Novela romántica Princesa, de Patricia Sutherland

Por Sutherland

“… La acera estaba escurridiza, convirtiendo el andar en un complicado juego de equilibrio. Sin embargo, Tess recorrió los primeros cincuenta metros sumergida en sus propios pensamientos, sin darse cuenta ni de la dirección que había tomado ni de que la lluvia la estaba empapando. Unos pensamientos que, básicamente, se reducían a una imperiosa necesidad de alejarse de allí, a protegerse de una situación en la que sabía que no debía verse involucrada. De unas sensaciones que no le convenía sentir.

No comprendía lo que había ocurrido en aquel café. Qué había dado lugar a aquel contacto, a aquella mirada cuyo sólo recuerdo la hacía estremecer, pero todo su ser se había puesto en retirada, como si la acechara un flagrante peligro.

Entonces, lentamente, Tess regresó a la realidad.

Estaba en Russell Street, frente al teatro Fortune, helada de frío, empapándose bajo un aguacero de cuidado… Recordó que en su bolso llevaba un paraguas plegable, y forcejeaba con él, que se había atascado y no acababa de abrirse, cuando sintió que una mano la asía por el antebrazo y la apartaba del medio de la acera, hacia la marquesina de una tienda próxima.

¿Siempre dejas colgados a los tíos que te invitan a un café? ¿O es solamente a mí?

Oír aquella voz grave, súper masculina, le produjo un escalofrío que la recorrió a sus anchas movilizando reacciones en sectores de su cuerpo que dormían hacía meses. Tess no hizo el menor intento de responder. En cambio, se entretuvo retomando su forcejeo con el paraguas, decidida a volver a largarse. Pero Dakota se lo quitó de las manos de un movimiento limpio y con la otra, tras hacerla elevar su barbilla, señaló los ojos femeninos y luego los propios, exigiéndole con desparpajo que no evitara el contacto visual.

Tess no tenía tiempo y normalmente, tampoco ánimo para cafés o comidas, a menos que fueran por razones de trabajo. Procuraba ver a sus amigos, al menos una vez en semana, pero hacía meses que no tenía una cita. Y no era que lo echara en falta, pero hasta aquel preciso instante no había caído en la cuenta. Naturalmente, no tenía la menor intención de decirle eso.

A los treinta y cinco, no quedas con un hombre para tomar café —respondió con desparpajo equivalente, pero se aseguró de retirar la mirada rápidamente y ponerla en su bolso, del que sacó un paquete de Kleenex.

Dakota se lo quitó de las manos, nuevamente, y volvió a exigir contacto visual, esta vez con palabras.

Mírame.

Tess respiró hondo y con actitud más molesta que resignada, obedeció. Mantuvo su mirada en aquellos impactantes ojos marrones, a sabiendas de que la analizaban. La atravesaban de parte a parte, brillantes, cargados de la misma intensidad que la había hecho huir del Starbucks. Una intensidad que hacía años que no veía en los ojos de un hombre. Al menos, no cuando la miraban a ella.

Te estoy mirando —se las arregló para decir, bastante compuesta.

Si supieras cómo me pones cuando me evitas, dejarías de hacerlo… Me vuelves loco… Muy, muy loco…

El rostro de la editora se coloreó de un rojo fuerte al comprobar, por la expresión del joven, que aquellas palabras, excesivamente gráficas para su gusto, eran, además, veraces.

Pero ese punto desafiante que las reacciones de Dakota despertaban en Tess, hizo su aparición. Y lo hizo de una forma inesperada.

¿Yo? ¿Es que tu interés ha resucitado? Tras dos meses sin “mensajes en cirílico” —las comillas fueron visuales— pensé que seguir tu consejo había surtido efecto…

El color de la cara de Tess subió un tono más en la escala de rojos.

A que te como la boca en pleno Russell Street”, pensó él, y su lenguaje corporal fue tan explícito que la reacción de Tess no se hizo esperar.

¿Vas a usar la fuerza? —inquirió con un tono que Dakota interpretó como un “a que te cruzo la cara en pleno Russell Street”, y que en vez de refrenarlo, lo excitó aún más.

Lo mismo le había dicho aquella noche -la de la borrachera de Abby-, junto al taxi. Entonces, él lo había dejado correr. Ahora, no.

Me pones como una moto —dio un paso hacia ella, obligándola a elevar aún más el mentón para poder mantenerle la mirada—. Me pones como una jodida moto aunque no digas ni hagas nada. Y eso es algo que tu hermana no conseguiría de mí aunque se metiera en mi cama en pelota picada.

Tess tragó saliva. Sentía la boca pastosa y una extraña opresión en el pecho. Su cuerpo no parecía el de siempre. Los estremecimientos la sobrevevenían en una sucesión continuada, cada vez más intensos, cada vez más evidentes. Una parte de ella se preguntó si él se daría cuenta; la otra, aún luchó por mantener el tipo.

