Las muchachas de Sanfrediano de Vasco Pratolini
ISBN: 978-84-15578-90-1 Encuad: Rústica Formato: 13 x 20 cm Páginas: 160 PVP: 16,95 €
Sanfrediano, un barrio popular y céntrico de Florencia, ve pasear por sus calles a unas chicas que no son como todas las demás. Guapas, orgullosas, trabajadoras, independientes y pasionales, cada una a su manera, las muchachas de Sanfrediano tienen un único punto débil: Aldo Sernesi, un donjuán al que todo el mundo conoce como «Bob» por su pimarecido con Robert Taylor. La principal dedicación de Bob consiste en correr detrás de todas ellas sin tener aparentemente la más mínima intención de elegir a ninguna para casarse. Silvana, Gina, Tosca, Mafalda, Loretta y Bice, las protagonistas de la novela, encarnan en sí mismas a todas las muchachas de Sanfrediano que han pasado en algún momento por las manos de Bob. Novias, amantes o simples conquistas que, al descubrirse víctimas del mismo perverso juego, unen fuerzas y entretejen un plan de venganza propio de unas auténticas Erinias enfurecidas.
Ficha del libro
El barrio de Sanfrediano está «al otro lado del Arno». Es ese enorme montón de casas que se alzan entre la orilla izquierda del río, la iglesia del Carmine y las laderas de Bellosguardo. Desde lo alto, como si fueran contrafuertes, lo circundan el Palazzo Pitti y los bastiones mediceos. El Arno discurre en ese tramo más tranquilo en su lecho, y es allí donde encuentra su curvatura más dulce, más amplia y maravillosa, mientras lame el parque de Le Cascine. Cuánta perfección se intuye en Sanfrediano, en una civilización convertida en naturaleza, la inmovilidad terrible y fascinante de la sonrisa de Dios la rodea y enaltece. Pero no es oro todo lo que reluce. Sanfrediano es el barrio más malsano de la ciudad, pues en el corazón de sus calles, populosas como hormigueros, se encuentran el Depósito Central de Basuras, el Hospicio, los cuarteles. Una gran parte de sus almacenes alberga a los chatarreros y a los que cuecen los entresijos de las reses para comerciar con ellos y con el caldo de la cocción. Y ¡mira que está bueno!: los sanfredianinos lo desprecian, pero se alimentan de él, y lo compran por garrafas. Las casas son antiguas por sus piedras, pero lo son más por su desolación; forman, unas al resguardo de las otras, una manzana inmensa que de pronto se interrumpe con la abertura de una calle, con el aliento imprevisto e increíble de la orilla del río y de las plazas, abiertas y aireadas como plazas de armas, amplios remansos de armonía. Las anima el clamor alegre y pendenciero de su gente: del halconero al chatarrero y a los operarios que trabajan en los talleres de la zona, los oficinistas, los artesanos marmolistas, los plateros o los guarnicioneros, cuyas mujeres desempeñan también, casi todas, su propio oficio. Sanfrediano es la pequeña república de las trabajadoras a domicilio: silleras, pantaloneras, planchadoras y cesteras que con su esfuerzo, que han robado al cuidado de la casa, consiguen eso que ellas llaman «lo mínimo superfluo que necesita una familia», casi siempre numerosa, a la que el trabajo del padre —cuando lo hay— aporta solo el pan y el companaje.