Operación Dulce de Ian McEwan
Inglaterra, 1972. En plena Guerra Fría la joven estudiante Serena Frome es reclutada en Cambridge por el MI5. Su misión: crear una fundación para ayudar a novelistas prometedores, pero cuya verdadera finalidad es generar propaganda anticomunista. Y en su vida dominada por el engaño entra Tom Healy, joven escritor del que acabará enamorándose. Hasta que llega el momento en que tiene que decidir si seguir con su mentira o contarle la verdad... Esta deslumbrante narración atrapa y sorprende al lector con sucesivas vueltas de tuerca en las que realidad y ficción se funden y confunden. Con extraordinaria sutileza psicológica, una trama trepidante y momentos de fina ironía, Ian McEwan demuestra una vez más que es un maestro consumado del arte de la novela. «Una novela que es una enorme y maravillosa muñeca rusa... Es una novela irónica y una novela de ideas, pero a diferencia de otros libros de ese estilo, es también intensamente emocionante» (Julie Myerson, The Observer). «De una agudeza absoluta... Una novela sublime» (Lucy Kellaway, The Financial Times). «Extremadamente inteligente. Es, de lejos, su libro más jovial» (Kurt Andersen, The New York Times Book Review).
Ficha del libro
Canadá de Richard Ford
Dell Parsons tiene quince años cuando sucede algo que marcará para siempre su vida: sus padres roban un banco y son detenidos. Su mundo y el de su hermana gemela Berner se desmorona en ese momento. Con los padres en la cárcel, Berner decide huir de la casa familiar en Montana. A Dell, un amigo de la familia le ayudará a cruzar la frontera canadiense con la esperanza de que allí pueda reiniciar su vida en mejores condiciones. En Canadá se hará cargo de él Arthur Remlinger, un americano enigmático cuya frialdad oculta un carácter sombrío y violento. Y en ese nuevo entorno, Dell reconducirá su vida y se enfrentará al mundo de los adultos. Una bellísima y profunda novela sobre la pérdida de la inocencia, sobre los lazos familiares y sobre el camino que uno recorre para alcanzar la madurez. «Uno de los mejores estilistas y uno de los narradores más humanistas de América... Es su libro más elegiaco y profundo» (Ron Charles, The Washington Post). «Un grandísimo escritor» (M. Dirda, The New York Review of Books). «Un vasto y magnífico fresco. Ésta es una de las primeras grandes novelas del siglo XXI» (John Banville). «Fascinante» (Colm Tóibín).
Ficha del libro
Mi madre, Neeva (diminutivo de Geneva) Kamper, era una mujer menuda, intensa, con gafas, de pelo castaño y rebelde, alguna de cuyas hebras aterciopeladas se le deslizaban por el borde de las mejillas hasta debajo de la barbilla. Tenía cejas espesas y frente reluciente, de piel fina, tras la que se le traslucían las venas, y una tez pálida de vivir dentro de casa que le daba un aspecto frágil, sin que ella lo fuera en absoluto. Mi padre, en broma, decía que la gente de donde él venía, en Alabama, al pelo de mi madre lo llamaba «pelo de judío» o «pelo de inmigrante», pero que a él le gustaba y que a mi madre la amaba. (Ella nunca pareció prestar mucha atención a estas palabras.) Sus manos eran pequeñas y delicadas, de uñas muy cuidadas (se hacía regularmente la manicura) y bruñidas, de las que solía presumir y con las que gesticulaba con aire ausente. Tenía un talante escéptico, y solía escuchar con gran atención cuando le hablábamos; también tenía ingenio, que a veces podía ser mordaz. Llevaba gafas sin montura, leía poesía francesa, y a menudo utilizaba expresiones como cauchemar o trou de cul, que mi hermana y yo no entendíamos. Escribía poemas con tinta marrón que compraba por correo, y llevaba un diario que nosotros no podíamos leer, y normalmente tenía una expresión de perplejidad ligeramente altiva y como estigmatizada, que llegó a ser muy propia de ella, si no lo había sido siempre. Antes de casarse con mi padre y de tenernos rápidamente a mi hermana y a mí, se había graduado a los dieciocho años en el Whitman College de Walla Walla, había trabajado en una librería y posiblemente acariciado la idea de convertirse en poetisa y en bohemia, y la esperanza de llegar a conseguir un trabajo de estudiosa profesora en un pequeño college, casada con alguien diferente del hombre con quien se había casado realmente, un profesor universitario probablemente, que le daría la vida para la que ella creía que estaba destinada. En 1960, el año en que tuvieron lugar los hechos, tenía sólo treinta y cuatro años. Pero tenía ya «arrugas marcadas» a ambos lados de la nariz, que era pequeña y rosada en la punta, y los párpados oscuros de sus grandes y penetrantes ojos verde gris le hacían parecer extranjera y un tanto triste e insatisfecha, lo cual era cierto. Su cuello era delgado y hermoso, y su sonrisa repentina e inesperada dejaba al descubierto unos dientes pequeños y una boca en forma de corazón, de jovencita. Una sonrisa que –salvo a mi hermana y a mí– rara vez ofrecía. Nos dábamos cuenta de que era una persona de apariencia poco corriente, vestida las más de las veces con pantalones anchos color verde oliva y blusas de algodón de mangas holgadas y zapatos de cáñamo y algodón que debía de haber encargado por correo en la Costa Oeste, porque no podían comprarse zapatos de ésos en Great Falls. Y cuando se ponía a regañadientes al lado de nuestro padre, alto y guapo y extrovertido, aún parecía más fuera de lo corriente. Aunque eran raras las veces en que «salíamos» en familia, o comíamos en restaurantes, así que apenas podíamos darnos cuenta de cómo aparecían ante el mundo, entre desconocidos. A nosotros la vida en casa nos parecía de lo más normal. Mi hermana y yo entendíamos perfectamente por qué mi madre se había sentido atraída por Bev Parsons, un hombre de hombros fuertes, hablador, divertido, siempre dispuesto a complacer a cualquiera que se encontrase a su alcance. Pero nunca estuvo demasiado claro por qué se había interesado él por ella, una mujer muy menuda (de poco más de un metro cincuenta), introvertida y tímida, apartada de la gente, artística, guapa tan sólo cuando sonreía e ingeniosa sólo cuando se sentía completamente a gusto. Nuestro padre