Publicado por Rober Cerero
Cierra los ojos y piensa en Tailandia.
¿Qué sale? ¿La Full Moon Party? ¿La playa donde Di Caprio mató a un tiburón para ligarse a la novia del jefatso de la tribu de la peli? Ah, espera, ¿no serán fiestas salvajes con muchos travestis y señoritas que sacan pelotas de pingpong desde cavidades que, hasta ahora, pensábamos eran sólo tomas de contacto, y no vías de escape?
Vale, tenéis razón, seamos justos: no todos pensaréis en eso. Otros muchos os imaginaréis Tailandia con trenes en medio de la jungla, poblados con gente humilde y a la vez feliz, comida buenísima y picantísima en puestecitos ambulantes y garrapateros a un precio de coña, paseos en elefantes…
Las dos vertientes parecen muy de Tailandia, ¿no? Pero, ¿es posible que ambas tengan cabida en el mismo país? Pues esta dicotomía estábamos un día liados Nacho y yo, la mitad del equipo de La Cloaca, cuando dijimos: ‘a la mierda, nuestros lectores se merecen que acabemos con este sin vivir: ¡vamos a Tailandia!
Y así, señoras, señores, mamá, da comienzo la historieta de nuestros 16 días en Tailandia. Todo lo que contemos a partir de ahora está basado en hechos reales, con más o menos dosis de pildoritas edulcorantes que no harán sino facilitar la lectura –y esperemos la sonrisa- de todos los que nos elegís para procrastinar, sea en el trabajo, en clase o en casa:
Los inicios
No, la historia no empezó realmente así, vamos a ser sinceros. La historia empezó allá por diciembre, cuando Nacho vio un chollazo de vuelo a Bangkok con Ukraine International Airlines. El nombre apestaba a denigrancia, la escala en Kiev aventuraba riesgos bélicos, y el tener que cruzar por ese océano donde tantos aviones han caído o desaparecido en los últimos años nos ponía bastante cachondos. No había duda: para horror de nuestras abuelas, teníamos viajecito en marcha.
La primera de las sospechas fue fundada: el avión parecía un hospital soviético, con poco espacio, una tele para cada 4 filas y MUCHO NIÑO PEQUEÑO. Pero mucho. Y, ¿sabéis qué? Que todos estaban al lado mía. Y cuando digo que estaban al lado de mí, lo digo literalmente: el chavalín de pelo a lo afro de 2 o 3 años que se quedó dormido en mi hombro a la media hora de despegar, su hermano aún más pequeño que lloró lo suyo y lo de su hermano el afro, el primo con cara de hijoputa que jugaba con el iPad sin quitarle el sonido…
Pero bueno, no todo estaba perdido, o eso creía yo: después de una hora haciendo de almohada para el chaval, y de aumentar exponencialmente mi simpatía por la causa palestina, llegó la comida: carne o pescado. Ah no, que los de las últimas filas ya no podemos elegir, que sólo queda pescado. Ah, que el pescado está seco y viene con espinas. Bueno, al menos me voy a hinchar a pan con mantequilla. Ah, que sólo un pan por persona… Bueno, tendré que comerme también el pan del chavalín afro, ¿no? (antes de que me juzguéis, pensad que me lo merecía y que tenía hambre).
El caso es que, tras 17 horas de viaje (por supuesto, sin música, desde que mi hermana decidió bañarse con mi iPod), tres películas que ni Multicine de Antena 3 se dignaría a poner un domingo –ojo, con el audio en ucraniano y subtituladas en chino, así de buenas-, una escala en territorio bélico y más hambre que un perro chico, llegamos a Bangkok. A Bangkok y a su 184% de humedad, claro.
Los 4 primeros valientes (¿que por qué falta el 5º? Eso os lo contaremos en la siguiente entrega… ¡O en la otra! :)
Bangkok es todo lo que te puedes imaginar: caos, tráfico, suciedad, tuk-tuks, asiáticos con mascarilla… Pero decidimos dejarla para el final, porque estábamos deseosos de probar la Tailandia profunda, la de la jungla, la del norte. Así, nada más aterrizar y regatear el precio, porque ‘we are not tourist, we are travellers’, un taxista con bigote nos llevó a la estación de trenes –no sin antes pasar por la tienda de su primo, a ver si queríamos comprarle algo-, desde donde un tren que costaba 0.40 euros iba a llevarnos 100 km al norte, a la primera parada real del viaje: Ayutthaya.
Un Tuk-Tuk cualquiera, llevando a 4 proyectos de monjes budistas
La primera premisa era básica: estamos tiesos y vamos a gastar el menor dinero posible. ¿Qué significa eso? Que viajamos en tercera clase. Aro que jí. Y la segunda premisa también era básica: hemos venido a jugar. Cuanto más turbio, más ambulante, más tai-castizo, fuese el sitio para comer, mucho mejor. Y, ¿qué podía haber más turbio, ambulante y tai-castizo que las señoras que se paseaban de arriba abajo por el tren vendiendo carnes, arroces y bebidas de procedencia más que sospechosa? Teníamos hora y media, íbamos en un tren que pasaba a 5 metros de las casas donde la gente comía y teníamos mucha hambre, así que lo probamos todo. TODO.
Lo de los 5 metros, es literal
¿Os imagináis darle un bocao a un finiboom relleno de pimienta cayena? Pues eso, acompañado de arroz, verdura y ¿pollo? es la comida tailandesa. Y no, nuestros delicados paladares y estómagos occidentales no están preparados. Repito, no lo están, no te vayas de fuertecito pensando para tus adentros que a ti te gusta el picante y lo aguantarías. No lo aguantarías, al menos al principio.
Una de las señoras que recorrían el tren ofreciendo vaya-usted-a-saber-el-qué-pero-con-mucho-muchísimo-pique
¿El resultado? Que nos gastamos más dinero en aguaprobablementenopotable y té helado que en comer, y que el bueno de Pablo, archimundialmente conocido como Xablo, comenzaba a dar muestras de su verdadero yo: el Señor y Dominador del Agua. En adelante, toda compra de agua se efectuaría de la siguiente manera: una botella para Xablo, y otra para el resto.
Porque eso no era España, nuestra lejana y occidental patria, no. Eso era un país completamente distinto, con gentes, ojos, costumbres y comidas completamente distintas. Y allí estábamos los cuatro: Xablo, Nacho, Neno y yo, ante todo un mundo que parecía decirnos: bienvenidos a Tailandia, ojos redondos.