Now I am free, dijeron los muertos

Publicado el 18 marzo 2015 por Eowyndecamelot

Finales de invierno de 1295

Creo que fue aquella desconocida impresión de alivio la que me arrancó del letargo: una sensación que me pareció inusitada, demasiada antigua… Abrí los ojos despacio, aún sumida en la tierra de nadie de la vigilia reciente, con la vaga sensación de hallarme en un lugar conocido. En efecto, con los pocos detalles de aquella estancia que pude apreciar en su oscuridad solo aliviada por una antorcha colocada a mi izquierda, cerca de lo que parecía una salida, supe que no era la primera vez que estaba allí. Sí, era una puerta lo que veía, en diagonal a la cama donde me hallaba tendida; una ventana, aún oscura, a mi lado, unos arcones y una mesa de escritorio a mi derecha, y aquella especie de bulto informe de ropas al fondo… no, aquello no me resultó tan conocido… Seguí vagando por aquellas brumas de sensaciones inconexas, hasta que poco a poco, los recuerdos de fracaso, soledad, muerte se hicieron contundentemente presentes, desgraciada y contundentemente presentes. Me incorporé de golpe lanzando un grito ahogado, no solo por el pesar que me embargaba sino también porque con las prisas me pegué un viaje en la coronilla con el cabecero de la cama.

-¡Estás despierta! –escuché. El montón de harapos que había visto pareció incorporarse y tomar una forma vagamente humana, pero la voz se escuchó oscura, como amordazada, aunque indudablemente masculina y no demasiado joven. Me pareció vislumbrar un leve acercamiento hacia mí-. Mis oraciones han sido escuchadas (ese se había leído el catecismo de Wert). Ya casi había perdido la esperanza.

En aquel instante experimenté otra sensación, casi tan desagradable como el dolor: el frío, que atravesó la fina camisa de lino que llevaba puesta y se enseñoreó de mis miembros. ¿Dónde había quedado el caluroso verano de Perugia? Maldita sea, ¿en qué época del año estábamos? Pero aquello no era sino un indicio más de que mi aventura en la ciudad italiana había acabado rematadamente mal. Las preguntas se agolpaban en mi cerebro y estuve a punto de soltarlas todas a la vez en un parloteo histérico. Sin embargo, comprendí que la importancia del momento requería sentido práctico, para conseguir, por ese orden, información, armas y libertad de movimientos: aunque a veces me dejo llevar por el desaliento en lo que a mí me refiere, tengo la costumbre de agotar todas las esperanzas cuando es otra la persona la que se haya en una situación difícil. Y quizá aún hubiera una pequeña posibilidad de ayudar a los míos. Tragué saliva y pregunté, serena, casi tan glacial como la temperatura que me rodeaba.

-Necesito saber quién eres y por qué me hallo aquí. Y sobre todo he de averiguar el paradero de mis acompañantes y si están sanos y salvos. Tú debes de saberlo. Habla.

Me pareció escuchar una breve carcajada ahogada y sorprendida.

-No mentían los que me hablaban de tu decidido carácter, muchacha… -al parecer, al viejo machista le parecía extraño que una mujer tuviera arrestos. Y no es que yo los tuviera: sencillamente, el temor que sentía por la suerte de mis compañeros me volvía intrépida.

-Deja de decir estupideces y responde –contesté-. No soy estúpida ni estoy tan desvalida. Sé perfectamente dónde me encuentro, he pasado aquí muchos meses aunque en otra calidad. Porque ahora, evidentemente, soy una prisionera y tú el guardián de mi prisión. Lo mínimo que me debes, si es que te queda una pizca de honor, es información, porque estoy segura de que conoces todas las circunstancias que me han traído hasta aquí. Y si has oído hablar de mí, sabrás que lo más sensato que puedes hacer es no tratar de contrariarme: he sobrevivido a situaciones perores que esta, y puedo asegurarte que no te gustaría que, una vez fuera libre, te inscribiera en la lista de mis enemigos.

El montón de harapos emitió algo que parecía una carcajada ahogada y habló, por fin, no sin tomarse algunos segundos de tiempo.

