José Andrés Dulce
Durante décadas, el cine norteamericano construyó una hermosa mitología en torno al “western” pero apenas prestó atención a la parte “eastern” del territorio, si no era para ambientar en las costas de Baltimore alguna mansa película de aventuras o en Boston algún lujoso drama finisecular. El desequilibrio cinematográfico entre el Este y el Oeste tiene una explicación razonable y se concreta en la última película de Martin Scorsese “Gangs of New York”, que revela al público de principios del siglo XXI una parte de la historia de los Estados Unidos no precisamente bella, ni épica, ni romántica, sino más bien sórdida, cruda e indecente, motivo por el cual Hollywood decidió barrerla por debajo de la alfombra. A este respecto, conviene recordar lo sucedido en 1975 con “Mandingo”, primero silenciada y luego condenada al olvido.
En “Gangs of New York” descendemos a los infiernos y, más concretamente, a los cenáculos de peste, barro y sangre sobre los que Norteamérica forjó su violenta identidad. Tras asistir a semejante carnicería, el espectador puede pensar que la película dramatiza y exagera el pasado, o, si conoce la trayectoria de Scorsese, que el autor de “Taxi driver” ha trasladado al Nueva York de mediados del siglo XIX los sórdidos escenarios de “Mean Streets”, “Goodfellas” o “Casino”.
En realidad, ninguno de estos argumentos es lo bastante tranquilizador. Scorsese es un hombre mortificado que desde los inicios de su carrera nada en aguas violentas y que, fascinado por el horror, renuncia a explicar lo que escapa a la razón. Pese a sus raíces cristianas, no encuentra consuelo en el dolor, ya sea el que se inflige a los crucificados de “Boxcar Bertha” o “The Last Temptation of Christ” o el que padecen en sus carnes los matones de “Casino”. Los santos de la Iglesia sufren para la gloria de Dios, pero Scorsese no encuentra grandeza en el martirio. Para él la violencia carece de ética, no responde a categorías y quienes siguen su camino sólo tienen dos formas de servirle: o como víctimas o como verdugos
De manera que Scorsese no ha cargado tintas ni ha loado el derramamiento de sangre, sino que se ha quedado deliberadamente corto, ya que de otro modo la visión de su película habría sido insoportable para una mayoría de espectadores. La Gran Manzana ya nació podrida y no es preciso hacer ningún esfuerzo para dignificar su pasado ni embellecerlo con remembranzas hipócritas. De hecho, uno de las escasas licencias que el director se permite es un “collage” de imágenes donde sugiere que la única escapatoria para sus jóvenes personajes sería la soleada California de la quimera del oro. Pero ésta tampoco fue un edén ni la tierra de las grandes oportunidades, como reflejó Blaise Cendrars al final de su novela “L’or”.
Jay Cocks, guionista, espiga diversos aspectos de la crónica de Asbury y sobre su telón de fondo inscribe a una serie de personajes malditos entre los que destaca el trío formado por el joven bandido Amsterdam Vallon (Leonardo di Caprio), la hábil ladrona Jenny Everdeane (Cameron Diaz) y el señor de Five Points, William Cutting, alias “Bill el Carnicero”, interpretado por Daniel Day-Lewis sobre un dibujo cinematográfico que recuerda al de los grasientos villanos de Stroheim.
A mi juicio, la película se resiente de la profusa exhibición de armas blancas, que deberían haber sido mostradas no tanto en números de feria o en duelos inverosímiles (Vallon y Cutting sobreviven a heridas mortales de necesidad), como en los diversos oficios, legales o ilegales, que desempeñaban los moradores de la urbe. Pero “Gangs of New York” no tiene la menor vocación documental; toda ella discurre a nivel del fango y la reconstrucción de época (a cargo del colaborador de Fellini, Dante Ferretti) presenta un conglomerado de barrios destartalados en los que hombres y animales se disputan el aire viciado de las calles. En este sentido, es mérito del equipo de Scorsese haber mostrado una visión inédita de los Estados Unidos, un Nueva York de mugre y lodo, de sótanos y catacumbas, de calles sucias y cielos caliginosos que, perteneciendo al pasado, anticipa la metrópoli del futuro.