debía de apreciar de algún modo todo aquello, de percibir que ella tenía una mente más sutil que la de él, y que sin embargo él era capaz de complacerla, lo cual le hacía feliz. Decía mucho en su favor que –más allá de las diferencias físicas– mirara al corazón de las cosas humanas, y yo admiraba eso en él por mucho que mi madre no se diera cuenta de ello. Pero, en mi cabeza, la extraña unión de unos atributos físicos que no casaban siempre es en parte la causa por la que acabaron mal: no había ninguna duda de que no eran apropiados el uno para el otro y de que no deberían haberse casado ni haber hecho nada de lo que hicieron; tenían que haber tomado caminos distintos después de su primer y apasionado encuentro, con independencia de las consecuencias. Cuanto más estaban juntos, y mejor se conocían, más comprendía ella –al menos– que habían cometido un error, y más extraviadas se volvían sus vidas a medida que pasaba el tiempo –como en esas largas pruebas de matemáticas en las que los primeros cálculos son erróneos, con lo que los siguientes se van alejando más y más del punto en que las cosas tenían sentido–. Un sociólogo de la época –principios de la década de 1960– habría dicho quizá que nuestros padres estaban en la vanguardia de un momento histórico, y se contaban entre los primeros que transgredieron los límites que la sociedad impone, que abrazaron la subversión y creyeron en credos que exigían ratificación a través de la autodestrucción. Pero se habría equivocado. Nuestros padres no eran personas temerarias en la vanguardia de nada. Eran, como ya he dicho, gente normal a la que le jugaron una mala pasada las circunstancias y los malos instintos, y la mala suerte, que les hicieron aventurarse más allá de las fronteras que –sabían– eran las correctas, y luego fueron incapaces de volver atrás.
Días sin hambre de Delphine de Vigan
Esta primera novela de Delphine de Vigan, publicada en el año 2001 con el pseudónimo de Lou Delvig por razones familiares, cuenta la historia de una joven anoréxica de diecinueve años. El relato que Laure hace en su diario de un cuerpo al borde de la muerte es verosímil y perturbador. Desde las primeras líneas de la novela el lector acompaña a la joven a través de su recuperación y de su aprendizaje: volver a comer pero, ante todo, volver a sentirse poseedora de un cuerpo susceptible de despertar el deseo del otro. Esta novela de trama mínima es en realidad una poderosa bildungsroman, un despertar a la vida y al amor, aunque el viaje de su protagonista es interior y se desarrolla entre las cuatro paredes de un hospital. «A pesar de tratar un tema particularmente complicado, Días sin hambre es de una destacable sobriedad y halla el tono justo» (Emilie Grangeray, Le Monde). «Libro magnífico» (C. D-M, Marianne). «Un libro sincero, sin compasión; nada más que la precisión de las palabras y la agudeza del análisis» (Catherine Schwaab, Paris Match).
Ficha del libro
Por primera vez alguien gritaba para que se volviera, alguien la llamaba, sabía ponerle un nombre a aquel sufrimiento, el sufrimiento de su cuerpo. Por primera vez alguien acudía a buscarla allí donde los demás no podían, no se veían ya capaces. Él le pedía, le ordenaba que acudiera. Sabía que todo dependía de ese primer contacto. Ella se imaginaba la aprensión que había sentido, quizá, al marcar el número. Oía, a través de las inflexiones de su voz, el miedo a fracasar y también esa voluntad brutal que tenía de convencerla. Colgó el teléfono. Permaneció largo rato postrada. Pero quién me mandará meterme en esto. El miércoles cogió el metro hasta el hospital. Apenas podía caminar. Entró en el consultorio, se sentó frente a él. No se le ocurría nada que decir, estaba vacía, totalmente vacía. Él le hizo unas preguntas, por cumplir, y luego casi le suplicó, tengo una habitación para usted, tal como está no puede marcharse. Ella se negó. Él buscaba las palabras adecuadas para retenerla. Tenía las manos posadas en el escritorio, aquellas manos menudas que un día deslizaría por su piel transparente. Era demasiado pronto, a pesar de ese tiempo que ella ya no tenía. Él no cesó de repetir que no se podía recoger a la gente en la calle, no se les podía obligar. Ella cerró la puerta al salir, titubeante, volvió a tomar el metro sin poder derramar una lágrima.
Estela del fuego que se aleja de Luis Goytisolo
Los primeros capítulos de Estela del fuego que se aleja están dedicados a «la crisis que atraviesa el protagonista», al que se nombra con la letra A. Se trata de «un hombre de mediana edad que, con todo y haber sabido hacerse con los signos distintivos del triunfador nato –éxito profesional, amor, dinero–, se siente íntimamente malogrado, convencido de que ha desperdiciado su talento, y las metas a las que ese talento podía haberle llevado, en aras de la seguridad material». El dibujo de esta situación «se organiza en torno a unos cuantos núcleos temáticos relacionados con el protagonista, amigos, matrimonio, familia, infancia, actividades políticas de su época de estudiante, aventuras amorosas, etc., pequeños episodios que, aunque aparentemente inconexos y hasta irrelevantes, terminan por configurar una imagen acabada tanto de lo que nuestro personaje es como de lo que hubiera querido llegar a ser». Quien brinda tan precisa descripción de la novela es B, el «otro» protagonista de la misma, cuya voz y cuyas peroratas irrumpen en el texto orientándolo en una dirección imprevista. B es una especie de contrafigura grotesca de A, en la que se reconocen –ya sea invertidos, ya sutilmente reelaborados– algunos de los rasgos de éste. Uno y otro parecen hallarse a cada lado de un mismo espejo, sin que en definitiva quepa dilucidar de un modo inequívoco quién es reflejo de quién, quién
el creador y quién la criatura en un texto que podría ser obra tanto del uno como del otro, cada uno de los dos personajes susceptible de ser entendido como el negativo del otro. Estela del fuego que se aleja fue la primera novela escrita por Luis Goytisolo después de Antagonía, algunos de cuyos postulados fundamentales elabora de forma lúdica y maliciosamente rocambolesca.