-Yo no soy tu guardián. Al menos, no el de tu prisión. Soy médico, o algo parecido. Había oído hablar de ti y supe que tu herida era muy grave, así que cuando te llevaron fuera de Perugia fui a ver a tu señor y me ofrecí a acompañaros para cuidar de ti. A él pareció divertirle mucho mi ofrecimiento, y me lo permitió… con la condición de que debería estar encerrado contigo y marcharme en cuanto murieras o te recuperaras –su historia sonaba algo inverosímil. Pero algo me hacía pensar que no se trataba de una enorme impostura para conseguir algo de mí. Que decía la verdad y era de fiar. Decidí no preocuparme de momentos de las lagunas de su explicación-. Desde ese momento han pasado… algunos meses. Los primeros días tuviste muchos dolores y una fiebre muy alta; pensé que no lo superarías, pero sorprendentemente lo hiciste. Nunca había visto nada igual. No obstante, después caíste en un extraño letargo del que pensé que no regresarías. Pero también lo has hecho… Puedes preguntarte lo que quieras, Eowyn. Encontrarás que estoy informado de todo, llevo demasiado tiempo en este castillo. Solo lamento que probablemente no te agradarán mis respuestas.

Los recuerdos empezaron a tomar forma. Yo sabía a qué se debía ese extraño letargo. Ya no sucedía con la facilidad, y también he de decir con la oportunidad, en que pasaba anteriormente, pero yo había vuelto a evadirme al siglo XXI. Cuando eso sucedía, mi cuerpo quedaba un estado de coma, dúctil y flexible y prácticamente sin necesidades físicas, de modo que si lo preveía con tiempo podía esconderme en algún lugar inusitado y escapar así de todos los peligros. Pero me temía que nunca, nunca jamás, había estado tanto tiempo alejada de mi época natural: me acordaba de demasiada cosas de mi estancia en aquel maldito siglo, de demasiadas aburridas y patéticas desventuras. En los últimos años había deseado viajar allí, poner mi grano de arena en luchas futuras que se me habían antojado decisivas, pero que al final habían demostrado ser poco más que una vana ilusión. Los reinos ibéricos del siglo XXI, ese país que denominan España, es uno de los ejemplos más flagrantes del abuso de poder de los psicópatas privilegiados contra la gente buena, sencilla y, en consecuencia, pobre y desamparada. Y lo peor que esa gente pobre, sencilla y desamparada ha sido adoctrinada para odiar la belleza, la bondad, la inteligencia, el saber, la actividad, y para adorar el saqueo sistemático, la injusticia, la fealdad, la vulgaridad, la ignorancia y la pereza. Y los pocos (o muchos) intentos de cambiar este estado de cosas han sido exitosamente desactivados o, al menos silenciados, con una sutileza entrenada desde años. Por si fuera poco, los nuevos actores políticos habían dividido a mi bando (lo cual tampoco decía mucho en su favor) y yo ya no sabía cuál de las causas nuevas o antiguas haría mejor en apoyar. Aunque afuera tampoco es que el panorama mejore mucho, con tratados que entronizan a las multinacionales o conflictos bélicos que se les fueron de las manos a quienes los promovieron llevados por sus intereses. No, yo ya no quería volver allí, donde no era más que una trabajadora mísera, a la que no le habían servido ni sus estudios universitarios, sin tiempo ni dinero, engañada y aplastada por una hipoteca, con una infancia infeliz en una familia inculta y casi desestructurada, discriminada por mi sexo y sometida a intentos de maltrato de género, una mujer que había tirado su vida por la ventana, una fracasada a la que ya no le quedaban posibilidades, aunque sí fuerzas, para luchar por cambiar su vida ni la de nadie. Prefería quedarme en mi tiempo, aunque eso significara morir o, peor, enfrentarme a la muerte de mis compañeros. Me armé de valor y seguí hablando.

-Desde que me desperté he sabido que todo había ido mal, realmente mal. Habla: te escucho.

Los harapos se aproximaron algo más a mí, sin decir nada todavía; el silencio se volvió tenso. Aquella pausa dramática no presagiaba nada bueno, y yo me estremecí. Después, se volvieron sobre sus pasos y se acomodaron en el camastro donde estuvieron apoyados en posición sentada. La voz velada comenzó a sonar, desgranando la historia.

-Cuando te capturaron a ti y a Guillaume de Nantes –di un respingo al escuchar el nombre de mi controvertido amigo-, ya dos de los integrantes de vuestro grupo, los hermanos Richard y Arthur, habían ido a llevar el mensaje al cardenal Pietro di Morrone. Naturalmente, los hombres de tu enemigo, en cuyo castillo, como bien debes haber adivinado, te hallas ahora, salieron en su pos. La persecución, por los Abruzzos, fue tenaz, y los tuyos tuvieron que emplear todas sus tretas, arriesgarse hasta la temeridad y luchar denodadamente. Pero aún así…

Acabé su frase verbalizando mis peores temores.

