Publicado por Rober Cerero
¿Os acordáis de esa canción de Juan Luis Guerra que decía ojalá que llueva café en el campo? Bien, está claro que el bueno de Juan Luis es de esos tipos que dicen: ‘total, por pedir que no quede, ¿no?’ Porque, siendo realista, es bastante improbable que llueva café, y encima que tiene que llover en el campo. ¿Qué más, Juanlu?
En fin, dado que se nos podría caer el poco pelo que nos queda esperando a que eso pasase, hace un par de semanas decidimos hacer lo más parecido a lo que pedía el Sr. Guerra: nos íbamos a ir a los campos, a los valles, donde se recolecta el café colombiano, y lo íbamos a hacer en época de lluvias (joder Juan Luis, más no podemos hacer).
Vale, olvidad esto último, rectifico: killo Juan Luis, más no podemos hacer. ¿Qué a qué viene esta soplapollez? Pues a que mi abuelo opina que digo muchas palabrotas en este blog.
Mierda, lo he vuelto a hacer.
Anda, otra vez. Lo siento abuelo, no tengo remedio.
Bueno, que me desvío: volviendo al tema que quema, nos íbamos al eje cafetero colombiano, donde se nos prometían paisajes increíbles, café rico rico y una pechá de agua. ¡A jugar!
Salento
Pillamos un vuelo a Pereira, que resulta tener el aeropuerto más pequeño del mundo. Pero pequeño nivel dragón: dos puertas -una de entrada y una de salida-, un puestecito de jugos, un baño para cada género –¿por qué nadie piensa nunca en el género neutro?- y unos pocos asientos. En serio, juro que ese aeropuerto era antes una estación de buses al que le han enchufao un par de cintas transportadoras y 3 o 4 Boeing diarios.
De ahí, teníamos apalabrado a un señor con una van (es más cool decir van que furgo, y mucho más decir cool que guay) que nos llevaba a Salento, una de las ciudades importantes del eje cafetero. Una horita de camino y 3-4 euros cada uno. Not bad.
A Salento llegamos ya de noche, nos repartimos las habitaciones del hotel con la decoración más bizarra del mundo y nos lanzamos a la plaza principal, que estaba llena de gente bailando temazos remember latinos, a donde nos unimos con Laura, Ania y María (por supuesto, vasquísimas todas). Me encantaría poder decir que nos quedamos de súper farra, pero no fue así. Un perrito caliente (ojo con la señora que los ponía, que le ponía tanto esmero y cariño que igual tardó 8 minutos por cada salchicha), dos cervezas, tres o cuatro bailoteos y a dormir, que había que madrugar.
Un ejemplo de la decoración del hotel
El sábado por la mañana tocaba visitar alguna finca cafetera, es decir, alguna finca donde cultivan, consumen y venden su propio café. Más puro imposible. Nos recomendaron una que estaba a una hora de paseo, así que allí que nos lanzamos, mientras veíamos paisajes como éste:
Don Elías
Llegamos a la finca de Don Elías justo cuando estaba empezando el tour guiado, así que nos arrimamos corriendo a la vera de Miguel (no se llamaba Miguel, pero no me acuerdo de su nombre), un lugareño que llevaba en la finca más años que un bosque.
El bueno de “Miguel”
Lo cierto es que no tenía ni pajolera idea de cómo era el proceso de cultivo del café, y aprendimos bastante. Por ejemplo, que los granos de café están dentro de estos frutos:
Que se recogen manualmente y se dejan secar al sol varios meses. Que de nuevo manualmente se separan los que se han secado con más estilo y nobleza de los granos plebeyos que se han secado de forma plebeya –“sorpresa”: los granos vulgares se quedan en Colombia, y los pro se exportan-, se tuestan en unas sartenes gigantes, se muelen con unos molinillos… ¡Y a beber! O a vender, claro.
Todo es manual, lleva su tiempo y su trabajo, y lo cierto es que el resultado fue espectacular: nos tomamos un café proveniente de unos granos ya secos (y súper aristócratas), que tostaron y molieron delante de nosotros y, ¡por fin! probé un café bueno de verdad en Colombia.
El proceso de tostado del grano
Grano listo para moler
El mejor café que hemos probado en Colombia
Después del cafelito con esas vistas tan cucas, propina a Miguel (ojalá alguien se acuerde de su nombre de verdad), dos bolsas de café para llevarnos a casa, y a esperar un Jeep que nos llevase de vuelta a Salento. Pero antes, claro, la foto con el patriarca del café, el gran Don Elías:
Tras más de una hora esperando al Jeep “que llegaba ahorita mismo”, volvimos a Salento. Allí almorzamos, capeamos el diluvio universal jugando –en mi caso, intentando si éxito- al mus y, cuando las nubes dieron tregua, nos dimos un paseíto por las coloridas callejuelas, de camino a este precioso mirador al Valle del Cocora:
Una calle cualquiera de Salento
¿Qué hicimos luego? Varias cosas. Lo primero, comernos la pizza más grande del mundo, sin exagerar. Para colmo, la mía llevaba un kilo de cebolla caramelizada en cada trozo. ¿Sabéis el juego ese de cuándo éramos pequeño que se llamaba Operación y que tenías que extraer con una pinza partes del cuerpo del paciente (el paciente era un señor de cartón) sin tocar los bordes? Pues ese era yo, luchando para extraer toda la cebolla sin desbaratar el queso.