Si Antagonía era una novela sobre la creación, Estela del fuego que se aleja es una novela sobre la relación del creador con su obra y de ésta con su vida. Treinta años después de su primera edición, la recuperación de Estela del fuego que se aleja la señala como una novela asombrosamente vigente, que conserva intacta la dinamita de su humor despiadado y su capacidad de interpelar perturbadoramente al lector. «Goytisolo vuelve a Proust del revés, ya no es la vida la que se transforma en escritura, sino la literatura la que explica el mundo, quien en definitiva lo hace vivir» (Rafael Conte, El País). «Toda la novela nos conduce a su propio autor y plantea una indagación autobiográfica de la trayectoria humana y las incertidumbres estéticas del mismo Goytisolo» (Santos Sanz Villanueva, Diario 16). «La novela exprime agudísimamente el asco de la prosa del mundo: dominical, notarial, mediocrática» (Gonzalo Sobejano). «Páginas de rigurosa inteligencia, de ambiciosa elaboración, de delicada nostalgia, de espléndido sarcasmo. En definitiva, una novela desconcertante, deslumbradora y extraordinaria» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia).
Ficha del libro
Supongo que algo semejante pensaron los miembros del jurado del Premio de la Crítica que en abril de 1985 distinguió a Estela del fuego que se aleja como la mejor novela en castellano publicada en España durante el año 1984. Bien es cierto que entre los miembros de ese jurado se contaban lectores atentos y puntuales de Antagonía, como Luis Suñén, Robert Saladrigas o Rafael Conte, quienes probablemente invocaron el peso y el valor incontestables de esa novela como argumentos para galardonar lo que sin duda era una digna y consecuente secuela de la misma. El propio Luis Goytisolo, en las declaraciones que realizó con motivo de recibir el premio, asumía que su nueva novela no era mejor que la anterior. Le bastaba con pensar –decía– que estaba a la altura. El caso es que la tonalidad de Estela del fuego que se aleja no podía menos que resultar familiar al lector de Antagonía. No es que se establezca ninguna clase de continuidad entre las dos novelas, ni siquiera en forma remota o indirecta: ocurre simplemente que en Estela... se pone en marcha un mecanismo narrativo semejante al ensayado ya en diferentes lugares de Antagonía (las notas de Raúl en Los verdes de mayo hasta el mar, los apuntes de Matilde Moret en La cólera de Aquiles, las anotaciones de los tres diarios que conforman Teoría del conocimiento), y que lo hace nutriéndose de un material en buena medida semejante. He dicho narrativo, pero conviene advertir que, al hablar a cualquiera de las novelas de Luis Goytisolo, este calificativo debe adoptarse en su dimensión menos épica, rebajando al He dicho narrativo, pero conviene advertir que, al hablar a cualquiera de las novelas de Luis Goytisolo, este calificativo debe adoptarse en su dimensión menos épica, rebajando al máximo su dependencia respecto a nociones que suelen asociársele de forma casi automática, como pueden ser las de acción, argumento o intriga. Para entender esto último baste acudir a cualquiera de los numerosos pasajes de esta novela en que se suceden oraciones sustantivas que no aparecen ligadas sintácticamente a ningún verbo. Tómese, sin ir más lejos, el párrafo de la página 23 que empieza con las palabras «La propensión de Marie Claudie...». Observe el lector que el párrafo consta de cinco frases que enumeran rasgos de un determinado personaje, sin que pueda hablarse de acción propiamente dicha. En todo el párrafo no ocurre, en rigor, nada. La forma verbal más frecuente es el infinitivo, que es intemporal y que –como es sabido– comparte algunas características con el sustantivo (es la forma verbal más naturalmente sustantivable). La técnica es de naturaleza descriptiva, mucho antes que narrativa. No hay relato: sólo un despliegue de observaciones que, superpuestas, van conformando una figura cada vez más nítida: la del personaje en cuestión. Me permito subrayar las particulares connotaciones de este verbo: desplegar, que no sugiere tanto la evolución de una situación dada como el desarrollo de los elementos que dicha situación contiene ya desde un principio. Así suele ocurrir en las novelas de Luis Goytisolo. Algo semejante cabría decir del tiempo narrativo, que parece progresar en espiral, trazando círculos que amplían sucesivamente el cuadro del presente al mismo tiempo que se adentran en el pasado.
El camino de Ida de Ricardo Piglia
Emilio Renzi ha llegado al campus de una prestigiosa universidad de New Jersey para impartir un seminario sobre los años argentinos de W. H. Hudson. Fue invitado por la directora del departamento, la bella y belicosa Ida Brown. Pequeños incidentes y extraños equívocos culminan con la trágica muerte de la profesora Brown en un inexplicable accidente. Que incluye un detalle inquietante: Ida tiene la mano quemada, y eso parece conectarla con una serie de atentados contra figuras del mundo académico. Cuando finalmente se descubre al responsable de los atentados, el asombro es mayúsculo. Se trata de Thomas Munk, profesor de matemáticas en Berkeley y autor de un radical Manifiesto sobre el capitalismo tecnológico. Renzi reconstruye el pasado de Munk y viaja a California para entrevistarlo en la cárcel. Intuye que el destino de Ida está en juego y que nada volverá a ser como antes. Con una escritura hipnótica que pasa naturalmente de la autobiografía al registro policial, esta novela confirma a Ricardo Piglia como uno de los grandes escritores contemporáneos.
