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Veinte años antes de que se constituyera de forma oficial por primera, y hasta la fecha única vez, la Foguera de Tabarca, era publicado un interesante artículo sobre la isla en la Revista Oficial de las Hogueras de San Juan 1945 -o Fogueres de San Chuán, en el interior-, la que hacía número 6 desde que se comenzara a editar como tal en 1940.
Revista Oficial de las Hogueras de San Juan 1945 (Archivo Armando Parodi)
Se trata de un escrito del entonces Director del Reformatorio de Adultos de Alicante, el periodista y escritor José Rico de Estasen, en una época en la que el turismo todavía ni se había planteado en una isla floreciente, fundamentalmente de la mano de la época dorada de la Almadraba «Isla de Tabarca», que conllevaba una población en un número de habitantes que nunca se había conocido en la pedanía alicantina. Se capturaba centenares de toneladas de atún, y la población superaba con creces el millar de habitantes.
Rico de Estasen trata la isla como una «sorpresa inefable», la que se llevaba el viajero cuando la visitaba, una isla glosada por grandes plumas, como Salvador Rueda y Gabriel Miró. Hace una breve reseña histórica y geográfica, sin olvidar la idiosincrasia genovesa de los apellidos de los tabarquinos, realizando a continuación una descripción de sus paisajes. Denomina «urna del mar» al contenido de sus transparentes aguas, y finaliza invitando a su visita, a profundizar en el conocimiento de sus secretos y de sus singulares habitantes.
Se acompaña de dos pequeñas fotografías que, según se menciona al final del escrito, son de Francisco Sánchez y del propio Rico de Estasen, aunque no especifica cuál es de cada quién.
Este es el texto íntegro del artículo:
La isla de Tabarca es una sorpresa inefable que reserva Alicante a cuantos tienen la suerte de visitar sus lares.
El fino espíritu de Julio Guillén, en un interesante reportaje publicado recientemente en una prestigiosa revista madrileña, puso de relieve la necesidad de que genios literarios se ocupen de la isla con el fervor y entusiasmo de que son merecedores sus altas calidades estéticas.
Efectivamente, ni Viciana, Cavanilles, Lavillier, la Condesa de Gasparin, Zorrilla, Teodoro Llorente, Azorín y Fernández Flórez, que con tan cálido elogio hablan de la ciudad del Benacantil, visitaron, que sepamos, el original retiro marinero, la isla fabulosa cuya visión aparece diluida en el horizonte mediterráneo, frente al cabo de Santa Pola, allí donde se juntan en estrecho abrazo el azul del cielo y el azul del mar.
La excepción es Gabriel Miró. Miró, siguiendo las huellas de Salvador Rueda, que refugió en Tabarca sus hondas inquietudes de poeta originalísimo, fué a Tabarca también ansioso de una quietud y soledad que le negaban sus quehaceres vulgares como modesto empleado de la Diputación de Alicante. Sobre un altozano, dominando el azul, pueden contemplarse todavía las ruinas de la casa que habitó el inspirado poeta malagueño. El viento y el mar han contribuido, más que la mano del hombre, al destrozo del pequeño inmueble, que, por el recuerdo literario que evoca, considero digno de restauración.
Para Gabriel Miró, la isla de Tabarca, es norte y ambición. Su prosa musical jamás vibró tan inspirada y maravillosamente como cuando canta las extraordinarias características de la isla que él considera redonda de mar, transpasada de Mediterráneo, madura de sol, ungida de alucinadora transparencia, coronada de gaviotas que baten sus alas sobre una cortina de montañas tiernas.
Y es que Tabarca, es así: misteriosa y eterna, transparente y primaveral, recogida en sí misma, pulcramente inédita, con su belleza natural, con su vivir primitivo e ingenuo, con sus portalones monumentales, con sus atrevidos y artísticos baluartes, con un interés que sube de punto a medida que el emocionado viajero repite sus visitas.
