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Nueva York agridulce: Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, 1957)

Publicado el 17 septiembre 2018 por 39escalones

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Una noche cualquiera, tras abandonar el Club 21 y entrevistarse brevemente en la calle con el teniente Kello (Emile Meyer), policía corrupto que ejerce como su esbirro particular, el poderoso columnista J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) se detiene unos segundos a observar el conato de pelea que tiene lugar ante la puerta de un local cercano. Luego se gira extasiado, ebrio de satisfacción, hacia su viscoso secuaz, Sidney Falco (Tony Curtis), y, autoproclamándose de nuevo el más íntimo conocedor y, por ello, el más válido y lúcido intérprete de la verdadera naturaleza de su ciudad, Nueva York, exclama: I love this dirty town.

El comienzo de Sweet Smell of Success (1957), Times Square emborrachada de neones antes de que la cámara nos lleve a las rotativas donde se imprime The Globe y siga el recorrido nocturno de los camiones de reparto que publicitan en sus laterales el rostro y el nombre de su periodista estrella, sirve de tenebrista contrapunto al efervescente y hermosamente lírico tributo neoyorquino de Woody Allen al principio de Manhattan (1979), homenaje de amor urbano que el propio genio de Brooklyn terminó por relativizar, con la palabra Help! escrita en los cielos mientras suena la Quinta de Beethoven, al abrir y cerrar su Celebrity (1995). El director de Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, nos advierte ya en los primeros minutos de esta obra maestra de que nos aventuramos en un territorio de falso esplendor, de luces chirriantes pero también de espacios en negro, de tugurios, oficinas, camerinos, despachos, dormitorios y callejones sumidos en sombras amenazadoras. Una ciudad donde los destellos de las marquesinas, los letreros luminosos y los faros de los coches que atestan sus calles no llegan a despejar de tinieblas los secretos de sus cloacas.

Es en esa nebulosa intersección entre el anonimato de la nada y el triunfo de la luz donde J. J. Hunsecker impone su tiranía. En otro momento, el periodista, observado de espaldas y en plano picado, otea, imperial, la ciudad desde la amplia balconada de su lujoso apartamento situado en un elevadísimo piso de uno de los rascacielos que coronan Broadway. La ciudad del espectáculo se extiende, sumisa y humillada, a sus pies. Los deseos de Hunsecker, cielo o infierno, vida o muerte, como César de su particular circo romano, son órdenes para cientos, tal vez miles de personas que aguardan un salvador gesto suyo en la misma medida que temen un desprecio que suponga su automática condenación. Basta una mención positiva en su columna del periódico o una alusión casual en su programa de televisión para proporcionar una oportunidad en los escenarios, quizá una carrera teatral completa, lo mismo que una crítica negativa o un comentario aparentemente azaroso pueden significar el prematuro y forzoso abandono de la profesión, enterrar para siempre un nombre en lo más profundo e inaccesible de las listas del sindicato. En Broadway, el gusto y la voluntad de J. J. Hunsecker son las únicas leyes. La ciudad que nunca duerme es terreno abonado para la pesadilla.

El origen de esta espléndida película de las postrimerías del ciclo negro americano (1941-1959) se encuentra en la novela corta Tell me about it tomorrow, del escritor y guionista Ernest Lehman, publicada por la revista Cosmopolitan y titulada inicialmente The Sweet Smell of Success. Lehman, colaborador de cineastas como Robert Wise (Executive Suite, 1954; West Side Story, 1961; The Sound of Music, 1965), Billy Wilder (Sabrina, 1954), Alfred Hitchcock (North by Northwest, 1959; Family plot, 1976), Mark Robson (The Prize, 1963), Mike Nichols (Who’s Afraid of Virginia Woolf, 1966) o Gene Kelly (Hello, Dolly!, 1969), volcó en la novela su propia experiencia como agente de prensa y su relación con el todopoderoso columnista Walter Winchell, considerado el inventor de la moderna crónica de sociedad, o gossip column. Carente de todo escrúpulo, Winchell utilizaba sus artículos en el New York Daily Mirror, propiedad de otro tipo más que controvertido, William Randolph Hearst, y sus programas radiofónicos como herramientas de poder. Desde la mesa 50 del conocido Stork Club, en la que tenía instalada una máquina de escribir y un teléfono con línea exterior directa, Winchell elaboraba venenosos comentarios que podían suponer el ascenso o el ocaso de cualquier nombre de Broadway, incluso de los más consagrados. Tal vez por eso mismo, además de ser el periodista más temido y mejor pagado del país era también el más seguido; cada columna era leída por cincuenta millones de americanos. Winchell creó un nuevo lenguaje para referirse a los famosos, en el que predominaba el chismorreo y el tono despectivo, las frases cortas y directas, la difusión de rumores, escándalos y situaciones comprometidas sin necesidad de atenerse al rigor de la verdad, y la invención de toda clase de apodos y motes, señas de un estilo personal que sentó las bases del sensacionalismo periodístico. Su influencia se hizo notar en otras dos célebres lenguas viperinas de la crónica social, estas ubicadas en Hollywood, Hedda Hopper y, especialmente, Louella Parsons, y estaba tan presente en el día a día del público que este no tuvo mayor problema para identificarlo tras el ficticio Waldo Lydecker, el refinado y maquiavélico periodista que interpreta magistralmente Clifton Webb en Laura (Otto Preminger, 1944).

