Revista Cultura y Ocio

Nueva sección: Delante del (puto) espejo - La aceptación

Publicado el 18 abril 2020 por Alaluzdelasvelas



DELANTE DEL (PUTO) ESPEJO

-
Aceptación


 ¡Hola, hola, hola! La deuda es promesa y la promesa deuda, así que aquí estoy, con una de las entradas que más disgustos me ha costado en mi vida. No es sólo que la haya retocado doce mil veces, es que no quiero que esto se entienda como algo que no es.  Si os quiero hablar de mí, y por Dios que quiero hacerlo, es porque creo que contar según qué cosas puede ayudar a personas que se hayan visto o se estén viendo en situaciones parecidas a la mía. No digo que yo tenga la verdad absoluta ni que esto sea una clase exprés, pero quiero que quede algo muy claro: yo me adoro a mí misma. Pero ahora. Detrás hubo un proceso harto largo del que os quiero ir hablando en alguna que otra entrada. ¿Y por qué quiero contarlo? Porque a mí el contenido de YouTubeme ayudó muchísimo en este aspecto, tanto que no tengo palabras para agradecer que haya gente valiente que se plante delante de una cámara y diga “tomad mi verdad, haced con ella lo que queráis”. Yo no me voy a poner delante de una cámara, pero quiero aportar mi granito de arena… y quiero hacerlo escribiendo. Ahora poneos cómodas, cómodos, porque os quiero contar un trocito de mi historia.

Nueva sección: Delante del (puto) espejo - La aceptación

La aceptación... 