Ficha del libro
Al día siguiente fui a la universidad, conocí a las secretarias y a algunos colegas pero no comenté con nadie la extraña llamada de la noche. Me saqué fotos, firmé papeles, me dieron la tarjeta con el ID que me permitiría acceder a la biblioteca y me instalé en una soleada oficina del tercer piso del Departamento que daba a los senderos de piedra y a los edificios góticos del campus. Estaba empezando el semestre, los estudiantes llegaban con sus mochilas y sus valijas con rueditas. Había un bullicio alegre en medio de la blancura helada de los amplios caminos iluminados por el sol de enero. Encontré a Ida Brown en el lounge de los profesores y fuimos a comer al Ferry House. Nos habíamos visto cuando estuve aquí hacía tres años, pero mientras yo me hundía ella había mejorado. Tenía un aspecto distinguido con su elegante blazer de pana, su boca pintada de rojo carmesí, su cuerpo esbelto y su aire mordaz y maligno. («Bienvenido al cementerio donde vienen a morir los escritores.») Ida era una estrella del mundo académico, su tesis sobre Dickens había paralizado los estudios sobre el autor de Oliver Twist por veinte años. Su sueldo era un secreto de Estado, decían que se lo aumentaban cada seis meses y que la única condición era que debía recibir cien dólares más que el varón (ella no los llamaba así) mejor pagado de su profesión. Vivía sola, nunca se había casado, no quería tener hijos, estaba siempre rodeada de estudiantes, a cualquier hora de la noche era posible ver la luz de su oficina encendida e imaginar el suave rumor de su computadora, donde elaboraba tesis explosivas sobre política y cultura. También era posible imaginar su risita divertida al pensar en el escándalo que sus hipótesis iban a causar entre los colegas. Decían que era una esnob, que cambiaba de teoría cada cinco años y que cada uno de sus libros era distinto al anterior porque reflejaba la moda de la temporada, pero todos envidiaban su inteligencia y su eficacia. No bien nos sentamos a comer, me puso al tanto de la situación en el Departamento de Modern Culture and Film Studies que ella había ayudado a crear. Incluyó los estudios de cine porque los estudiantes, dijo, pueden no leer novelas, no ir a la ópera, puede no gustarles el rock o el arte conceptual, pero siempre verán películas. Era frontal, directa, sabía pelear y pensar. («Esos dos verbos van juntos.») Estaba empeñada en una guerra sin cuartel contra las células derridianas que controlaban los departamentos de Literatura en el Este y, sobre todo, contra el comité central de la deconstrucción en Yale. No los criticaba desde las posiciones de los defensores del canon como Harold Bloom o George Steiner («los estetas kitsch de las revistas de la clase media ilustrada»), sino que los atacaba por la izquierda, desde la gran tradición de los historiadores marxistas. («Pero decir historiador marxista es un pleonasmo, como decir cine norteamericano.»)
Pecados originales de Rafael Chirbes
Ana, la narradora de La buena letra (1992), y Carlos, el protagonista de Los disparos del cazador (1994), les cuentan a sus hijos fragmentos de sus vidas. En el caso de Ana, el final de la guerra y la derrota, el esfuerzo por mantener la dignidad en los tiempos sombríos del franquismo. En el de Carlos, su ascenso social cargado de traiciones, sus infidelidades, el dinero conseguido de forma dudosa. Ambas novelas componen un díptico de lucidez deslumbrante: nos hablan de la herida que se abre incurable entre vencedores y vencidos. Veinte años después de haber sido escritas, estas dos nouvelles se cargan con nuevos sentidos, al tiempo que mantienen toda su excelencia literaria. La crítica internacional las ha considerado dos pequeñas obras maestras y, para muchos lectores, se trata de las más perfectas narraciones de Chirbes. La buena letra y Los disparos del cazador, se ha situado entre los mejores novelistas contemporáneos» (Martine Silber, Le Monde). «Con permiso de Juan Marsé, Chirbes es el mayor novelista en activo de nuestro país» (Ricardo Menéndez Salmón).
Ficha del libro
A mi abuelo le gustaba asustarme. Cada vez que iba a su casa, se escondía detrás de la puerta con una muñeca, y cuando yo, que sabía el juego, preguntaba: «¿Dónde está el abuelo?», aparecía de repente, me tiraba encima la muñeca, que era tan grande como yo, y se reía mientras me daba bofetadas con aquellas manos de trapo que me parecían horribles. Le agradaba verme enfadada y que luego buscase refugio en sus rodillas. «Pero si el abuelo está aquí, ¿qué te va a pasar, tontita?», me decía, y a mí ya no me daba miedo la muñeca tirada en la silla. «Tócala, si no hace nada», decía, y yo la tocaba. «Es de trapo.» También me contaba la historia del marido que salía del baúl en que lo había escondido su mujer después de descuartizarlo y robarle el hígado. La mujer había cocinado el hígado y se lo había servido al amante, y el muerto volvía para recuperarlo. El efecto de ese cuento –su emoción– estaba en la lentitud con que el muerto bajaba los escalones que separaban el desván del comedor. «Ana, ya salgo del desván», anunciaba el muerto, y luego, sucesivamente, «Ana, ya estoy en el descansillo», «ya estoy en la primera planta», «ya estoy en el octavo escalón», «en el séptimo», «en el sexto». Mientras mi abuelo acercaba con sus palabras aquel cadáver al lugar en que nos encontrábamos, yo miraba hacia la escalera y esperaba verlo aparecer, y gritaba muy excitada, y lloraba, pidiéndole «no, no, que no baje más», sin conseguir que el descenso se detuviese. Sólo se terminaba el cuento una vez que mi abuelo daba un grito, me cubría la cara con su manaza y decía: «Ya estoy aquí.» Yo cerraba los ojos y gritaba y me movía entre sus brazos y luego me colgaba de su cuello, que estaba tibio, y entonces dejaba de tener miedo y sentía la satisfacción de estar en su compañía. Por entonces aún no teníamos luz eléctrica, y las habitaciones estaban siempre llenas de sombras que la llama del quinqué no hacía más que cambiar de forma y de lugar. Cuando, después de dejarme en la cama, mi madre se iba llevándose el quinqué, la luz de la luna resbalaba en la pared de enfrente y se escuchaban crujidos en los cañizos del techo. Yo cerraba los ojos, me escondía bajo las sábanas y fingía no escuchar esos ruidos. Pero, en aquellas noches, vivía a la espera de algo terrible. En cierta ocasión, me vi raptada en la oscuridad por una sombra que me arrastró escaleras abajo. Cuando salimos a la calle la sombra y yo, había una gran conmoción y la gente gritaba y corría de un sitio para otro. Las llamas se elevaban hasta el cielo y todo estaba envuelto en humo. Había ardido la casa de nuestros vecinos. Al día siguiente me enteré de que había muerto una de las niñas que vivían en la casa. «Enterraron un pedazo de palo seco y retorcido», oí decir, y esa imagen –la de un palo seco y retorcido– y la ausencia fueron para mí, desde entonces, la imagen de la muerte.
