Nubosidad variable - Carmen Martín Gaite

Publicado el 18 julio 2018 por Elpajaroverde
Pensé que hoy no sería un día propicio para escribir esta reseña. Tras un inicio de verano que se resistía a manifestarse por fin ayer irrumpió insolente el estío sin apenas avisar. Una mañana de cielo despejado desde hora temprana hacía presagiar que el día de hoy sería una repetición climática del anterior pero ahora, a la tarde, poco antes de comenzar a escribir esta reseña, se han formado nubes bajas. Nubes que harán de pantalla al sol pero que probablemente aumenten la sensación de bochorno. Y no, no es que necesite más bochorno ni calor (y perdonadme los que estéis a latitudes más bajas pero cada uno se queja de lo suyo) pero lo que sí necesito son nubes. Necesito nubes para hablaros de esta novela, las mismas nubes que me han acompañado a lo largo de su lectura, las mismas que me he encontrado entre sus páginas (no, las mismas, no, que ya lo dice el título, Nubosidad variable), y hoy, cuando menos lo esperaba, las nubes han llegado, como si mi pensamiento, no sé muy bien si a ellas o al duendecillo Noc, las hubiese invocado. Hoy es 9 de julio de 2018, día que escribo esta reseña. No es hoy, día que la publico ni hoy, día que tú la estás leyendo, aunque, probablemente, esos hoy anteriores que ese último hoy convierte en ayeres vuelvan a hacerse hoy al ser releídos. Pero el hoy, aunque resucite, nunca es el mismo hoy que fue, como tampoco lo son las nubes que mutan a cada segundo y en las que cada uno ve una figura distinta, como tampoco lo somos nosotros, nubosidad variable, estado gaseoso, nubes de bochorno al instante desintegradas por un soplo de aire fresco. Sí, hoy necesito viento pero no para escribir. Nubosidad, quédate.
«Viajamos con las nubes que se disgregan y oscurecen, cambiamos con ellas sin darnos cuenta, a tenor de su frágil dibujo condenado a la agonía antes de que nadie lo haya entendido. En las nubes, y nunca en los papeles, está el jeroglífico verdadero». 
«El alma humana se parece a las nubes. No hay quien la coja quieta en la misma postura».
De nubes escriben Sofía y Mariana y por eso vengo a hablaros de ellas. Mentira, hablo de nubes por no hablar de espejos rotos. (Perdón, se me ha colado un pensamiento en forma de frase y no lo puedo tachar. No lo tacho o borro por no incumplir una de las reglas que instauró Sofía hace años que dice algo así como que lo ya escrito no se tacha salvo error gramatical. Y, ya que estamos, os confieso que he comenzado hablándoos del calor que hace porque otra de esas reglas dice que hay que empezar a escribir situando un poco a la persona que vaya a leer lo escrito (bueno, por eso, porque no tenía ni idea de por dónde empezar y porque es verdad que se me hacía raro escribir esta reseña sin nubes), vamos, no contar historias a perdigonadas, como hace Consuelo (lo siento, se me ha colado un personaje secundario y, aunque son importantes y dan mucho juego, me temo que no voy a tener tiempo para ellos si quiero llegar a alguna parte con esta reseña)). Decía que hablaba de nubes por no hablar de espejos rotos, pero si no hablo de espejos rotos es por no volver a las benditas casualidades, a los benditos pálpitos lectores y a las benditas extrañas, inexplicables y certeras conexiones literarias de mi reseña de Todos nuestros ayeres de Natalia Ginzburg. No hablo de ellos por no volver a la mismísima Natalia Ginzburg y a cómo llegó a mis manos este libro y a mi vida Carmen Martín Gaite, Sofía Montalvo y Mariana León. Y creedme que sería más que oportuno enlazar uno con otro y que solo me resisto a hacerlo ahora porque ya lo he contado aquí. Me resisto e intento centrarme pero es que estoy llena de cachitos de espejo y tengo tantos que no me entran. Me salen y no sé qué hacer con ellos. No sé cómo pegarlos, cómo cohesionarlos para ofreceros un espejo que, aunque fragmentado, podáis entender cuando a veces apenas me entiendo yo.