-No lo consiguieron. Están muertos. ¿No es así?

-Digamos que no salieron muy bien librados. Richard perdió una mano y Arthur un ojo.

Alcé las manos en ademán de resignación.

-Al menos ahora habrá manera de distinguirlos. Pero dime: ¿llegaron a entregar la carta?

Los harapos parecieron asentir.

-Arribaron hasta el cardenal, este accedió a firmar la misiva y la trajeron de nuevo para entregarla al cónclave. Eso decidió la votación y Di Morrone fue papa, papa de transición, pero papa. Lo coronaron en agosto, en L’Aquila. Sin embargo…

Sabía que tenía que haber un sin embargo. Algo en el tono de la voz velada me convenció que aquel ser temía por mi reacción. Armándome de valor, le insté a que continuara. Él me obedeció.

-Desde el primer momento de su gobierno estuvo dominado por Francia, malconsejado por los Orsini. Creo que intentó hacer las cosas bien, pero de esta manera solo consiguió granjearse la antipatía de ambos bandos, aparte de que las intrigas políticas le superaron.

No era de extrañar. Las intrigas políticas en Roma y sus alrededores eran más complicadas que las que se daban en el seno de EUiA e IU en la España del siglo XXI. El cardenal Gaetani le impulsó a renunciar, ahora es él el papa con el nombre de Bonifacio VIII, y lo primero que hizo al sentarse en la silla de San Pedro fue encarcelar al desdichado Morrone para evitar un cisma. Por cierto, aunque es partidario de Anjou, las diferencias con Felipe de Francia no se han hecho esperar.

Cómo odio tener siempre razón.

-Pero a pesar de ello, el Hermoso está fortalecido, cosa que me temo que no beneficia a la causa de los templarios. Lo siento. Vuestro esfuerzo fue prácticamente inútil.

A veces pienso que sobre algunas, muchas, cabezas, pende un destino cruel, una eterna espada de Damocles. Blake escribirá dentro de unos 600 años aquello sobre las personas que nacen para los dulces placeres y las personas que nacen para la noche sin fin. Yo, y todos los desheredados de la tierra, pertenecemos al segundo grupo. Yo y todos los que intentamos luchar por un mundo mejor. Y lo peor no es dónde ni cómo hayamos nacido: lo más terrible es que no podemos hacer nada al respecto. Cada iniciativa, cada pelea, se convierte en un paso más hacia la derrota final. De derrota en derrota hasta la derrota final. Todos los libros de autoayuda del mundo deberían ser quemados y sus autores juzgados por alta traición a la Humanidad. No hay esperanza. Para triunfar, si no perteneces a la casta de los dulces placeres, solo queda un camino: hacer el mal. Y, sin embargo, algunos no escarmentamos nunca.

Y, sin embargo, algunos no queremos escarmentar.

-Está bien –le contesté, haciéndome la dura-. Tampoco es que me resulte algo tan sorpresivo. Les avisé de que lo más seguro es que todo acabara así.

Los harapos se agitaron levemente.

-Si yo hubiera tenido la misma actitud cuando se imponía que lo apostara todo para salvarte, ahora tal vez estarías muerta –yo abrí la boca pero él continuó hablando, sin darme tregua. Pero ¿por qué luchar? Si conseguimos que los inocentes se salven, es para que una justicia democráticamente al servicio del poder acabe revocando su absolución. Si Venezuela existe, es porque muy en breve también nos la arrebatarán-. No, no me lo agradezcas: tenía mis razones para arriesgarme. Pensé que valía la pena intentar que vivieras y ya no me queda mucho que perder –volví a querer rebatirle, y volvió a impedirme hablar con sus palabras-. Desgraciadamente, no pude cuidar de ti tanto como hubiese querido.

Me encogí de hombros, interrogativamente. Él, como respuesta, levantó una sección alargada del conjunto de harapos, a modo de ademán señalizador.

-Tu pelo –dijo solamente.

Extrañada, me llevé las manos la cabeza y enseguida comprendí lo que quería decir. Mis cabellos, que últimamente no me había cortado, no sabía muy bien por qué, ahora se habían convertido en unos mechones de apenas cuatro dedos de largo, rebeldes y desordenados.

-Pero… ¿quién? ¿Por qué? –dije, aunque sin sentirme excesivamente contrariada.