La cuadratura del círculo de Álvaro Pombo
Este libro cuenta la tragedia de un hombre equivocado, que reconoce su error cuando ya no puede deshacer lo hecho. La violencia, la seducción, la furia, el remordimiento, desarrollan su implacable lógica en el marco de un tiempo confuso, el siglo XII. Pombo narra el imposible propósito de unificar religión y guerra, espiritualidad y política, amor y crueldad. La política de Acardo, el protagonista, está zarandeada por mensajes contradictorios: el atractivo de la guerra, la fascinación por el influyente San Bernardo de Claraval, la brillantez de la corte del duque de Aquitania, trovador y tiránico, la atracción y el rechazo hacia la vida monástica, la seducción por la cultura islámica, sutil, refinada. ¿Es posible unificar esa variedad de llamadas, incitaciones, deseos, o sería intentar cuadrar el círculo? El resultado es esta novela excepcional, galardonada con el Premio Fastenrath de la Real Academia Española. «Una obra de arte de principio a fin, su obra maestra sin duda alguna, uno de esos libros que se lee y se relee sin parar, de lectura tan necesaria como imperecedera» (Rafael Conte, ABC). «Un acontecimiento literario de primerísima magnitud, un logro sensacional no sólo en el marco de la narrativa española, sino de la narrativa actual en cualquier lengua. Novela prodigiosa, ambiciosísima» (Ignacio Echevarría, El País).
Ficha del libro
Librerías de Jorge Carrión
¿Cuál es el significado de las librerías en el imaginario colectivo? ¿Cuál es su papel en la historia de las ideas y de las letras? En este brillante y ameno ensayo, Jorge Carrión crea una posible cronología del desarrollo de las librerías y de su representación artística. Cómo se transformaron en mitos culturales, en centros de tertulia o en atalayas de resistencia política. La Strand de Nueva York, las parisinas Shakespeare and Company y La Hune, la Librairie des Colonnes de Tánger, Bertrand y Ler Devagar en Lisboa, Stanfords en Londres, El Virrey en Lima, Lello en Oporto, La Central y Laie en Barcelona, la Librería de Ávila y Eterna Cadencia de Buenos Aires, Antonio Machado en Madrid, City Lights y Green Apple Books en San Francisco, las librerías del Fondo de Cultura Económica en Ciudad de México o Bogotá… Esas y muchísimas otras librerías supervivientes desfilan en estas páginas, junto con otras que fueron emblemáticas y luego desaparecieron, como la londinense Temple of the Muses, la Librería de los Escritores de Moscú, la R. Viñas & Co. de Barranquilla o la parisina Maison des Amis des Livres. Un mundo fascinante, pero también crepuscular, cuya topografía compartimos todos los amantes de los libros. Finalista 41.º Premio Anagrama de Ensayo.
Ficha del libro
«Mendel el de los libros» podría insertarse en una serie de relatos contemporáneos que giran alrededor de la relación entre memoria y lectura, una serie que podría comenzar en 1909 con «Mundo de papel», de Luigi Pirandello, y terminar en 1981 con «La Enciclopedia de los muertos (toda una vida)», de Danilo Kiš, pasando por el relato de Zweig y por tres de los que Jorge Luis Borges escribió en el ecuador del siglo pasado. Porque en la obra borgeana la vieja tradición metalibresca adquiere tal madurez, tal trascendencia que nos obliga a leer lo anterior y lo posterior en términos de precursores y de herederos. «La Biblioteca de Babel», de 1941, describe un universo hipertextual en forma de biblioteca colmena, desprovisto de sentido y donde la lectura es casi exclusivamente desciframiento (parece una paradoja: en el cuento de Borges está proscrita la lectura por placer). «El Aleph», publicado en Sur cuatro años más tarde, versa sobre cómo leer la reducción de la Biblioteca de Babel a una esfera minúscula, en que se condensan todo el espacio y todo el tiempo; y, sobre todo, acerca de la posibilidad de traducir esa lectura en un poema, en un lenguaje que haga útil la existencia del portentoso aleph. Pero sin duda es «Funes el memorioso», fechado en 1942, el cuento de Borges que más recuerda al de Zweig, con su protagonista en los márgenes de los márgenes de la civilización occidental, encarnación como Mendel del genio de la memoria: Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Irineo, en su pobre arrabal sudamericano. Como Mendel, Funes no disfruta de su asombrosa capacidad de recordar. Para ellos leer no significa desentrañar argumentos, reseguir itinerarios vitales, entender psicologías, abstraer, relacionar, pensar, experimentar en los nervios el temor y el deleite. Al igual que sucederá cuarenta y cuatro años después con Número 5, el robot de la películaCortocircuito, para ellos la lectura es absorción de datos, nube de etiquetas, indexar, procesar información: está exenta de deseo. El de Zweig y el de Borges son cuentos absolutamente complementarios: el viejo y el joven, el recuerdo total de los libros y el recuerdo exhaustivo del mundo, la Biblioteca de Babel en un único cerebro y el aleph en una única memoria, unidos ambos personajes por su condición marginal y pobre. Pirandello imagina en «Mundo de papel» una escena de lectura que también está recorrida por la pobreza y la obsesión. Pero Balicci, lector tan adicto que su piel se ha mimetizado con el color y la textura del papel, endeudado a causa de su vicio, se está quedando ciego: «¡Todo su mundo estaba allí! ¡Y ahora no podía vivir en él, excepto por aquella pequeña porción que le devolvería la memoria!» Reducidos a una realidad táctil, a volúmenes desordenados como piezas de Tetris, decide contratar a alguien para que clasifique aquellos libros, para que ordene su biblioteca, hasta que su mundo sea «sacado del caos». Pero después de ello se sigue sintiendo incompleto, huérfano, a causa de la imposibilidad de leer; de modo que contrata a una lectora, Tilde Pagliocchini; pero le molesta su voz, su entonación, y la única solución que encuentran es que ella le lea en voz baja, es decir, en silencio, para que él pueda evocar, a la velocidad de las líneas y de las páginas que pasan, aquella misma lectura, cada vez más remota. Todo su mundo, reordenado en el recuerdo. Un mundo abarcable, jibarizado gracias a la metáfora de la biblioteca, la librería portátil o la memoria fotográfica, descriptible, cartografiable. No es casual que el protagonista del relato «La Enciclopedia de los muertos (toda una vida)», de Kiš, sea precisamente un topógrafo. Su vida entera, hasta en el más mínimo detalle, ha sido consignada por una suerte de secta o de grupo de eruditos anónimos que desde finales del siglo XVIII lleva a cabo un proyecto enciclopédico –paralelo al de la Ilustración– donde figuran todos aquellos personajes de la Historia que no se encuentran en el resto de las enciclopedias, las oficiales, las públicas, las que se pueden consultar en cualquier biblioteca. Por eso el cuento especula sobre la existencia de una biblioteca nórdica donde se encontrarían las salas –cada una dedicada a una letra del abecedario– de la Enciclopedia de los muertos, cada volumen encadenado a su anaquel, imposible de copiar o reproducir: tan sólo objetos de lecturas parciales, víctimas inmediatas del olvido.