«No me salen más que cuentos incompletos, todos son cachitos, y los voy uniendo como puedo, pero quedan cachitos para dar y tomar, vivos y coleando, empujándose para entrar en el argumento. Ahí es nada, toda una vida, a la que han afluido y siguen afluyendo muchas más y cada cual cantando su canción, cuántas aguas mezcladas, cuánto poso; y sin salir de casa, cada cajón que abro, cada nube que miro pasar por delante de mi ventana, cada palabra que oigo y cada libro que me pongo a leer estalla en mil añicos donde se espejan nuevos fragmentos de vida: historias despedazadas. El único final un poco feliz de estos cuentos incompletos será el de podérselos entregar algún día a alguien que sonría entre lágrimas al recibirlos».
Me gustaría poder decir que he sonreído entre lágrimas al recibir estos cachitos pero no ha habido lágrimas aunque sí sonrisas. No importa, creo que a la artífice del deseo de ese final feliz le consolará saber que he sonreído con mi «máscara de ausencia plena», que es algo así como estar cerca y lejos a un tiempo. Sí, Sofía, cito a Rabindranath Tagore como a ti te lo citó Guillermo la noche en que te dijo «¿No te parece que ahora es siempre?», esa noche en que supiste «que aquel amor me[te] iba a asesinar lentamente, porque no era para durar».Ya estoy, liándome con secundarios. ¿A cuento de qué tengo que sacar aquí a Guillermo? Siga usted, señorita Álvarez, me digo como Don Pedro le decía a Sofía: «Siga usted, señorita Montalvo, siga siempre». Pero no, no me lo digo de la misma manera, que yo estoy exhortándome a continuar, a pillar el hilo («Una cosa es perder el hilo, y otra es no tenerlo y empeñarse en coser sin hilo». Calla, Mariana, que ya te llegará el turno si es que consigo siquiera enhebrar la aguja) y Don Pedro animaba a Sofía a no dejar de escribir, a cazar palabras con su cazamariposas, a jugar con ellas. Y no, no me he vuelto a liar con secundarios, que a Don Pedro lo he sacado porque me viene muy bien. Don Pedro: profesor de instituto de Sofía y Mariana. Sofía y Mariana: amigas íntimas de infancia y adolescencia. Bien, retomo el hilo, trocito de espejo grande.
Sofía y Mariana se distancian al llegar a la juventud. Sin saber por qué y sin querer. O más bien queriendo y sabiendo el porqué pero sin saber lo uno ni lo otro hasta trascurridos muchos años. Se distancian porque «crecer es empezar a separarse de los demás, [...] reconocer esa distancia y aceptarla». Y me quedo colgada de esa frase, ahora que la escribo, tal y como me quedé colgada cuando la leí. Y fantaseo con la idea de que soy como Sofía y de que «siempre me ha gustado colgarme de las palabras, desde que era muy pequeña. Es un juego de cierto peligro, como agarrarse a una argolla que, a su vez, está colgada del vacío. Y por eso me apasiona». Y supongo que la fantasía surge porque Sofía me ha enamorado, porque se ha convertido en uno de mis personajes literarios favoritos, uno de esos inolvidables, aunque yo en muchas cosas soy muy Mariana y, aunque a veces Sofía, me da que Carmen Martín Gaite es (fue) mucho más Sofía que yo. Y esto se me antoja así porque sí, porque me da la gana, sin ninguna certeza, y será así para mí hasta que me llegue otro trocito de espejo que me diga lo contrario. Y ya que estamos hablando de personajes literarios y de que estoy a punto de introducir a un secundario que ni siquiera está en la novela, os diré que mi secundario favorito de esta es Encarna. Encarna hija y no Encarna madre (es decir, Encarna nieta y no Encarna abuela). Pensé que iba a ser Amelia pero luego conocí mejor a Encarna. Y sé, además, que el binomio Sofía-Encarna también se va a convertir para mí en inolvidable. Pero sigo, que estoy colgando de una frase y recordad que el juego, aunque apasionante, no está exento de cierto peligro.