Historia y Geografía
La isla alicantina, que en un principio se denominó, de San Pablo, si hemos de atenernos a la fantasía de los naturales del país, en razón a haber sido el lugar donde desembarcó el gran Apóstol en su venida a España, se llamó luego de Santa Pola, por su proximidad al poblado marítimo de aquel nombre, y también, isla Llana, por que lisa y llanamente sobresale del mar.
Pero su verdadera entrada en la historia no se opera hasta que las viejas y fabulosas denominaciones quedan anuladas por el de Nueva Tabarca, que en la actualidad ostenta. Pero ésto merece una explicación:«Tabarca -según rezan viejas crónicas- es una isla de genoveses, frente a Túnez, que los de éste Rey tomaron en 1741, reduciendo a sus habitantes a dura esclavitud, que pasó a manos del terror argelino quince años más tarde; mantuvo, sin embargo, cura propio, el fraile mercedario Fray Juan de la Virgen, y éste consiguió que nuestro Carlos III redimiese a los infelices tabarquinos el día de la Limpia y Pura de 1768, en que se firmó el tratado con el bajalato de Argel. Más de ochenta familias llegaron a Alicante con apellidos Colomba, Capriata, Buzo, Pittaluga, Russo, Luchora, Marcenaro, Jacopino, Noli, Sevasco, Burguero, Moinare, Perfum, Milelire, Vasolo, Parodi y Contagala, para los cuales se habilitó pronto la Isla Plana o de San Pablo, levantando ciudad murada, con fuertes puertas y rebellines, que se denominó de Nueva Tabarca, en el extremo Oeste y más abrigado de la Isla, junto a la playa grande y la del Espalmador, antiguo refugio de piratas berberiscos».Con tales antecedentes, convendrá el lector que la visita a la isla, para cualquier espíritu cultivado, ha de revestir una importancia verdaderamente transcendental.
El viaje se efectúa, por insignificante coste y con relativa facilidad, en unas embarcaciones movidas a vapor, que cubren las diez millas marinas que separan a la isla de la ciudad del Benacantil, en menos de dos horas.
A medida que nos aproximamos, Nueva Tabarca -Tabarca sencillamente, en los labios de los alicantinos-, va descubriendo su silueta característica. Primero es la Iglesia, maciza y robusta, edificada en lo más alto como dando a entender la importancia de su misión rectora; después, la Torre defensiva, cuadrada mole de piedra sillería, con el acceso en alto: un verdadero fuerte dotado de dependencias diversas, con enorme cisterna de frescas y abundantes aguas; un lugar, en fin, capaz de dar cobijo a una guarnición numerosa y de resistir allí las incidencias de cualquier sitio... Luego es el Faro, en el extremo oriental de la isla; inmediato al Faro, el Cementerio, de tapiales blancos, sin funerarios cipreses, y, al fin, el caserío en el interior de los macizos baluartes, con sus edificaciones bajas, roídas por el viento y por las blandas y penetrantes humedades del mar.
Descripción
La isla es pequeña: mide menos de dos kilómetros de longitud, sin que el punto de su mayor anchura exceda de 600 metros. Es llana, de accidentada costa; rodeada de pequeños arrecifes, amontonamientos rocosos, mejor dicho, verdes, amarillos, rojos; cubiertos, a veces, por enorme cantidad de algas; dotada de suaves laderas que descienden hasta el mar formando suaves y deliciosas playas; desprovista de árboles; con vegetación propia y curiosísima, consistente en unas diminutas plantas -plantas y flores a un tiempo mismo- a ras del suelo, cuyos tallos son duros y fuertes como la madera y cuyas hojas aparecen cubiertas de diminutas lágrimas de plata y cristal.
Las fortificaciones que defendieron la pequeña ciudad mandada construir por Carlos III, son una acabada muestra de la arquitectura militar del siglo XVIII. Con vistas a la conservación de su arrogante belleza, se impone una reparación, sobre todo en lo que a las monumentales puertas se refiere: tres, que se llamaron, de Levante, de San Miguel y de la Trancada.
