Europa no está obsoleta, escribe Marc Allgöwer, responsable de la sección internacional del Tribune de Genève.La UE es un proyecto único en el mundo. Bebe de las fuentes del liberalismo político y resiste pese a las tensiones en su seno. En época de grandes decisiones en Bruselas, el espectáculo que se ofrece a los ciudadanos de la UE es muchas veces el mismo. Presidentes y primeros ministros que llegan uno tras otro, entablan sus negociaciones mientras recorren largos pasillos grises y las prosiguen en despachos anónimos hasta que llega el momento en el que los periodistas se van a la cama al amanecer sin que se haya anunciado ninguna medida. Hace pocos días, las conversaciones para designar a los nuevos rostros de las instituciones europeas no fueron una excepción. Porque los jefes de Estado y de gobierno debían resolver una ecuación con múltiples incógnitas: equilibrios entre hombres y mujeres, entre formaciones políticas y entre regiones geográficas.Aunque esta forma de “cocina política” pueda parecer confusa y frustrante, el proceso es inevitable en un conglomerado que, en el fondo, es una federación. Los suizos lo saben bien. En Berna, cuando hay que elegir a un nuevo miembro del Gobierno federal, los responsables políticos deben recurrir a una complicada alquimia para que todos los ciudadanos, cualquiera que sea su sexo, su lengua o su partido, se sientan representados. Todas las veces, el resultado es imperfecto y provoca decepciones. Pero tiene el mérito de permitir una coexistencia pacífica y, al mismo tiempo, dejar que se expresen las discrepancias. Por medio de los dirigentes elegidos en cada país, la Unión Europea ha designado a sus responsables, que ahora deberán someterse a la aprobación del Parlamento, también elegido. A su manera, este proceso refleja el funcionamiento de una democracia liberal.Sin embargo, unos días antes, a 2.500 kilómetros de Bruselas, un hombre proclamaba la muerte de la idea liberal. El hombre que así hablaba no era otro que Vladímir Putin. En una larga entrevista concedida al diario Financial Times, el presidente ruso declaraba que el liberalismo se ha quedado “obsoleto”. En su opinión, la agitación política actual prueba que los pueblos se levantan contra unas élites desconectadas. También criticaba el multiculturalismo y la inmigración —y, de paso, describía una situación tan apocalíptica como imaginaria en la que unos europeos ingenuos permiten que los inmigrantes maten, roben y violen y no muestran ninguna reacción—, para luego proclamar su incomprensión ante determinadas consideraciones concedidas a la comunidad LGTBI.En realidad, el verdadero objetivo del señor del Kremlin en esa entrevista, aunque no pronuncie ni una sola vez su nombre, es la Unión Europea. Este proyecto único en el mundo bebe de las fuentes del liberalismo político. Y si es capaz de resistir pese a las tensiones en su seno es porque no trata de ahogar sus contradicciones internas. Al contrario, se alimenta de ellas. Todo ello hace de la UE la antítesis del modelo que Putin promete desde hace 20 años.Es la misma Unión Europea que decidió sancionar a Rusia por la anexión de Crimea y la guerra que libra en el Donbass. El próximo 17 de julio, varios de sus Estados miembros, entre ellos Holanda, conmemorarán el quinto aniversario del derribo del vuelo MH17 de Malaysia Airlines en el este de Ucrania. Un misil lanzado desde territorio ruso abatió el aparato y mató a 298 personas.Por eso, porque la UE es todo lo contrario de su régimen y se opone a sus acciones, es por lo que Putin quiere debilitarla lo más posible. El mensaje que intentaba transmitir en la entrevista del FT podría resumirse así: “Podéis seguir sancionando a Rusia a corto plazo, pero yo he ganado la gran batalla de los valores. Vuestras democracias frágiles y complicadas no resistirán a los vuelcos actuales. Son como unos vulgares teléfonos. No han sabido modernizarse y su obsolescencia está programada”.El contraste no puede ser más fuerte. A un lado, un hombre fuerte que reviste de espectáculo cada una de sus declaraciones. Al otro, 28 dirigentes que negocian esforzadamente hasta altas horas de la noche. Y, sin embargo, en Europa se alzan voces que propugnan la reconciliación incondicional con Rusia. Unas voces que también se oyen en Suiza, un país que no es miembro de la Unión y que siempre ha mantenido una prudente distancia respecto a las sanciones europeas. No parece que nada estremezca a esos defensores de la distensión con Moscú, ni siquiera los múltiples casos de espionaje que han revelado en los últimos meses a agentes de los servicios de inteligencia rusos que actuaban en el territorio de la Confederación Helvética.El diálogo con Rusia es una necesidad, pero los europeos deben tener el valor de defender su modelo. Putin quiere convencerles de que los valores liberales que tantos beneficios les aportan en su vida cotidiana —la búsqueda del acuerdo, el respeto a las minorías, el Estado de derecho— ya no tienen razón de ser. Se olvida de que, en política, la única obsolescencia programada es la de los poderes que reposan sobre un solo hombre.
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