DSC04478. Fotografía de Classroom Camera (Cascade Canyon School)


Me costó crecer. Me costó separarme de los demás, reconocer esa distancia y aceptarla. Hace tiempo que aprendí y tal vez ahora acepto esa distancia y la aplico yo misma en demasía. Por historias personales, por cachitos de espejos que no vienen a cuento. Uno de ellos, sí. Surgió mientras leía esta novela. Corrió paralelo a ella y aún no sé cuándo alcanzará su fin. Os cuento. Tengo una amiga de la adolescencia (bueno, he tenido más de una). Una amiga con la que, a pesar de llevar vidas muy distintas e independientes la una de la otra, milagrosamente, y al contrario de lo que les sucedió a Sofía y a Mariana, he conseguido mantener el contacto. Tras varios años fuera de Asturias hace algo menos de dos años que ha regresado y ahora vivimos a escasos diez minutos a pie  la una de la otra. No la veo mucho más que cuando nos separaban casi mil kilómetros. Es difícil conciliar vidas distintas e independientes, más por su parte que por la mía; no la culpo, cada uno tiene sus circunstancias y yo entiendo las de ella. Hace varios días tuve noticias suyas, no eran buenas. Esos diez minutos de distancia se me vuelven ahora definitivamente infranqueables. No hay manera de hablar con calma, ni siquiera ha habido tiempo en estos días de una llamada telefónica, solo fugaces  mensajes por whatsapp contestados a destiempo (ay, qué frenético ritmo de vida este en el que vivimos sumidos). Entretanto yo leía a Sofía y a Mariana y pensaba en ella. Ganas me daban de proponerle no ya la locura de cartearnos sino de enviarnos e-mails, como hacíamos hace años, los primeros de su estancia fuera, esos mails que muchas veces, por problemas técnicos que no vienen al caso, no podían ser leídos pero, aun así, con mayor o menor frecuencia, seguíamos escribiendo. Y a mí me gustaría hablarle en ellos de Sofía y Mariana pero «las cartas sólo se adornan sin trabas cuando se tiene la certeza -equivocada o no- de que el destinatario va a disfrutar muchísimo con su contenido y le va a saber a poco [...], entonces da igual lo que se ponga aunque sean tonterías. Y ya no lo son. Precisamente deja de ser una tontería lo que se cuenta con ganas. En eso consiste». Y por eso ni le hablo de ellas ni le propongo el carteo electrónico, porque pienso que aunque no lo manifestara abiertamente le sonaría a tontería. Ella vive instalada en la realidad y yo fluctúo entre la vida real y la literaria. Y no para esconderme de la primera en la segunda sino porque la segunda muchas veces se me antoja más real que la primera y aquellos que son incapaces de realizar el tránsito entre una y otra, ajenos muchas veces a lo verdaderamente real; mucho más prácticos, eso también. Es por eso que me da rabia cuando escucho (leo) a Sofía decir que ella no vive en la realidad, porque seguro que se lo ha creído de tanto como se lo habrán repetido a lo largo de su vida; y es por eso por lo que me he decidido a sacar este cachito propio de espejo, para susurrarle al oído: siga usted, señorita Montalvo, siga siempre. Bueno, por eso y porque «se canta lo que se pierde» (cito un verso de Machado que me ha chivado Mariana. A ella se lo chivó un tal Manolo Reina. Y no, no me he vuelto a liar con secundarios, es que no me gusta apropiarme de ideas ajenas). Sigo yo, que ya no sé por dónde he dejado el hilo.
