencia afectiva, poco a poco se irá enamorando de Eddie, un joven irreflexivo y alocado que mantiene una extraña relación con Anna.
Ficha del libro
Saint-Quentin se puso en marcha tras comentar bruscamente cuánto le aburría contemplar el lago. El frío empezaba a mordisquear sus rostros, a filtrarse por las suelas de sus zapatos. Anna echó una mirada melancólica al puente; no había acabado de contar todo cuanto deseaba contar. Dejando detrás el lago, avanzaron hacia los árboles que crecían junto a los límites del parque. A esas horas, alrededor de Regent’s Park, el tráfico era muy intenso; los coches pasaban sin descanso; pronto se encenderían las luces y sonarían los silbatos que anunciaban el cierre del recinto. Lejos, en el extremo de la calle, el crepúsculo hacía que los edificios de tiempos de la Regencia pareciesen situados a una falsa distancia; así, contra el cielo, parecían siluetas descoloridas, ornamentadas sin gracia, frágiles y frías. La negrura de las ventanas todavía sin iluminar, desprovistas de cortinas, hacía que las casas parecieran huecas en su interior… Saint-Quentin y Anna continuaban dentro del recinto del parque, marchando hacia la casa de ella. Interrumpida en su relato, Anna mecía sin consuelo su manguito negro, incapaz de seguir el ritmo de su compañero. Saint-Quentin acostumbraba a caminar a toda prisa; en algunas ocasiones, era como si no le agradase el sitio donde estaba; en otras, parecía resuelto a dejar atrás cualquier atracción del momento. La rigidez y severidad de su porte le dotaban de un aire anticuado, poco menos que militar, aunque resultaba engañoso. Era alto, peinaba en brosse su pelo oscuro, un poco parecido a la piel de un animal, y lucía un bigotito a la francesa. Acostumbraba a entrar en los salones con la actitud de esos hombres que, quizá por ser bien conocidos, pueden terminar envueltos en situaciones incómodas. Los escritores suelen verse enfrentados con personas dispuestas a tomarse libertades con ellos, y Saint-Quentin, aparte de la fiel bondad que demostraba ante Anna y ante uno o dos amigos más, detestaba el trato íntimo, pues hasta entonces no le había causado más que sinsabores. El temor a sentirse expuesto explicaba su tendencia a apresurarse, a ser superficial hasta el insulto, a malinterpretar adrede. Ni siquiera Anna lograba saber a ciencia cierta cuándo a Saint-Quentin le parecía que ella había ido demasiado lejos, pero la suya era una amistad tan sólida que Anna había dejado de preocuparse por eso. Además, Saint-Quentin se llevaba bien con su marido, Thomas Quayne, y frecuentaba a los Quayne como un fantasma que aprecia los buenos sentimientos conyugales. En la medida en que los Quayne eran una familia, Saint-Quentin era lo que se conoce como un amigo de la familia. Claro que ahora Anna, enfadada por haber hablado de más, jadeante por el deseo de seguir hablando, hubiera querido que Saint-Quentin no caminase tan deprisa. La mejor ocasión de hablar se había presentado cuando logró que se detuviese.