Nueva normalidad

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Recuerdo a la perfección los vinilos de la década de los sesenta y setenta del siglo pasado que mi madre ponía una y otra vez en casa. Mi preferido era Elvis, con aquella voz melodiosa tan suya, tan especial, pero también sentía fascinación por Abba y Mocedades. Mi madre siempre ha sido muy selecta con sus gustos, no se crean ustedes que le mola cualquier cosa. Cuando no sonaban aquellos discos, se escuchaba el jazz o la música clásica de mi padre, o el alegre soniquete que anunciaba a Protagonistas de Luis del Olmo.

Mientras en casa se imponía aquella sana nostalgia que hoy siento como mía, también me acuerdo, y mucho, de la forma en que mis abuelos veían los avances que se producían incesantemente en aquella curiosísima época que fueron los ochenta. Fue algo más que un decenio, tal vez unos quince años que hoy se nos antojan casi perdidos en tierra de nadie, como una transición entre el secarral anterior y toda la movida tecnológica posterior. Unos tiempos de despertar que abonaron la tierra de pequeños y grandes cambios.

Las vidas se alargaban, la moralidad se relajaba y las tetas aparecían sin pudor en aquella tele llena de canales que se encendía con un mando a distancia. Era la nueva normalidad de la España democrática, tan distinta a la que se vivió en los oscuros cuarenta y cincuenta, probablemente no se parecía al futuro que aquellos cuatro supervivientes, los padres de mis padres, imaginaron alguna vez.

En una aldea rural cercana a Estocolmo vio la luz en aquellos tiempos de primigenias libertades el genial Simon Stålenhag, músico y diseñador, cuyas ilustraciones se mueven entre el hiperrealismo y el surrealismo, destilando una especie de retrofuturismo fascinante. En sus libros de arte descubrimos colosales estructuras industriales en inmensos prados, robots con pinta herrumbrosa entre árboles, o coquetonas casitas con prolongaciones metálicas monstruosas.

Trufadas de un aire a ese futuro distópico del que tanto se habla ahora, sus obras plasman un pasado-presente irreal y callado, que ha inspirado Historias del Bucle, uno de mis mejores descubrimientos de estos casi cincuenta días de encierro. Esa pesadumbre esperanzadora de los setenta y ochenta nunca fue tan sutilmente fotografiada como en esta muy recomendable serie de ocho capítulos de duración de cuidadísima factura, que beben directamente del arte de Stålenhag y pueden ustedes ver a través de Amazon Prime.

Los habitantes de un pueblecito norteamericano detenido en el tiempo, viven condicionados por lo que sucede en lo que ellos llaman "el subsuelo", donde se manifiesta una extraña forma de energía. Muchos trabajan en ese espacio subterráneo que se oculta al espectador, mientras en la superficie se manifiestan pequeñas y grandes consecuencias de toda esa fuerza recóndita.

No esperes acción a raudales ni alienígenas que arrancan cabezas. Los guiones, pausados, son una vuelta de tuerca al realismo mágico de Juan Rulfo, García Márquez e Isabel Allende, desarrollados por ocho directores distintos, entre los que reconocemos a Jodie Foster, Andrew Stanton y So Yong Kim.

Vestidos de la más respetuosa y agria de las crudezas, cada realizador se centra en uno o dos personajes del pueblecito, que por momentos nos recuerda al Springfield de los Simpsons, y los desnuda frente a sus miedos y deseos, a la par que sus destinos se cruzan con esferas de latón, humanoides oxidados y gadgets de otro tiempo.

Del adolescente apocado que siempre ha deseado degustar el mismo éxito que el chico popular del instituto, enlazamos con la floreciente la sexualidad de una genio de la robótica, asistimos luego al final no aceptado de la vida y la no aceptación de la muerte de un ser querido, pasando por el amargo cumplimiento de sueños húmedos en una realidad paralela.

Un bucle narrativo en el que somos testigos de cada historia, pero de todas participamos, porque nos miramos en el espejo de las variadas emociones que tan bellamente se relatan. Y, encima, es una ocasión para reencontrarnos con una de las más grandes actrices americanas de todos los tiempos, la ya octogenaria Jane Alexander, quien nos sobrecogió amortajando a sus hijos en otro ochentero apocalipsis de la rutina, Testamento Final.

¿Habías imaginado hace cien días que aquel apocalíptico futuro que te esperaba serían estos cincuenta días de encierro? No. Tampoco yo lo pensé nunca. Como no me había planteado que, al igual que en la irrealidad de los mastodontes metálicos que se pudren en un trigal, yo tendría que afrontar una nueva normalidad de playas con mamparas, niños paseando a sus padres y cadenas de televisión puestas 24/7 al servicio de los cuernos de una desconocida que pasea medio petuda y en bolas detrás de un facha.

Sólo me falta convivir con los robots fieramente humanos de Stålenhag, pero cuando todavía no me han hecho ni un test para saber si estoy enfermo de algo, ¿cómo voy a pedir un androide?