Diez mil millones de Stephen Emmott
Éste es un libro de terror. Al igual que en Frankenstein, nosotros hemos construido al monstruo, nosotros somos sus víctimas y ahora tratamos inútilmente de detenerlo. Los hechos son simples: la población mundial crece, los recursos tienen un límite y las consecuencias de explotar esos recursos están cambiando de forma irreversible las condiciones de vida de nuestro planeta. No se trata de una denuncia más. El autor de este libro es un científico y todo cuanto aparece en estas páginas procede de estudios comprobados que nos transmiten el mismo mensaje: Estamos condenados. Tiramos la mitad de lo que compramos como si los productos fueran inagotables; explotamos los recursos naturales como si salieran de la nada; y seguimos extendiéndonos por la faz del planeta. Hagamos lo que hagamos, cerremos los ojos, nos vayamos a vivir al campo o nos suicidemos, el resultado será el mismo. No podemos impedir nuestra propia desaparición como especie. «Emmott nos lanza predicciones terribles apoyadas por hechos incuestionables» (Andrzej Lukowski, Time Out). «A quien quiera conocer la asombrosa cantidad de agua que se gasta en fabricar una hamburguesa, Emmott le dará la respuesta» (The Independent).
Ficha del libro
Los humanos aparecimos como especie hace unos 200.000 años. En tiempo geológico es un acontecimiento muy reciente. Hace 10.000 años éramos sólo un millón. En 1800, hace poco más de 200 años, éramos ya mil millones. Hace 50 años, hacia 1960, éramos tres mil millones. En la actualidad superamos los siete mil millones. En 2050 nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos vivirán en un planeta habitado por nueve mil millones de personas como mínimo. Antes de que acabe el presente siglo seremos por lo menos diez mil millones. Posiblemente más.
El coleccionista apasionado (Una historia íntima) de Philipp Blom
Este libro investiga la historia de la pasión por coleccionar desde el Renacimiento hasta nuestros días. Todo objeto de colección, ya sea una caja de cerillas o la uña de un mártir, tiene un significado que trasciende al objeto mismo; es un tótem. Y el afán incesante por poseerlo convierte al coleccionista en un antropólogo cultural. Philipp Blom destila los temas que subyacen a esta pasión aparentemente tan inasible: conquista y posesión, caos y memoria, un vacío que colmar y la conciencia de la propia mortalidad. «Una crónica sobre la rareza de la mente humana, y la maravilla del mundo, espléndidamente escrita, fascinante, divertida, asombrosa» (A. C. Grayling, The Financial Times). «Brillante... Es a la historia del coleccionismo lo que Victorianos eminentes, de Lytton Strachey, a la época victoriana» (Bevis Hillier, Literary Review).
Ficha del libro
Cuando, siendo aún niño, tenía problemas para conciliar el sueño por miedo a las brujas o los demonios que pudieran hallarse escondidos debajo de la cama, me reconfortaba imaginando a mi bisabuelo sentado en su sillón, con un libro, tal como yo lo había visto, y también como siempre me lo había descrito mi madre, que había crecido en la casa de mi bisabuelo en Leiden, Países Bajos. En mi imaginación sigue sentado allí, vestido impecablemente con un terno, según la moda de la década de 1940, un mechón de pelo blanco en la frente y poco más de un centímetro de cabello a los lados de la cabeza, un bigote semejante a un cepillito (moda a la que no renunció a pesar de un austriaco non grato que también la había adoptado). Más que con elegancia, vestía con corrección. Todos sus trajes eran viejos, pero aún podían llevarse y, como sus camisas, tenían los puños y el cuello gastados, testimonios de la parsimoniosa vida de su dueño y de sus ideales calvinistas. Lo rodeaban los lomos de miles de libros de las estanterías que iban del suelo hasta el techo. Es imposible saber hasta qué punto esa imagen es un recuerdo auténtico (mi bisabuelo murió a los noventa y cuatro años, cuando yo sólo tenía cuatro) y cuánto de ella se ha rehecho en mi cabeza a partir de las historias que me contaron y de las fotografías, pero mi admiración por su curiosidad y su erudición fue tan grande que nunca se desvaneció por completo. Era la suya una imagen de la que emanaban una bondad y una autoridad inmensas, Cuando, siendo aún niño, tenía problemas para conciliar el sueño por miedo a las brujas o los demonios que pudieran hallarse escondidos debajo de la cama, me reconfortaba imaginando a mi bisabuelo sentado en su sillón, con un libro, tal como yo lo había visto, y también como siempre me lo había descrito mi madre, que había crecido en la casa de mi bisabuelo en Leiden, Países Bajos. En mi imaginación sigue sentado allí, vestido impecablemente con un terno, según la moda de la década de 1940, un mechón de pelo blanco en la frente y poco más de un centímetro de cabello a los lados de la cabeza, un bigote semejante a un cepillito (moda a la que no renunció a pesar de un austriaco non grato que también la había adoptado). Más que con elegancia, vestía con corrección. Todos sus trajes eran viejos, pero aún podían llevarse y, como sus camisas, tenían los puños y el cuello gastados, testimonios de la parsimoniosa vida de su dueño y de sus ideales calvinistas. Lo rodeaban los lomos de miles de libros de las estanterías que iban del suelo hasta el techo. Es imposible saber hasta qué punto esa imagen es un recuerdo auténtico (mi bisabuelo murió a los noventa y cuatro años, cuando yo sólo tenía cuatro) y cuánto de ella se ha rehecho en mi cabeza a partir de las historias que me contaron y de las fotografías, pero mi admiración por su curiosidad y su erudición fue tan grande que nunca se desvaneció por completo. Era la suya una imagen de la que emanaban una bondad y una autoridad inmensas, de pan en la mano. «Madre, voy a dar de comer a los cisnes», le decía a Godefrieda, su mujer, y después tomaba un autobús hasta la estación central de Leiden y desde allí un tren a Ámsterdam, donde tenía una tienda de antigüedades llamada De Geelfinck. Godefrieda nunca habría aprobado que un hombre de su posición se dedicara al comercio, y a él nunca le habían gustado las discusiones domésticas. El engaño no se descubrió hasta varios años más tarde, cuando entraron ladrones en la tienda y ella leyó la noticia en el periódico.