La Iglesia es magnífica; capaz de albergar, como en ocasiones memorables sucede, a la totalidad de los tabarquinos. El resto de los días, los habitantes de la Isla se dedican a su trabajo habitual: la pesca. Sin apenas contacto con el mundo exterior, el pueblo de Tabarca, es esencialmente marinero, y, así, aparte el insignificante contingente de productores dedicados a las labores agrícolas -cultivo anual de cereales sobre un terreno pedregoso, de secano, en las inmediaciones del Cementerio- se dedica a la pesca, como queda dicho, y, los que no pueden navegar, al repaso de las redes, a la construcción y reparación de embarcaciones en un pequeño astillero, en el abrigado varadero que allí existe.
La urna del mar
En la pequeña ensenada natural que hizo oficios de puerto -antes de construirse el actual, gracias a la propia generosidad y al apoyo que encontró en las cumbres del Estado y en los centros oficiales de Alicante el, hasta el mes de junio de 1944, Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento, don Luis González Vicén-, descansan de sus empresas marineras las embarcaciones de Tabarca, los leves navíos cargados de velas, cadenas, cordeles y redes, que, cuando el tiempo sea propicio, marcharán hasta las costas de África en audaces empresas motivadas para la pesca del atún, que es la que, al decir los indígenas, produce mayores beneficios.
Pero la verdadera maravilla de Tabarca, son las aguas del mar que la rodean, tan transparentes y diáfanas que parecen no existir.
Esta transparencia va en aumento a medida que el viajero se aproxima a la isla, y alcanza el grado de mayor magnitud en la ensenada, en el puerto, en las amplias cavernas situadas en las inmediaciones del Faro. Desde cualquier lugar de las murallas, la impresión es que nos hallamos frente a un inmenso y maravilloso acuarium: tal es la espesa, múltiple, variada y maravillosa vegetación -con movimientos de seres vivos- de los fondos, en donde desenvuelve su existencia la fauna marina, que se pesca con facilidad, constituyendo la nunca agotada riqueza de la isla.
Urna del mar, podría muy bien denominarse el que rodea a Nueva Tabarca. Visión exacta y perfecta de sus propias entrañas; santuario de aguas quietas, verdes, transparentes, luminosas, que llegan hasta la orilla en suaves ondulaciones, sin descomponerse en espuma, formando las playas de arenas finas de color de oro, que tan intensamente hicieron vibrar el arpa lírica de Gabriel Miró.
Invitación
Tabarca, isla auténtica, realidad inefable, inmóvil navío rodeado de espumas en la plenitud del Mediterráneo alicantino, espera siempre con ansiedad la visita de cualquier viajero. El menor motivo tiene en el suelo de la vieja Isla de San Pablo, caracteres de acontecimiento. Allí viven varios centenares de personas, jóvenes, adultos, niños y ancianos, sin apenas contacto con el mundo exterior: razas puras, directos descendientes de los cautivos tunecinos que hallaron libertad por el afán mercedario del buen Rey Carlos III; corazones sencillos y esforzados, hechos a escuchar las canciones del viento en las amplias y misteriosas soledades del mar.
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Catorce años antes de que el escritor nacido en la población alicantina de Tárbena, Miguel Signes Molinés (1915-1994), publicara su novela Tabarca en 1976, aparecía de su pluma un inspirado artículo que evidenciaba a todas luces la querencia que tenía por la isla, y lo hacía en la Revista Oficial de las Hogueras de San Juan 1962, la número 23 desde que se comenzara a editar en 1940, tras la reanudación de la Fiesta una vez finalizada la contienda nacional.
