A veces parece que no haya nada que decir de los directores que no fueron tan brillantes como otros más renombrados y no digamos como los elevados al rango de autores.
Si acertaron, sería por casualidad o poca culpa tuvieron en ello; tal vez la confluencia de buenos técnicos, un buen guión, una partitura inspirada...
Una pequeña bula suelen tener las obras finales, sobre todo si lo son conscientemente, por aquello de que igual incorporan últimas voluntades que vienen muy bien para esquelas y retrospectivas o presentan audacias que antes pudieron haber condicionado el futuro, libres por fin de la esclavitud del porvenir. Nada de esto último parece casar con "Plymouth adventure", perfectamente "camuflada" en el grueso de su obra y hasta se puede pensar a priori que un final previsible a treinta años de melodramas y comedias "sin genio", por ser otra biografía o hecho histórico más de los muchos que filmó y por ser Clarence Brown oriundo de Boston y conocer desde su infancia el viaje de los peregrinos anglicanos al nuevo mundo.
Pero sólo hace falta verla con calma o revisarla con más atención de la que se le prestó cuando, presumiblemente, se confundió con uno más de las entretenidos films en technicolor que prolijamente se hicieron en los 50, para decir, gritar si es necesaro para restituir lo que ha sido negado a esta obra, que es una de las más grandes películas de aventuras y uno de los grandes melodramas.
Extraño film este.
No es la peripecia del viaje, ni la espectacularidad con que fueron rodadas las múltiples dificultades con que se encontraron, ni tampoco el objetivo, la llegada a las playas de Cape Cod, lo que verdaderamente importan a Clarence Brown, pese a que en pocos films bañados en agua salada se han plasmado mejor ni más realistamente tales cuestiones.
Es "Plymouth adventure" sobre todas las cosas, la historia de la redención de un hombre, un desalmado que se vende al mejor postor, a quien nada ni nadie importan y que cree a todos de su misma condición.
Una auténtica derrota que poco tiene en común con la toma de conciencia del carismático sinvergüenza que interpreta Kirk Douglas en "The big trees" de Felix E. Feist (que comparte con "Plymouth adventure" un conflicto religioso respecto a la explotación de recursos y un personaje femenino impenetrable) o con la renuncia de Chandra (Walter Reyer) en "Das indische grabmal" - y a medio camino plásticamente de ambas se encuentra -, pues pueden volver ambos a ser lo que eran finalizada la aventura y aprendida la lección. El Capitán Jones queda totalmente vacío, en absoluta soledad al haber comprendido que hay hombres mejores que él, más fuertes, los más insospechados, esos santurrones que lo han arriesgado todo embarcando con las alforjas apenas llenas de ideales que él cree pura hipocresía.
De una belleza abrumadora, es el film más sobrio y anticlimático imaginable, llegando a momentos de esplendor de la verdad cuando parecía el guión de Helen Deutsch agotado, en cuatro momentos sublimes: ella acariciando la chaqueta de él colgada en una silla, un simple plano del barco fondeado, pacientemente vigilante y habiendo servido de sustento en la bahía meses después de la arribada, un gesto de Tracy con Leo Genn, que incorpora extraordinariamente al marido de Dorothy, reconociendo cúanto lo quiso ella y un paisaje que William Daniels pide prestado a Turner para la última secuencia.