La señorita Montalvo, que ya no es señorita sino señora, pues se ha casado con un extraño al que no se ha molestado en conocer con el que ha tenido tres hijos que ya son mayores, se encuentra casualmente, mucho años después de haber bifurcado sus caminos, con la señorita León, que sigue siendo señorita aunque ahora la llaman doctora porque es psiquiatra de éxito. Lo de éxito me ha salido del tirón ahora que he vuelto a coger el hilo y no lo puedo tachar por no incumplir las reglas de Sofía, pero dudo mucho que Mariana considere su vida exitosa cuando es reencontrarse con Sofía y a los pocos día iniciar una huida hacia adelante. Y, ahora que he escrito esta última frase, pienso que la huida de Mariana no resultó tan hacia adelante y que no estuvo motivada por el reencuentro con Sofía o al menos solo por eso, pero nuevamente vuelve a ser tarde para tachar porque ya lo he escrito. El caso es que una emprende la huida y la otra se mantiene en su sitio para evitar conflictos (sitio que no debería considerarse suyo pero que ya he escrito que lo es) hasta que recuerda que tiene un refugio al que acudir (como refugio es también la «pequeña patria de palabras» que ella crea para mí); y el caso también es que una empieza a llenar cuadernos de cachitos de historias que se entrecruzan y la otra a escribir cartas que no envía a la una, vamos, que se escriben pero no se leen como tantas veces nos pasó a mi amiga y a mí, aunque lo nuestro no da para una novela ni de coña (perdonadme la expresión pero se me ha escapado y ya sabéis que no puedo tachar). Y si comienzan a escribirse es porque, cuando se encuentran, Mariana le dice a Sofía lo que tantas veces le decía Don Pedro (que realmente no sé si fueron muchas o si es que me lo parece por tanta huella que le quedó a Sofía) aunque con otras palabras. Y a Mariana, que también ha comenzado a escribir, yo me sorprendo diciéndole: siga usted, doctora León, siga siempre.
«He hecho una pausa para comerme un sandwich y para abrir el hilo musical en busca de algo relajante. Suena Vivaldi. Estoy en mi apartamento de arriba, donde llevo metida varias horas, desde que te empecé a escribir. Tengo la ventana de par en par y la luna está en cuarto menguante. Asómate, Sofía, mira la luna. Tienes que notar ahora mismo cuánto te necesito y cuánto me importa que estés ahí esperando mi carta, la luna te dará el recado como sea. Mariana te está escribiendo, quieta, ¿no lo notas? Te va a llegar un cuento largo, sí. Y podrías estarla mirando, siempre fuiste viciosa de la luna y de las historias que se inventan o se recuerdan bajo sus efectos narcóticos. Yo esta noche te estoy contando cosas que no he contado nunca, que ni a mí misma me había contado así, tan despiadadamente. Me ha tocado el turno del diván, ya ves lo que son las cosas».

Una cañita ....... Fotografía de Miguel Ángel García


Es de esa especie de turno de diván que se alternan las dos amigas de donde salen entremezclados pasado, presente y futuribles, recreación de recuerdos, pellizcos de pudo ser y no fue, suspiros de lo que fueron y lo que son (tal vez lo que ya eran y aún no sabía que eran). Todo ello compone este maravilloso juego de espejos que es esta novela escrita por Carmen Martín Gaite hace veintiséis años de la que apenas he contado nada y, a la vez, he dicho todo. Espero, deseo y casi imploro que muchos de lo que paséis por aquí la hayáis leído, especialmente los que hayáis tenido la paciencia y las ganas de llegar hasta este punto, pues dudo que, de lo contrario, hayáis sido capaces de sacar algo en claro de lo que aquí he dejado escrito. Lo espero y deseo porque es una novela mágica, y casi lo imploro porque creo que Carmen Martín Gaite es una escritora a la que hay que leer al menos una vez en la vida. Esto que acabo de escribir es un poco tontería porque habrá muchos escritores que deberían ser leídos al menos una vez en la vida y a los que yo no he leído ni leeré e incluso de muchos ni siquiera llegaré a conocer el nombre. Además, ahora que la he leído, pienso que no he tardado en hacerlo sino que la he leído en el momento justo, aquel en el que estaba lista para verme reflejada en sus cachitos de espejo. Es por eso por lo que esta novela ha sido y será mágica para mí. Cierro ahora mi batiburrillo de cachitos no sin antes dejaros un último parte meteorológico.