¿Que Abby no conseguiría…? —preguntó con aparente naturalidad, e hizo un mohín irónico—. Ya. En cualquier caso, no te preocupes, estoy segura de que se te pasará. Así es la naturaleza masculina; todo en vosotros es intenso, pero efímero.

Eso mismo venía repitiéndose él desde hacía cuatro meses. Que se le pasaría.

Pero no sólo no se le había pasado; había ido a peor.

La mirada ardiente de Dakota la escrutó durante una eternidad.

¿Y a ti? ¿También se te va a pasar? —al ver el gesto interrogante de Tess, añadió—. Estás temblando. ¿Cuánto hace que un tío no te pone a temblar así?

Mucho.

Muchísimo tiempo.

Hay tres grados bajo cero y estoy empapada —explicó ella al tiempo que se apartaba el paso que él había avanzado. Era una pésima excusa y ambos lo sabían—. ¿Ahora quieres hacer el favor de dejar este juego tonto y devolverme mis cosas para que pueda marcharme?

No era ningún juego.

El sexo en un lavabo de los afterhours era un juego. Los rollos de un fin de semana con alguna gatita, o con varias, en las kedadas1 de moteros de Harleys eran un juego.

Esto no.

Cuando la tenía delante no pensaba en lavabos mugrientos ni en alivios rápidos, entre porro y porro, allí donde le pillara.

A Tess quería desnudarla despacio. Lamer cada centímetro de su piel. Comérsela entera. Saber cómo era cuando se abandonaba al placer…

Con Tess quería otras cosas porque ella le hacía sentir otras cosas.

Dakota tomó una mano femenina y la apoyó en su pecho. Dejó que lo que atravesaba la fina tela de algodón que los separaba de un contacto directo, entrara a través de las yemas de los dedos y le ofreciera las respuestas que, evidentemente, ella necesitaba.

Tess pestañeó varias veces intentando aclarar la vista que en un instante se había vuelto brillante. Sentía el aire tibio de la respiración de Dakota sobre su frente. Cerca, muy cerca. Él se había agachado, había bajado la cabeza para adaptarse a su altura.

Como si se preparara para decirle algo al oído.

O para besarla.

Instintivamente, Tess se humedeció los labios.

¿Lo sientes? —preguntó él, en un murmullo suave—. ¿Te parece un juego?

Seguía lloviendo, y la marquesina apenas les ofrecía un tímido cobijo. La gente pasaba a prisa frente a ellos; la mayoría ni siquiera reparaba en la extraña pareja que concentrada en su propio universo, y a pesar de tener un paraguas, no lo abría.

Bum-bum, bum-bum, bum-bum…

Por supuesto que lo sentía, repicando con fuerza bajos sus dedos, como si a través de ellos estuviera intentando comunicarse con el otro corazón.

Tess cerró los ojos y exhaló un suspiro triste.

Por supuesto que lo sentía.

Su mano abandonó suavemente el pecho, pero antes de apartarse, recorrió la barbilla masculina, en una caricia delicada.

Él se estremeció visiblemente. Quiso retenerla. A ella, a su caricia, aquel momento… Pero Tess había retirado ya la mano, sus ojos seguían, ausentes, el flujo de transeúntes, y la expresión de su rostro había adquirido la seriedad propia de quien está a punto de confesar algo realmente importante.

Habían pasado de página.

Se habían acabado las ironías y los tira y afloja. Lo que saliera de aquellos labios, esta vez, sería la verdad sin remilgos.

Y Dakota…

Dios, se moría por oírla admitir lo que él la hacía sentir.

En aquel momento, vio que la mirada femenina regresaba a él. Sus ojos claros estaban brillantes cuando enfocaron en los suyos.

No estoy preparada para esto, Scott —murmuró Tess.

Durante un instante, Dakota se quedó inmóvil, intentando asimilar aquella respuesta inesperada.

El sonido de su nombre fue como otra caricia que enturbió sus sentidos. Era un sonido hechizante que suavizaba la contundencia del mensaje. “Scott” sonaba a promesa de una noche ardiente, enredado entre sus piernas; las otras cinco palabras…

Lo devolvían a la casilla uno.

Estaban en la casilla uno. Otra vez.

Dakota inspiró profundamente, dejando que su pecho se expandiera a tope.

Vale —concedió.

Y meneó la cabeza en un gesto resignado que consiguió arrancarle a Tess una sonrisa culpable; sabía que acababa de decirle lo único para lo que ningún hombre tenía réplica…”

1Kedada: (quedada) reuniones, concentraciones, etc. generalmente concertadas a través de internet.

Capítulo  14 (extracto)

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