Los mortales hemos contemplado con asombro como este austriaco ha ascendido hasta la estratosfera y, tras cinco años de preparación, ha dado vida y magia a su proyecto, ha cumplido su sueño. Su ejemplo demuestra a pequeña escala como nuestros frutos son los logros que hemos cosechado a conciencia. Hay personas que jamás se subirán al globo de la vida, que jamás caerán porque nunca lo intentarán. Otros suben temblando y se quedan atrapados en la cápsula, sin propuestas ni capacidad de reacción. Demasiado vértigo en las alturas de su alma, inseguridad en los confines del corazón. Los hay que conquistan el cielo y se llenan de nubes y olvidan su sitio en el mundo. Algunos tardan más en subir pero lo han hecho concienzudamente, con firmeza, y saltan porque se atreven, porque llevan un justo equipaje, un traje presurizado que les protege de las altas temperaturas del viaje a lo desconocido. La caída libre para algunos es dolorosa porque amarga abandonar el cielo y da miedo no volver a tocarlo pero son conscientes de que deben entregarse a otras metas, a otros sacrificios, a otro universo. Para los aventureros es pan comido, se lanzan contemplando un mundo a sus pies, deseosos de reconocimiento y acción, vanagloriándose de su hazaña, ideando un proyecto más asombroso aún que el anterior.
Todos anhelamos escribir nuestros propios records en la historia que protagonizamos, una caída libre de cuento. Las limitaciones son las peores cadenas del hombre. Lo imposible se cumple, lo que parecía lejano, se conquista. Es el espíritu de superación. El ascenso parece eterno desde nuestro globo pero el cielo siempre espera a las mentes más luchadoras y aplicadas. A las que confían y no conocen de límites. Algún día llegaremos al cielo, alcanzaremos nuestras metas personales y, como este aventurero intrépido, descenderemos en paracaídas sobre el desierto de nuevas inquietudes y de sueños que aguardan ser cumplidos en miles de cápsulas del tiempo. Volveremos a la Tierra para contarlo.