Kerouac y la generación beat de Jean-François Duval
Este libro es una indagación sobre Jack Kerouac, el escritor al que toda una generación erigió en portavoz a su pesar. Duval da voz a personajes clave de aquellos años: el poeta Allen Ginsberg; Carolyn Cassady, mujer de Neal Cassady y amante de Kerouac; Joyce Johnson, que mantenía una relación sentimental con el escritor cuando le llegó la fama; Timothy Leary, gurú de la psicodelia en los sesenta; Anne Waldman, poeta beat; y Ken Kesey, personaje central de la contracultura norteamericana. A través de ellos indagamos, en primer lugar, el misterio de Jack Kerouac, ese tipo que escribió la novela más emblemática de su generación para luego caer en el alcoholismo y la desolación. El resultado es un auténtico fresco de la generación beat. «Fruto de veinte años de indagación en los Estados Unidos a la búsqueda de los últimos testimonios de esa época lejana, que desmienten muchos estereotipos aún hoy tenaces» (L’Écho Républicain). «¡Magnífico!» (Elle). «Esta obra restablece la verdad sobre lo que se ha considerado erróneamente un movimiento literario» (Le Magazine Littéraire).
Ficha del libro
En la prensa francesa, su muerte apenas llena un suelto. Todo un signo; tres meses antes, en verano de 1969, los Beatles, a punto de separarse, graban su último disco, cuyo título, como On the Road, tiene tres sílabas: Abbey Road (de nuevo el tema de la road, la carretera, la calle, el camino...). No hace falta recordar que el mismo nombre de los Beatles es en buena parte un homenaje deliberado a los beats (al tiempo que a The Crickets, la formación de Buddy Holly, a quien Paul y John veneraban). Aquella palabra que se volvió rápidamente mágica, «Beatles», procedía de la interrelación sintomática de tres períodos socioculturales sucesivos, que condensaba y agrupaba: el fin de los años cuarenta, los años cincuenta y los años sesenta. Los Beatles, a través de los beatniks, reemplazaban a los beats, quienes nunca existieron fuera de la ficción; aunque, al fin y al cabo, ¿no es éste el terreno más fértil para engendrar otras mitologías? En efecto, la generación beat, como movimiento literario, no ha existido nunca. Sin embargo, esta inexistencia –¿es que no procede todo del Gran Vacío?, se preguntaba Kerouac– ha permitido la construcción de una ficción verdadera, que hoy llamamos convencionalmente «generación beat» y cuyos actores, lejos de formar un «núcleo», como se ha dicho, nunca han representado sino una nebulosa muy dispersa: desde un punto de vista literario, no se distingue a primera vista qué pueden tener en común un Ginsberg, un Burroughs, un Kerouac, un Corso, un Snyder, un Ferlinghetti, etcétera. Al contrario, cada una de sus obras muestra tal singularidad y tal originalidad que no se pueden englobar todas en una única denominación. Tienen un solo punto en común: por muy diversas que sean, todas ellas proceden de la fuerte afirmación de una individualidad que se permite expresarse como tal, lejos de los cánones literarios del momento. La característica principal del «movimientobeat», si existiera, sería su sorprendente disparidad. Es, de hecho, la marca de los nuevos tiempos, pues ya nadie desea para sí el conformismo que modelaba al individuo en las sociedades anteriores. En este punto, vale la pena destacar un aspecto: la leyenda beat, tal como la representan Jack Kerouac y Neal Cassady, y a pesar de sus momentos de exaltación, es una leyenda triste. Ninguno de los dos términos de la famosa disyuntiva suscitada por Virginia Woolf –vivir o crear– ofrece salvación alguna. Por un lado, tenemos el éxito de una obra preñada de ritmos, sonidos y correspondencias, gloriosa porque se quiere tal. Por otro, la realización de un hombre de carne y hueso, capaz, a fuerza de magnetismo, de escribir su vida a cada momento como se escribe un libro, de elaborar magníficamente su propia ficción, en una emanación permanente de espontaneidad. Y sin embargo, a fin de cuentas, al final de cada una de estas trayectorias, el camino no tiene salida y el fracaso es absoluto, inscrito en la propia lógica suscitada por la empresa. Fracaso de la vida, fracaso del arte. Fausto, de nuevo y siempre.
El mundo después del cumpleaños de Lionel Shriver
Irina y Lawrence son dos americanos que viven en Londres. Él es experto en relaciones internacionales. Ella ilustra libros para niños. Desde hace cinco años, el seis de julio, día del cumpleaños de su amigo Ramsey Acton, siempre cenan con él. Ramsey es un jugador profesional de snooker, que ha ganado mucho dinero con el juego. Y cuando llega el día del cumpleaños, Lawrence, ausente en un viaje de trabajo, insiste en que Irina salga a cenar con Ramsey y no rompan la tradición. Ella no tiene ningunas ganas, pero accede. E Irina descubre a un Ramsey que desconocía, y lo que iba a ser un encuentro inocuo se convierte en la divisoria de las aguas, en ese instante único en que la decisión que se tome cambia para siempre la vida.