Dado a toda clase de manías megalómanas, Walter se empecinó en desbaratar la boda de su hija Walda con el productor William Cahn, hecho que Ernest Lehman tomó cono nudo principal del drama de su novela. Winchell presionó lo indecible a los magnates de la industria del cine y logró impedir durante años que la historia pudiera llevarse a la pantalla, hasta que la compañía independiente Hecht-Hill-Lancaster anunció en 1955 la compra de los derechos. Orson Welles se perfilaba como posible protagonista, y el propio Ernest Lehman fue contratado como guionista y director. No obstante, una repentina enfermedad y su falta de experiencia en la dirección cinematográfica hicieron que los productores contrataran al dramaturgo Clifford Odets para la escritura del guión, en el que predomina la intención dramática de cada escena por encima de la literalidad del diálogo, y como director a Alexander Mackendrick, nacido en Boston pero criado y crecido en Escocia, brillante especialista en comedias dramáticas para la compañía británica Ealing (Whisky Galore!, 1949; The Man in the White Suit, 1951; Mandy, 1952; The Ladykillers, 1955, fuente del remake de los hermanos Coen en 2004), que debutó así en el cine de su país natal.

La película no es un film noir en sentido estricto, aunque sí una de sus muestras más apabullantes y desoladoras. El cine negro de corte criminal fue mutando progresivamente en la segunda mitad de los años cincuenta desde la desesperación violenta de los humildes sin salida hacia la denuncia de la corrupción de los poderosos, ya fueran políticos, financieros, periodistas o mandamases del mundo del espectáculo. En la película no hay armas sino mentiras, no hay atracos o asesinatos pero sí coacciones, extorsión, implacable amenaza de violencia, de muerte o de una vida vivida como ruina. El resultado, además de compartir atmósfera con los clásicos del género (entorno urbano, rodaje en localizaciones reales de Nueva York, fotografía –obra de James Wong Howe– en blanco y negro muy contrastada, la omnipresencia de la corrupción, personajes corroídos por un código moral repulsivo, la sugerente ambientación que otorga la música de jazz compuesta por Elmer Bernstein para la banda sonora…), se revela como uno de los más devastadores e impactantes del ciclo negro clásico. Porque en la película, centrada en los ambientes periodísticos más sucios de la gran ciudad, de la capital del mundo, la auténtica víctima es el amor en su más excelsa manifestación, el verdadero crimen se comete contra la inocencia y el deseo de felicidad de un ser bueno, bello, de corazón puro.

El argumento sigue de manera lineal, durante una noche y el día siguiente, la evolución de la relación entre dos individuos sin moral, J. J. Hunsecker y Sidney Falco. El primero, el todopoderoso columnista, ejerce un dominio total sobre el segundo, gris agente de prensa de ambición desmedida y grandilocuentes proyectos de futuro. La autoridad de Hunsecker sobre Falco se sustenta en una extorsión continua pero aceptada, una simbiosis oscura y repugnante: a cambio de unas simples migajas (la cita, siempre prometida y casi nunca materializada, de algunos de sus representados en algún párrafo de su exitosa columna), Hunsecker utiliza a Falco como perro de presa, el hombre que le hace el trabajo sucio, el tipo que le saca la basura, entrega sus mensajes, extiende sus redes, siembra, en definitiva, el terror, siempre en su nombre, en las largas noches de Broadway. El servilismo de Falco respecto a Hunsecker (los cristales de sus gafas se untaron de vaselina para conferir a su mirada mayor profundidad y un aire amenazador) es mostrado magistralmente por Mackendrick en la secuencia del Club 21 en que el periodista se regala el lujo de humillar a un político que le pide el favor, casi le suplica, de introducir en el mundo de las variedades a su última y rubia amante. Basta el ademán de Tony Curtis encendiendo el cigarrillo de Burt Lancaster para que la posición de sumisión total de Falco hacia Hunsecker quede indeleblemente asentada para todo el metraje.