 Cuando tenía dieciocho años, creí que lo mejor estaba por llegar. El instituto había sido una época aburrida, salpicada de momentos bonitos con una amiga que lo sigue siendo y otra que, sinceramente, espero no volver a cruzarme en mi vida. Por aquel entonces, yo ya sabía que algo no iba bien o, por lo menos, no todo lo bien que debería ir. Quiero decir, ¿a qué persona de dieciocho años no le pirraba pasarse la vida haciendo planes de verano? A muchas, pero yo eso no lo sabía; así que me adaptaba como buenamente podía. Mal, para qué mentir, y es que llegaba a casa deseando tener un día para mí. Un día para mí sola, en el que me dijera muchas veces que lo había conseguido, que sí, que ya estaba, que hacía lo que se esperaba de mí De eso hace ahora cinco años y es gracioso, porque aunque siempre me he considerado a mí misma una persona tímida, pero sociable; no fue hasta que llegué a la universidad que me di cuenta de que la gente espera de ti cosas que no tienes porqué ofrecerles. Recuerdo una vez particularmente horrible en la que un chaval me preguntó por qué “no me hacía un poco la social, joder”. Ese “por qué no me hacía un poco la social, joder”, hizo que me sintiera como una mierda un puto fin de semana entero. Sobra decir que lo mandé al infierno, pero ni siquiera con esas podía quitarme la idea de que tal vez él tuviera un poco de razón. La mente, que es muy puta Mi mayor batalla fueron las fiestas. Durante mis dos primeros años de universidad, estuve siempre en ese limbo ridículo entre cenas por compromiso en grupos enormes que me hacían sentir incómoda, y esas borracheras idiotas que conseguían que todo me supiera a mierda. No podría contar con los dedos de las manos la de tonterías que hice/hicimos durante ese tiempo, ni tampoco la de veces que yo lo único que quería, lo que quería de verdad, era estar en mi casa tranquilamente haciendo algo tan estúpido como leer o ver una película. Eso o estar de tranquiscon mis amigas: cine, cena, risas y casa.Pero aquello, me decía a mí misma, no era “lo normal”, ni “lo que se esperaba de mí”. Me gusta la crudeza de una declaración sincera, así que os diré que una vez me dio por echarme a llorar. Así, sin más. Estaba en mi habitación pensando en que al día siguiente tenía que ir a una cena en la que éramos cuarenta personas y yo sólo podía pensar en lo horrible que sería que, para colmo, se pretendiera de mí que hablara con toda aquella gente con la que ni siquiera sabía si iba a tener algo en común: gente invitada por gente, que además aportaba a otra gente de su propio círculo; convirtiendo lo que empezó siendo una cena “de amigas” en algo así como un evento social en el que “hacer muchos amigos”. Y fue en ese momento, llorando de rabia y de vergüenza hacia mí misma, cuando me di cuenta de que lo más difícil es aprender a decir “no”. Para mí no se trató de dónde encajaba y dónde no, porque tengo una tendencia casi suicida a acercarme a personas que luego terminan por no obtener de mí lo que al parecer buscan. No, no era una cuestión de compañías, era una cuestión de autoestima. Rechazar a un tío sólo porque no me gustaba y obtener a cambio un “pues tú tampoco eres para tanto, tía” fue algo así como el primer toque de atención. ¿Y qué significa “ser para tanto”? ¿Por qué él podía pensar que yo era una frígida y yo tenía que contentarme con mandarlo a la mierda y seguir con mis cosas? ¿Por qué, en definitiva, tenía que poner por delante la locura de la tenía que hacer gala para ser divertida, si a mí aquello no me hacía falta?  Los cambios de humor y el miedo al fracaso, tanto personal como social, fueron los detonantes. No era sólo que fuera incapaz de concentrarme en lo que hacía porque estaba muy ocupada pensando en qué tenía que hacer para “seguir encajando”, es que empecé a hablarme en términos negativos a mí misma. Yo no era “tan espontánea”, ni tan “divertida”, ni “tan” lo que os dé la puta gana añadir; delante de gente a la que no conocía. Me hacía bolita porque la gente nueva, lo siento, me ponía nerviosa. ¿Y ahora no? No, ahora no tanto Te das cuenta de que algo va fatal dentro de tu cabeza cuando te preocupa más qué piensa de ti alguien a quién acabas de conocer que lo que piensas tú de esa misma persona. Y esa era mi cruz, ¿sabéis?: no entender por qué yo siempre era insuficiente y hasta la persona más mediocre era, a mi lado, poco menos que un maldito gigante. Mi primer ataque de ansiedad fue cuando tenía veinte años. Me acuerdo perfectamente. Estaba delante de la puerta de uno de los laboratorios esperando a que fuera la hora para entrar. No conocía a nadie. A absolutamente nadie. No había hecho aquella asignatura el año anterior cuando la hicieron mis amigas/compañeras/conocidas. ¿Y qué hice? Quedarme en estático, notando cómo el puto corazón me latía a una velocidad de vértigo, preguntándome con quién narices iba a sentarme y qué narices iba a hacer yo allí dentro si ni siquiera era lo suficientemente valiente como para portarme como si no me importara nada. Mi mayor fallo, me lo dijo un amigo, es que por muy jodida que esté por dentro, no se ve por fuera. Ese ataque de ansiedad lo sufrí con un estoicismo que, os lo