-Tu señor muestra una actitud ambigua hacia ti –respondió-. Castigó duramente al soldado que te hirió y accedió a que yo intentara salvarte, pero al mismo tiempo me regatea en remedios y hay días en que entra aquí y fija los ojos en ti con un odio tan profundo como si creyera que su mirada tiene el poder de matarte. Una vez llegó, armado de un cuchillo, y acabó con tu melena. No puede hacer nada por impedirlo –parecía tremendamente apesadumbrado-. Hubiera sido contraproducente. Pero aún así…

Analicé aquellas palabras: era posible que Harapos tuviera razón. Yo formaba parte de la vida de mi antiguo señor y gran enemigo: perseguirme para que volviera al lugar a donde, según él, yo correspondía (aunque legalmente no era sierva suya, ya que mi padre era un hombre libre) se había convertido en su obsesión desde hacía años, escarmentarme para que nadie de los que tenía a su cargo lo volviera a hacer, para que las mujeres de la aldea supieran cuál era su sitio. Aparte, siempre pensé que mi deseo de independencia le producía cierta admiración, que había aprendido a respetarme como enemiga. Y en los últimos tiempos, cuando me ofreció olvidar el pasado y trabajar para él como capitana de su guardia… nuestra relación era cordial. Además, supuestamente estábamos en el mismo bando político. Hasta que el deseo de venganza (y quizá algo más) consumió sus neuronas. O no. En realidad, había estado loco desde el principio. Una locura construida a base de maldad.

-Hiciste lo más razonable –tranquilicé a Harapos. No entendía cómo se deshacía en excusas, tal que si estuviera intentando justificar la no imputación de un político corrupto-. Además, esto carece de importancia, no entiendo porque le concedes tanta. Así estoy más cómoda. Siempre he llevado el pelo corto –me interrumpí de pronto. Había algo que me estaba dando vueltas por la cabeza desde las primeras palabras del misterioso individuo. Y de pronto fui capaz de materializarlo en un concepto expresable. O tal vez solo quería huir de aquella realidad sin duda desagradable que pronto llegaría a conocer-. Un momento: dijiste que le pareció divertido que te ofrecieras a cuidarme. No veo dónde pudo encontrar la diversión. ¿A qué te referías con eso?

Por toda contestación, Harapos frotó dos piedras contra un poco de yesca y encendió una palmatoria que tenía a su alcance. Después, levantó la luz de modo que le iluminó casi por enero. Entonces habló:

-Porque sabía que, según su perturbada lógica, acabaría viendo una irónica justicia poética –como cuando la condonada Alemania deudora exigió el pago de la suya e Grecia, a riesgo de condenar a ese pueblo a la miseria- en el hecho de que fuera yo, o alguien como yo, precisamente, quien te atendiera.

Ante mis poco acostumbrados ojos se formó una figura que, cuando la información llegó a mi cerebro, me hizo soltar una exclamación:

-¡Ay, madre! –exclamé. No es que me acuerde de mi progenitora, de hecho me encanta haberme olvidado de ella todo lo posible, pero la alternativa sería gritar ¡Oh, Dios Mío! y eso sí que no. Pues sí: ¡maldita sea! Se trataba ni más ni menos que de un leproso. Los harapos con que cubría su figura encorvada, la capucha, una especie de vendaje que le tapaba la cara, más trapos anudados en torno a sus manos… ¿Y se supone que se trataba de la única persona que había cuidado de mí cuando estaba herida? Pues vaya panorama. Tuve la tentación de autoexaminarme en busca de posibles lesiones, o de pincharme con un alfiler a ver si sentía dolor, pero comprendí que aquello lo ofendería… A ver, de mis incursiones en el siglo XXI sé perfectamente que la lepra es escasamente contagiosa, pero ¡qué cojones!, a pesar de eso soy medieval por los cuatro costados y aquella enfermedad me daba mucho yuyu-. ¡Ay, madre! –repetí.

El leproso apagó rápidamente la vela.

-Pues ya has visto que realmente no tengo nada que perder. Y puedes estar tranquila: nunca te he tocado. Me limitaba a dar instrucciones a una criadita. En realidad, no soy médico de verdad, pero tuve la oportunidad de ver muchas heridas en Tierra Santa y creo que he adquirido los conocimientos necesarios.

-¿Otro veterano de Tierra Santa? –pregunté, tratando de recuperarme del susto.

Intuí una triste sonrisa.

-Sí, otro más. Estuve en Acre, pero nunca coincidimos, aunque oí hablar de ti a menudo. Pertenecía a la Orden de San Lázaro.