Tal es así, que cuando J. J. se irrita al tener noticia de la relación que el guitarrista de jazz Steve Dallas (Martin Milner), estrella del The Chico Hamilton Quartet, mantiene con su adorada hermana pequeña, Susan (Susan Harrison), por la que siente un amor y a la que le une un afán de posesión que son de carácter más incestuoso que fraternal, encarga a Falco que, apañándoselas como pueda y con licencia concedida para saltarse todos los límites que crea conveniente superar bajo la protección de la ley que dicta desde su máquina de escribir, evite toda posibilidad de que ese amor acabe en matrimonio. Si la miseria moral de Hunsecker es indescriptible, la postura de Falco llega a lo inconcebible. Falco, con falsas promesas de contratos y ganancias, logra que una de sus representadas, Rita (Barbara Nichols), aspirante a actriz que mientras persigue el éxito se emplea como cigarrera en un club, venda sus favores sexuales a otro periodista, Otis Elwell (David White), como pago de que este publique un artículo que relacione a Steve Dallas con el comunismo y el consumo de marihuana. El teniente Kello hará el resto, manipulando la prueba crucial no con intención de que la justicia tome cartas en el asunto, sino para que Hunsecker pueda demostrar ante su hermana que nadie, ni siquiera su amado Steve, la quiere ni, sobre todo, le conviene, tanto como él.

Naturalmente, una historia de semejante cariz (incesto, comunismo, drogas, corrupción policial) levantó las suspicacias de la oficina del Código de Producción, entidad gestora de los mecanismos de regulación que los estudios de Hollywood instauraron para su autocensura en 1934, aunque nada comparable a la reacción del propio Walter Winchell, que además también tuvo que vérselas con las alusiones que a él se hacían en A King in New York (Charles Chaplin, 1957). No obstante, el fracaso comercial y de crítica que Sweet smell of success cosechó en su estreno en el Loew’s State Theatre de Nueva York disipó pronto la polémica. Probablemente los dóciles espectadores del Hollywood del technicolor y los finales felices no estaban preparados para películas protagonizadas por personajes negativos, corruptos, que no solo no luchaban contra sus debilidades y perversiones sino que se regodeaban en ellas, en la persecución de sus reprobables objetivos mediante el chantaje y el tráfico de influencias, y con frases de diálogo como “la integridad es como el sarampión, como un barril de pólvora esperando el fósforo”, personajes repugnantes que ansían el ascenso a la cima de una sociedad corrompida sin aspirar a regenerarla, sino dispuestos a aprovecharse de ella, a sacarle todo el jugo posible en provecho propio. Solo el personaje de Susan escapa a ese ambiente abyecto, poseedora de sueños, ilusiones y emociones positivas, humanas. Tal vez fuera demasiado poco para el público. Mackendrick tenía dónde fijarse, tal vez también consolarse: otro tanto le había sucedido a Billy Wilder unos años antes a causa de Charles Tatum, el periodista sin ética ni principios que interpreta Kirk Douglas en Ace in the Hole (1951), uno de sus más sonoros fiascos por más que el tiempo haya convertido la película en un clásico fundamental sobre el mundo del periodismo. Dice Alexander Mackendrick: “los dos personajes principales son odiosos y al final te acabas identificando con el peor de los dos, Tony Curtis, que en el fondo es mucho peor que Bust Lancaster”. Sin embargo, Hunsecker es un soberbio que no perdona el desprecio que una pareja de jóvenes, en nombre de algo tan etéreo e incierto como el amor, algo tan diminuto, tan ridículo para él, hace del criterio superior de alguien a quien siguen devotamente decenas de millones de personas de todo el país. Su venganza, más producto de un amor propio herido, de una posición profesional puesta en duda, que del desmoronamiento del dominio que ha ejercido históricamente sobre su hermana, ha de ser, por fuerza, terrible, tiene que arrastrar a todos con él, propiciar incluso su autodestrucción. Poco precio supone a cambio de salvar su orgullo.

La película transcurre en su mayor parte de noche, en Times Square y Broadway iluminados, sus luces reflejadas en los charcos, los escaparates y los cristales de los coches, y en locales atestados, masas de personas que van de un lado a otro, que llenan bares, teatros, restaurantes y aceras, que circulan en taxis y colapsan las avenidas, que gritan para hacerse oír por encima de la música de jazz a todo volumen. De noche Hunsecker se ríe de un senador, negocia con sus policías a sueldo, lanza a Falco contra la incipiente carrera musical de un joven que no ha hecho daño a nadie; de noche Susan repudia a su odioso hermano, destapa su mundo de trampas y mentiras, renuncia a seguir viviendo ante la imposibilidad de tener al hombre que ama; de noche Falco teje la tela de araña del imperio de Hunsecker, sueña con el poder y la gloria, prostituye a una inocente… En el amanecer de Times Square, sin embargo, no se abre paso la luz. Falco no verá ese mundo de éxito e influencia que ambiciona, al menos no todavía. La derrota de Hunsecker es su derrota, los platos rotos serán sus costillas. La luz del nuevo día no va acompañada de una nueva esperanza. Es solo el neón que, como en las marquesinas de Broadway, como el blanco y negro del film noir, rubrica la oscuridad más terrible.


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