Ficha del libro
Por orden alfabético de Jorge Herralde
1900-1914: quince años vertiginosos que desembocaron en una guerra. Una década y media en la que la ciencia, el arte, la literatura, la música, la arquitectura dieron algunos de los mejores frutos del siglo que entonces comenzaba. Nombres como Albert Einstein, Pierre y Marie Curie, Sigmund Freud, Braque y Picasso, Klimt, Kokoschka y Duchamp, unidos a verdaderas revoluciones en los hábitos cotidianos –el automóvil, la cámara fotográfica, el cinematógrafo, los grandes almacenes–, lograron que el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial se considerase una época idílica. Pero fueron también los crueles años de la «fiebre del caucho» y el exterminio de nativos en el Congo belga, los días de la frenética carrera por la supremacía naval, el amanecer de las grandes luchas sociales del siglo... Philipp Blom pinta una retrospectiva histórica soberbia en este libro, galardonado con el NDR Kultur Sachbuchpreis 2010 y el Groene Waterman Prize.
Ficha del libro
Cuando empezaron a conocerse noticias alarmantes de su enfermedad, advertí sobresaltado la ausencia de Jesús Aguirre en mi galería de editores imprescindibles de nuestro país. Empecé a tomar notas y, sobre todo, rescaté nuestra breve correspondencia: pienso que sus cartas daban muy bien la «coloratura» del personaje, pero luego, con el jaleo de la editorial, mi texto quedó en borrador, que ahora he completado. Releí entonces los dos libros de Jesús que tenía en la biblioteca,Casi ayer noche yMemorias del cumplimiento, que con sus sermones y sus poemas conforman, creo, la escasa opera omnia del autor. Casi ayer noche es una compilación de sus artículos y ensayos que Taurus publicó en 1985 y cuyo copyright reza así: «JESÚS AGUIRRE, Duque de ALBA». Lleva un prólogo, muy brillante, de Juan García Hortelano: «Personaje peculiarísimo de la cultura española, Jesús Aguirre suscitó, ya desde los tiempos en Alemania de sus grados en Filosofía y Teología, una larga galería de retratos de una muy desigual fidelidad al modelo.» Y añade: «Al cabo de los años ha sido una iconografía lo suficientemente variada para que, cuando la conversación decae por falta de asuntos interesantes, siempre les quede a los contemporáneos hablar de Jesús Aguirre.» De su regreso definitivo a España, Jesús comenta: «Tuve entonces que encargarme de la Editorial Taurus, y con la ayuda, carísima, por cierto, de Pradera, al menos en bufidos, trasladarla de Tomelloso a Frankfurt.» Y de nuevo Pradera: «Hablaba mucho por teléfono, sobre todo con Pradera. Él no conspiraba: simplemente manipulaba. De su abuelo [Víctor Pradera], aquel prócer, no había heredado las ideas, que por cierto eran enormes, mas sí el temperamento, mucho más enorme todavía.» Y también: «Lo de Frankfurt, Benjamin, sobre todo, Adorno y los otros, tenía que ver con el aburrimiento insoportable que me causaban los catecismos marxistas», al igual que «es más preciso a la teología de la liberación llamarla catequesis de la liberación». El corpus central del libro, al menos el que me interesa más, reside en sus cuatro textos sobre Walter Benjamin. Ese Benjamin que se suicidó en Portbou porque «sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie», que prefiere «la gloria sin fama, la grandeza sin brillo, la dignidad sin sueldo», que en sus Tesis de filosofía de la historia combate la «testaruda fe en el progreso» de la socialdemocracia y del marxismo vulgar. «El contenido de un texto de Benjamin nunca es doctrina», escribe Aguirre, quien remacha: «Si hubiese que seguir en la cadena de denominaciones del fenómeno Benjamin, creemos que, tras pasar de la fragmentalidad a la inspiración plural (y extravagante), quedarían por enlazar otros dos eslabones: el discurso interrumpido y la heterodoxia de sí mismo.» En cuanto a Memorias del cumplimiento, de 1988, merece quizá la pena detenerse en la portada: «Retrato con anillo» de Rafael Cidoncha, primavera 1987. El Duque sentado en un sillón, con un anillo, en efecto, bien visible en el dedo meñique de una mano huesuda en primer plano. Chaqueta como de terciopelo negro, con un pañuelo azul alborotado que se sale por el bolsillo superior, camisa de rayas multicolores, corbata de flores de colores sosegados sobre fondo azul, chaleco abierto de levita, pantalones beige. En la otra mano, sin anillo, que descansa sobre la pierna izquierda cabalgando, un purito enhiesto. El cabello, grisáceo con hebras rubiescas, peinado con un bucle. La boca resuelta. En este retrato del duque dandy sólo me sorprenden los ojos, infinitamente menos vivos que los de su modelo (al menos, como los recuerdo). Como telón de fondo, un detalle de la biblioteca de Las Dueñas. En los lomos desvaídos, tres títulos se leen nítidamente: Humo de Turgenief (sic), Casi ayer anoche, cuyo autor no aparece (se trata, claro está, de Jesús Aguirre), y sobre todo, también de autor escamoteado, El contemplado.
Años de vértigo de Philipp Blom
1900-1914: quince años vertiginosos que desembocaron en una guerra. Una década y media en la que la ciencia, el arte, la literatura, la música, la arquitectura dieron algunos de los mejores frutos del siglo que entonces comenzaba. Nombres como Albert Einstein, Pierre y Marie Curie, Sigmund Freud, Braque y Picasso, Klimt, Kokoschka y Duchamp, unidos a verdaderas revoluciones en los hábitos cotidianos –el automóvil, la cámara fotográfica, el cinematógrafo, los grandes almacenes–, lograron que el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial se considerase una época idílica. Pero fueron también los crueles años de la «fiebre del caucho» y el exterminio de nativos en el Congo belga, los días de la frenética carrera por la supremacía naval, el amanecer de las grandes luchas sociales del siglo... Philipp Blom pinta una retrospectiva histórica soberbia en este libro, galardonado con el NDR Kultur Sachbuchpreis 2010 y el Groene Waterman Prize.
Ficha del libro