-Bravos guerreros –sonreí, recordando el buen servicio que me había siempre brindado aquella orden de caballeros leprosos-. Y yo no puedo ser menos brava en lo me toca. Sigue con tu historia. Ya estoy preparada para escucharla.

El leproso se mantuvo unos instantes en una siniestra inmovilidad; después volvió a sonar la voz velada.

-Cuando tú caíste, el señor y tus guardias te metieron en un carro a ti y a Guillaume y se dirigieron a Ostia, donde tenían pensado dejar pistas falsas que hicieran creer que a Guillaume le habían secuestrado unos piratas y que su pista se había perdido, para que nadie pudiera acusarles de asesinato. Gonzalo y el otro templario fueron avisados por un muchacho que les conocía y salieron rápidamente en persecución de vuestros captores, y los hombres de la señora Blanca, la amiga de Guillaume que, casualmente o no tan casualmente, se encontraba de camino a Perugia, les ayudaron. Lucharon denodadamente y, aunque el señor y sus guardias pudieron escapar contigo, los templarios y los hombres de Blanca lograron arrebatarles a Guillaume. Pero fue demasiado tarde.

Me desplomé en la cama, como empujada por un contundente brazo de hielo.

-El de Nantes estaba agonizando. Murió casi inmediatamente. La señora Blanca se lo llevó para enterrarlo en el panteón de su familia. A partir de ahí, el grupo se disolvió, y no parece que sepan nada de dónde estás ni de cómo. Creo que te dan por muerta, o quizá nunca fueron los buenos compañeros que creías.

Bueno, aquella no era una sorpresa. Cosas así me solían suceder. No soy buena para hacer amigos. El leproso continuó:

-Ojalá yo hubiera podido haber llegado antes, ojalá pudiera haber hecho algo. En Acre sí que coincidí con Guillaume. Le consideraba mi amigo.

Guillaume estaba muerto. Como Guifré y, tal vez pronto, como Isabel; ahora yo sabía lo que era perderlo todo y querer morir. Durante todo el tiempo había conservado la esperanza de que él, hombre rico en recursos y en amigos, hubiera podido escaparse en el último momento o bien hubiera podido ser rescatado. Pero Blanca, la que en el fondo era una de las principales culpables de aquel cruel embrollo, solo había llegado a tiempo para recoger sus últimas palabras y abrazar el frío cadáver del hombre al que tanto había deseado. Yo, en cambio, ni siquiera había tenido la oportunidad de despedirme. Guillaume estaba muerto y yo no volvería a verle. No volvería a escuchar sus frases llenas de ironía, sus bromas absurdas y desternillantes, sus locos y a pesar de todo razonables consejos. No volvería a… Guillaume estaba muerto y yo estaba sola, como siempre. Juré que me vengaría de Blanca, de Blanca y del señor y de todos los implicados, y lo haría de la forma más cruel posible.

Pero en aquel momento no tenía ánimos para nada. Para nada que no fuera dejarme lentamente morir. El leproso interpretó a la perfección mi reacción silenciosa.

-Has de vengarle, Eowyn. Eso es lo que ahora debe de guiar tus pasos.

-Lo sé –respondí-, pero no me quedan fuerzas.

-Tienes que obtenerlas como sea –insistió-. Hay una forma de escapar de aquí. No te rindas. Hazlo por él y por mí.

Creo que mi desolado cerebro necesitaba desesperadamente algo a lo que aferrarse para combatir el intenso dolor que no me dejaba respirar. Me incorporé y traté de decir algo. Los labios me temblaban. Pero no. No iba a llorar, yo nunca lloro. Llorar es de cobardes y yo no quiero serlo. Y sin embargo, en ningún momento antes estuve tan cerca.

Transcurrieron unos instantes.

-Dime cuál es esa forma de escapar –de improviso, mi voz se escuchó oscura y siniestra, preñada de odio-. Primero voy a buscar a Blanca. Después volveré a matarle a él.

-Te lo diré –concedió él-. Pero no ahora. Aún no es el momento. Esta noche. Ha llegado la hora de tu medicina –se acercó a mí con una especie de redoma y la acercó a mis labios. Le entreveía como a través de una cortina de agua, que no sabía de dónde venía porque evidentemente yo no estaba llorando porque nunca lloro. No tenía voluntad: bebí aquello que me ofrecía, igual lo habría hecho si hubiera sido veneno, y me invadió un sopor pacífico y sedante.

-Duerme ahora y acumula fuerzas –dijo-. Esta noche serás libre.

(Continuará)