La tarde cae. La luz declina. En breve el día se esfumará como a veces de repente se evaporan las nubes. Miro el cielo y busco infructuosamente la luna. La cadena de coincidencias continúa y me premia; sé que esta noche, al igual que aquella otra en que Mariana comienza su escritura epistolar, la luna estará en cuarto menguante (Sofía, mira la luna, te está llevando mi historia). Aparco la luna y pienso en la tarde que se me ha ido escribiendo esta reseña. Me duele la espalda por no apoyarla en el respaldo de la silla de concentrada que he estado en sacar cachitos de espejo. Al final el cielo se quedó en una plácida convivencia entre sol y nubes. Termino la frase que precede a esta que estoy escribiendo y ya me arrepiento de ella pero ya está escrita; no concibo vivir (menos aún convivir) plácidamente con este calor. Mañana se espera un día parecido al de hoy y al anterior. El miércoles anuncian una pequeña tregua. Mañana será para mi hoy que escribo 10 de julio de 2018. Mi mañana será pasado cuando llegue vuestro hoy que leéis. Las nubes no serán las mismas. Nubosidad cambiante, nubosidad variable, las nubes mutan como muda nuestro humor, a veces predecible a veces, no. Un último aviso para los amantes de buscar figuras en las nubes: a veces largos períodos de observación pueden provocar espejismos ópticos, si la afición es compartida, incluso delirios colectivos; a veces se producen también pequeños milagros y dos personas que observan una misma nube pueden coincidir en su interpretación. Un momento efímero, la nube muta como muta la mirada de quien la observa. Pero de milagros efímeros, de nubes cambiantes y de cachitos de espejo está hecho eso que llaman vivir.
«No nos podemos meter en la piel de nadie por mucho que nos parezca haberlo logrado mediante un espejismo momentáneo de fusión [...] El amor es aventura sin designio [...], una creencia fría, nítida y azulada como la luz de luna sobre las olas agonizantes [...], cada ser es radicalmente distinto de otro cualquiera, aunque a veces estallemos al mismo tiempo, como las olas que se persiguen y coinciden un instante en su cumbre de espuma, sí, exactamente igual que las olas [...], gozar, deshacerse y dejar paso a las que vienen detrás, y así una vez y otra. Somos seres discontinuos [...] Pero se aguanta mal. Por eso nos agarramos como a un clavo ardiendo al encuentro amoroso, por nostalgia de la continuidad perdida [...], porque nos resistimos a morir encerrados en nuestra individualidad caduca. La plétora sexual es un sucedáneo que trata de remediar el aislamiento del ser, pero sólo lo proyecta fuera de sí. Y aunque, en el mejor de los casos, pueda coincidir con la proyección fuera de sí desencadenada en otro, siempre se tratará de dos individuos que, si comparten algo, es un estado de crisis. La crisis más intensa que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo la más insignificante. Lo mismo que las olas, perseguirse, gozar y luego deshacerse por separado».

mirror clouds. Fotografía de Vittorio Giovara


Ficha del libro:*
Título: Nubosidad variable
Autora: Carmen Martín Gaite
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2006
Nº de páginas: 394
ISBN: 974-84-339-0938-1
*Dejo datos y portada de una de las varias ediciones de la editorial Anagrama. El ejemplar que yo he leído es una edición de Círculo de Lectores de 1992.
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