Quizá me mate cuando lea esto, pero con toda la cebolla de dos trozo -no exagero, podía haber media cebolla ahí- hicimos algo interesante: después del mítico nohayhuevos inicial, Ania se la comió con una cuchara por 10.000 pesitos (3€). Eso que se llevó.
El caso es que después de la súper pizza y dar el paseo de rigor para eructarnos y peernos bajar la comida, nos fuimos a dormir. Al día siguiente nos íbamos al Valle del Cocora, una mezcla entre Jumanji y Jurassic Park.
El Valle del Cocora
Llegamos al Valle del Cocora con la intención de hacer una caminata de 6 horas, en la que daríamos la vuelta a una montaña. Cuál será mi sorpresa cuando la gente empieza a proponer ir a caballo, en vez de andando. Y cuál será mi pluscuamsorpresa cuando veo que todo el mundo acepta encantado. Todo el mundo menos yo. Que yo no he cogío un caballo en mi vida, Julio.
Después de despotricar sobre cómo la democracia a veces es la dictadura de la mayoría y pedirle al guía –según sus propias palabras “un tipo deportista, como demuestra mi complexión atlética” (mira, cuerpo de atleta sí, pero de maratón: delgado y pequeñito)- que me diese lo más parecido a un pony, llegó el momento: nos subieron a los caballos y nos dijeron que no nos preocupásemos, que se sabían de sobra el camino, se ponían en fila india caballuna y hala, a disfrutar del paisaje.
OJALÁ nos hubieran dicho también que se daban de hostias para ponerse los primeros en esa fila caballuna. Ojalá nos hubiesen dicho cómo frenar. O cómo girar. O cómo hacer que trotasen más. O que no gritásemos, porque con los gritos el caballo se pone nervioso. Porque claro, mi jaco empezó a correr p’alante, y yo venga a gritarle que se parase, pero se ve que no entendía mi acento andaluz porque el tío ni puñetero caso. ‘¡Tira de las riendas!’ me gritaban desde detrás. Y claro, yo tiraba, pero p’arriba, y el caballo se encabritaba más. ‘¡Tira pero hacia ti, no hacia arriba!’ Ah bueno, eso ya era otra cosa. Lección aprendida. Gracias, Ania.
Bueno, ya sabía que no podía gritar. Podía jiñarme encima, pero no gritar. También sabía cómo frenar. Pero aún me faltaba aprender a girar y a azuzar. ¿Por qué? Pues porque se ve que mi pobre caballo no había desayunado, ¿sabe usted? El tipo se paraba cada 300 metros a jalar hierba como si no hubiese un mañana, y yo le dejaba un poquito por pena, pero luego tenía que dirigirlo, porque hacía tapón con los de detrás.
El caso es que, una vez superado la congoja inicial, me dio tiempo hasta a disfrutar de la hora y media de paseo. Cruzábamos ríos, subíamos cuestas, pasábamos por barro… Todo rodeado de paisajes preciosos.
Pero llegó un punto en el que los caballos no podían avanzar más, así que nos tocó seguir subiendo la montaña a pie. Tras hacer una parada en la zona de los colibrís y comernos los pinchitos más malos del mundo –probablemente, de colibrí-, seguimos nuestro camino hasta la cima.
La cosa empezaba a ponerse jodida: barro –menos mal que nos dejaron unas botas de lluvia en el hotel, porque, listo de mí, yo iba en Vans-, amenaza de lluvia, carteles de “precaución, pumas”, cansancio, altura… Vamos, que estábamos jodidos (María unos más que otros). Pero, como con paciencia y esfuerzo todo se consigue –menos entender las matemáticas, eso nunca se ha conseguido ni se conseguirá-, por fin llegamos a la cima… Y volvió a caer la del ligre (mitad león, mitad tigre. No me lo he inventado, lo exhibieron una vez en el circo de Sevilla).
Dado que nuncajamás iba a escampar, decidimos hacer de tripas corazón y comenzar la bajada. Lo peor había pasado, y aún teníamos que ver la zona de las palmeras más altas del mundo. Sólo puedo decir dos palabras sobre esa zona; parafraseando al bueno de Jesulín de Ubrique: IM-PREZIONANTE.
Y con este pedazo de Jurassic Park en Colombia, se acababa el Valle del Cocora. Y el Eje Cafetero. Y el finde. Y las energías físicas. Y el calor corporal, porque estábamos súper calados. Así que no nos quedaba más que hacer cola para ducharnos en el baño que nos dejaron en el hotel, volver a Pereira, con su estación de bus-aeropuerto y coger el vuelo de vuelta a casa.
Había sido un finde de 10, otro más en este maravilloso país. ¿El siguiente viaje? Aún no lo sabemos, pero seguro que también será top. Hasta entonces, caerá algún post con curiosidades sobre Bogotá.
XOXO.