Revista Oficial de las Hogueras de San Juan 1962 (Archivo Armando Parodi)
Signes, destacada figura del periodismo literario, político y científico, reputado conferenciante y novelista, era colaborador habitual en las publicaciones festeras. En esta ocasión, se hace evidente que el autor ya estaba pergeñando la que sería su obra cumbre, como luego vamos a comprobar sin dejar lugar a dudas. La retórica pesimista profetizaba el talante de su futura novela, pesimismo que no era más que el reflejo del ambiente que se respiraba entre los habitantes de la isla, y del que el autor habría librado testimonio en sus visitas a la misma, puesto que habían perdido la base de su pervivencia dos años antes: en 1960 desaparece definitivamente la Almadraba «Isla de Tabarca», después de un par de escarceos en el último lustro, y el futuro se antojaba muy difícil, tanto, que la población había comenzado a menguar notablemente, pues la necesidad obligaba a buscarse la vida allende las costas de la isla.
Partiendo del avistamiento, desde la muralla de la isla aledaña a la iglesia, de un castillo de fuegos artificiales, un día de Fogueres, y utilizando como pretexto la transición de la luz y el ruido que venían de la lejanía, con el opresivo silencio en que queda la isla, Miguel Signes incide en el inevitable éxodo de los tabarquinos a tierras cercanas, o la resignación a sobrevivir rodeados de la creciente decadencia del poblado.
Este es el texto íntegro del escrito de Signes, que años más tarde se convertiría en las dos primeras páginas del capítulo XII de su novela Tabarca:
Sentado en la muralla, a espaldas mismo de la iglesia, observo cómo el cielo de Alicante en honor del Bautista, el degollado de Mackeronte, estalla en miríadas de corpúsculos de luz. Sobre las aguas parecen caer las estrellas. Con frecuencia, acompañados del lejano ruido de un duelo tronero, o del tableteo de cien ametralladoras, puñados de cometas de larga cola escarlata dan la impresión de taladrar el techo del mundo. Luego suele quedar la noche, por breves instantes, apretada de silencio y de tinieblas. Pero enseguida, allá enfrente, en los aires, vuelve a estallar una granada barroca, que deja en libertad nerviosa y centrífuga un vivero de culebrillas iridiscentes. Y detrás de esta granada explosiona otra, y otra, y otra... hasta convertir el horizonte -mi horizonte- en una apoteosis multicolor, en una cortina de larguísimos flecos rojos, azules, amarillos, blancos...
Por fin, reducido otra vez todo al silencio y a la oscuridad, un golpe hondo y potente, que llena toda la redondez de la noche, anuncia el final del opulento festín del fuego.
La noche de Tabarca se repliega de nuevo en sí misma. Las pocas personas que, desde el espigón del muelle, contemplaron el disparo del castillo pirotécnico, regresan a sus casas en silencio, como sombras. Quizá algo más tristes que antes, porque no dejan de considerar que más allá de la desvanecida cascada de fuego existe un mundo bastante menos doliente que el suyo.
No tenía yo deseo alguno de irme a la cama. Dormí aquella tarde mis cuatro horas largas. En Tabarca se puede dormir lo que se quiera. Todo el tiempo es de uno. Sin periódicos, sin luz eléctrica, sin espectáculos y sin nada, quizá el tiempo más feliz es el que se deja transcurrir en el lecho. Claro que ésta es una manera de pensar mía. No el modo de pensar de los isleños. La gente de la isla piensa poco, es decir, nada. Se limita simplemente a vivir, a vegetar, exactamente lo mismo que las esqueléticas y grises palmeras de la plazuela. Porque si pensara, la gente huiría de Tabarca como se huye de los lugares donde la vida se percibe palpitar sin objeto. Nada hay tan tremendo como que uno tenga que detenerse a oírse vivir: como forzosamente está detenido el enfermo o el cautivo... El tabarquino tiene embotada, de siempre, esta percepción de su larvado vivir. Por eso, con trágico destino de árbol, permanece encadenado a su isla. ¡Felices los que un día sienten en su corazón el destino de las aves quiméricas y remontan un vuelo que no ha de tener retorno...!
Fui llegando hasta el muelle. El agua chapoteaba contra las barquichuelas, lamiendo con su lengua viscosa y salada la suciedad de los cascos.
La isla pareció encogerse hasta un límite increíble, hasta caber en una arruga insignificante de la noche.