Nueva York y la locura de Times Square (tercer día)

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

La calle 59

Me gusta la calle 59 de Nueva York. En un pedacito de su extensión fue donde me quedé la primera vez que visité esa ciudad. El Hotel Plaza en una esquina, el Central Park amplio y verde justo al frente, son siempre mis recuerdos más inmediatos de ese viaje. Esta vez pasé por allí como quien pasa por la parte más transitada de la casa. Todo me pertenecía, aunque nada fuese mío. La nieve se había ido en la madrugada. El día amaneció despejado, azul y frío; una mezcla perfecta.

Ese día, volvimos a viajar en metro desde Grand St en Chinatown, hasta Columbus Circle St en esa calle 59 de mis recuerdos. Bordeamos la acera hasta esa congestión que se forma entre la Apple Store -fascinante siempre- y el Hotel Plaza -carísimo siempre-. De allí en adelante, la 5ta avenida de Nueva York se abre en todo su esplendor y las tiendas y su lujo van conquistando todos los sentidos. Me gustan las fachadas de Bvlgari, Dior, Dolce & Gabbana, Louis Vuitton y varias más; pero más me seducen los rascacielos, sus texturas y el contraste con edificaciones que parecen estar allí desde siempre, negadas a caerse. Por eso soy yo la que casi me caigo al salir de una iglesia anglicana, por no ver bien los escalones. Salté para buscar equilibrio y lo encontré con el corazón acelerado.

Más adelante, la Catedral de San Patricio invita a entrar a su magnificencia y a colaborar también en su restauración. Hace tres años cuando visité Nueva York, la catedral estaba en las mismas condiciones y esa vez no pude pasar a conocerla. Esta vez sí, pero no distingo bien entre los andamios y camino sus pasillos con un poco de mal humor y ruido. Sin embargo, me gusta una frase que reposa en su entrada y que quiero grabarme siempre: “In a city that never sleeps, everyone needs a place to pray” (“En una ciudad que nunca duerme, todos necesitan un lugar para rezar”).

Seguimos calle arriba, entre ese agite de abrigos de invierno, de cafés calientes de Starbucks, de bufandas de colores, y hacemos una parada obligada en el Rockefeller Center. Dicen que la mejor vista de Nueva York se tiene desde el Top of the Rock, en vez del Empire State. Si hay tiempo (y dinero) es muy tentador subir a los dos edificios y captar imágenes de la ciudad a 80 pisos de altura; pero si el tiempo apremia, entonces hay que prometernos un nuevo viaje para subir con calma, para apreciar su grandeza. Queríamos seguir descubriendo a Nueva York en la congestión de sus aceras, en su agite diario.

Doblamos en la calle 42 y también nos prometemos llegar al Empire State en otra oportunidad. Lo dejamos al frente, altivo y elegante, para meternos en medio de la locura del Times Square. Caminamos por Broadway y sus luces de colores. Cada aviso era un asombro, cada paso un delirio de emoción. Mi mamá no alcanza a entender tantas luces; le gustan, la hacen sonreír como niña;  toma fotos desde cualquier ángulo y todo le maravilla. Yo sonrío, porque creo que son pocas las ciudades que en el centro de su caos pueden emocionar de esa manera. Vamos leyendo los anuncios de los musicales de ese día, entramos una tienda, entramos a otra, damos la vuelta; no sabemos si bajar o subir y nos quedamos en el medio, mirando a la gente pasar, viendo el desespero de los flashes, dejando que el Times Square se nos grabe para no olvidarlo y seguimos.

Antes de hacer el viaje, había leído sobre una compañía que ofrece descuentos en los musicales de Broadway. Los tickets se compran el mismo día de la función, entre las 3pm y las 7.30 pm. Anoté el nombre de la oficina y la dirección -que queda en Times Square- y, como siempre me pasa, dejé ese papel abandonado quién sabe dónde. Pero, a veces la suerte está a favor, y justo cuando mi Mamá se detuvo a ver un pintor en la acera, reconocí el logo de la empresa a dos pasos de donde estábamos. Entramos, con la sorpresa de encontrar tickets para ver Mamma Mia! a las 8pm, en asientos separados que costaban 89$ -arriba, muy arriba- pero que normalmente están a 238$ en esa locación. Dudamos, nos miramos, nos lamentamos, volvimos a preguntar, dudamos, volvimos a dudar y nos fuimos. Sería otro día, otro viaje, otro musical.

Caminamos y los pies se nos fueron solos y sin saberlo hasta el Winter Garden y ¡Oh, sorpresa! justo allí, media hora después, comenzaría el show de Mamma Mia! Ya había gente esperando, otras haciendo fila y entramos, por curiosidad, buscando algún descuento, buscando un poco de suerte. Los Box Seats para la obra cuestan 70$. Nadie los quiere, porque uno se pierde un pedacito de la esquina derecha del escenario, pero si te lo explican bien -como nos explicaron- en ese rincón nunca pasa nada, así que en realidad no te pierdes del musical. Dudamos, nos miramos y los compramos. Fue la mejor decisión, estábamos a 10 filas del escenario, en esa esquina que nadie quiere, con una visión perfecta, menos del rincón derecho, ese que a nadie le importa. La obra es una maravilla llena de colores, de canciones que me traen buenos recuerdos. Si les gusta la historia, no duden ni un segundo en ir a verla.

Salimos del teatro al borde de la medianoche, con el Times Square más vivo que nunca. Lo caminamos y lo respiramos hasta que el cuerpo pidió un poco de descanso y buscó camino a la estación de metro más cercana. Los trenes nos hicieron una mala jugada, no llegaban y la espera se prolongó por poco más de una hora en la que conocimos a una chica con cara de cansada que nos sugería otras vías revisando el mapa, un sirio que hablaba perfecto español y a un chico de familia siciliana, nacido en Nueva York y que a pesar de vivir ahí desde siempre, se le dificulta entender el metro y sus manías. Un rato después, salíamos en la estación de Chinatown, buscando el reposo en la habitación del hotel para ganar energías y abarcar un poco más la ciudad, justo al amanecer.

Lee este viaje en orden:

Nueva York y su frío (primer día)

Nueva York y su paisaje blanco (segundo día)