juro, merecía un premio. Y no entré en clase. Me fui cuando todo el mundo entró. Y me fui cagándome en mí misma todo el camino, llamándome estúpida. Había llegado a mi límite: ni siquiera había entrado en clase. Por triste que suene, hay algo liberador en saber que no puedes caer más bajo. A mí por lo menos me sirvió para poner en orden mis prioridades. Eran sencillas: tenía que replantearme qué clase de gente quería en mi vida, qué imagen quería proyectar hacia mí misma y qué quería contar a quién me preguntara. El hecho de ser reservada no me hace mentirosa. Todo lo contrario. Me gusta pensar que soy la persona más sincera que conozco, y no por ese narcisismo rancio, sino porque cuando ese día llegué a mi casa y dije “me he saltado la clase”, tuve que tragarme como una puta bola de pinchostodo lo demás, el “tengo miedo de no ser como mis amigas”, el“me aterroriza pensar que nunca voy a encajar” y el “no sé por qué ya hasta la gente me asusta, joder, mierda, joder”. Pero no me asustaba la gente, eso lo entendí después, me asustaba yo misma. Acepté que era una persona introvertida ese verano. Cuando todas las clases habían acabado y mi grupo de amigas se había ido a la jodida mierda – no, no fue mi culpa, pero supongo que la historia cambia en función de a quién preguntéis –, empecé a ver contenido en YouTubecon el que me sentía dolorosamente identificada. Los temas eran “introversión”, “ansiedad social” y mi favorito: “aceptación”. Una de mis amigas, que está diagnosticada de ansiedad generalizada y es un jodido amor, me dijo muy seria una tarde que “cada una era como era y punto, coño”. Aquello no me dio alas, ni mucho menos; pero me hizo pensar. Si ella, que es de lo más sociable que conozco, podía hacer y deshacer a su antojo, ¿por qué leches yo tenía que hacer caso de lo que se me pedía? ¿Por qué no podía dar un golpe en la mesa y decir “eh, hostia, ya está bien, esto NO ME GUSTA”? Porque en el fondo era una cobarde. Conmigo misma. Manda narices Mi primer cambio fue, por tanto, cortar por lo sano con aquella gente que no me aportaba más que dolores de cabeza y ganas de echarme a llorar. Fue muy difícil, no os voy a mentir, pero me sentí tan bien que lo haría mil veces más. El segundo fue darme un tiempo. Uno muy largo. Meses y meses de conocerme a mí misma, preguntándome qué me gustaba, qué no y, sobre todo, por qué. Dejé de salir de fiesta y os juro por Dios que desde entonces duermo mejor – que, eh, a mí me parece cojonudo que haya gente que lo pase bien en una discoteca llena de gente pero yo, lo siento, no –. También dejé de beber y empecé a ser sincera hacia dentro y hacia afuera. Ahora, si alguien me dice algo que me sienta mal, lo digo. Sin más. Y si le duele, será porque algo de verdad hay en mis palabras.  El último paso aún me cuesta. Me obligo a estar. A estar con todos los sentidos. Me obligo a estar incluso cuando lo único que quiero es echar a correr. Me obligo a estar en esos sitios en los que no me gusta permanecer: como una clase abarrotada de gente a la que no conozco y con la que tengo que trabajar; esa reunión social en la que yo también tengo que estar (entiéndase: cumpleaños en los que conoces a un par de personas, cenas y comidas del mismo tipo… en las que una de esas personas, como poco, es tan importante para mí que vale le pena estar incómoda hasta empezar a sentirme cómoda); y todos esos momentos tirando a “obligados” que, bueno, cuando los miras con perspectiva ni siquiera son tan malos. ¿Un truco? Cuando me agobio, cuando creo que me va a explotarla cabeza de todas las cosas horribles que pienso de mí misma, paro en seco. Sé que la parada de pensamiento no siempre es la solución, pero a mí me funciona; y es que redirijo toda mi atención a lo que lleva haciéndome feliz desde que tengo doce años: las historias. Las historias que nunca escribiré, pero siempre están ahí esperando nuevos matices, nuevos añadidos. Las historias que empiezo, borro y corrijo mil veces. Las historias que hacen que todo sea relativo, porque si alguien te mira juzgándote… tal vez no te juzgue a ti, tal vez se juzgue a sí misma. ¿Hacemos un resumen? ¿Empiezo yo? Hola, me llamo Carme y soy introvertida. No me gustan las fiestas llenas de gente y no soporto que la gente me toque. Soy una cabrona, digo muchas palabrotas y tengo la manía de dar mi opinión si se me pregunta. Odio a la gente mentirosa, no soporto el fascismo, ni el racismo ni la homofobia. Supe que también me gustaban las chicas el día que una tía me metió la lengua hasta la garganta y me dijo que le gustaban mis ojos tristes. Por cierto, no me gustan las relaciones serias. Soy brutalmente sincera y, me gusta pensar, divertida la mayor parte del tiempo. Eh, ¿sabes qué más?, aprendí a escucharme y, desde entonces, me paso por el culo a toda esa gente que me dice todo lo que tendría que hacer y no hago. Ahora acércate un poco, como si habláramos en escuchita… si me dejas, te cuento cómo fue este proceso para mí. Verás como hay mucha gente que sufre y se levanta. Verás como, aunque no seas lo que se espera de ti, todo es empezar a caminar hacia ti misma, hacia ti mismo. ¿Seguimos hablando?

Volver a la Portada de Logo Paperblog