Dios declaró suficientemente que el culto mosaico debía cesar, siendo reemplazado por otro más perfecto, y que debía ser fruto y complemento de las lecciones del Mesías.
Prueba I. La ley moral o el Decálogo fue dictado a los judíos por la boca misma de Dios, con el aparato estruendoso del Sinaí; la ley ceremonial fue dada sucesivamente y cuando la ocasión se presentaba. La primera al punto de la salida de Egipto; mas las ceremonias por la mayor parte después de la adoración del becerro. Moisés colocó en el arca de la alianza los preceptos morales o el Decálogo, pero no los mandatos concernientes al ceremonial del culto. He aquí ya una diferencia esencial, que anuncia la diversa importancia y duración de estas leyes.
Prueba II. Dios declara muchas veces por medio de sus profetas a los judíos que el culto exterior no tenía para él mérito ni eficacia para borrar los pecados; que lo desechaba porque no estaba acompañado de la inocencia y la virtud. Luego este culto había sido instituido no por su propia excelencia, sino por razones particulares, tomadas del carácter nacional de los judíos y de las circunstancias en que se hallaban al salir de Egipto. Luego era natural que aboliese este culto, cuando las circunstancias hubiesen variado, y las razones de su institución no subsistiesen. (...)
Prueba III. Tomada de las profecías mismas que anuncian al Mesías. En primer lugar, Dios en el Deuteronomio promete a los judíos un profeta semejante a Moisés, que les anunciará sus voluntades. Ningún profeta puede ser semejante a Moisés, si no es legislador como él. Luego esta promesa debe entenderse de un profeta que dará una ley nueva. Dios mismo declara que entre los antiguos profetas ninguno hay que sea semejante a Moisés, a quien Dios hable cara a cara, y no solamente en sueños y visiones. Luego cuando Moisés anuncia un profeta semejante a él, entiende un hombre que estará revestido del mismo carácter, que tendrá las mismas funciones y privilegios, y a quien Dios concederá los mismos favores. Ninguno de los profetas, enviados a los judíos para exhortarlos a la obediencia de la ley de Moisés tuvo todas estas cualidades; sólo pueden convenir al Mesías. En segundo lugar, Dios promete a los judíos una nueva alianza diferente de la primera (Jerem. 31:31). "He aquí la alianza, dice el Señor por su profeta, que yo haré con ellos: pondré mi ley en el fondo de su alma... seré su Dios y serán mi pueblo... todos me conocerán desde el más pequeño hasta el más grande". San Agustín alega este mismo pasaje contra los maniqueos, que sostenían la pretensión de los judíos, que se apropian los impíos. En vano pretenderían estos con aquellos aplicar el cumplimiento de estas profecías al tiempo de la cautividad de Babilonia, porque mientras duró ésta el pueblo fue fiel y no idólatra; y nada de lo que los profetas anuncian se verificó entonces; y sí después de establecida la ley de gracia. (...) En tecer lugar, Dios prometió un nuevo sacerdocio eterno, no según el orden de Aarón, sino de Melquisedec (Psal. 109). Éste no había de depender del nacimiento, sino de la elección de Dios. Isaías nos dice que Dios tomará sacerdotes y levitas de entre las naciones (Isaías 66:20-21). No ejercerán sus funciones como los antiguos en el templo solo de Jerusalén, sino en todo lugar, según la predicción de Malaquías (Malach. 1:5). Las víctimas no serán las mismas, pues que Dios según el mismo profeta desechará en adelante las oblaciones de los judíos; y, según Daniel, las víctimas, los sacrificios y el templo deben destruirse después de la muerte del Mesías (Dan. 9:26). San Pablo se detiene e insiste con razón en estas diferentes pruebas para demostrar a los judíos que después de la venida del Mesías no subsistía la ley. En cuarto lugar, según la profecía de Jacob, el Mesías debía reunir los pueblos; luego debe hacer cesar la distinción que ponía la ley ceremonial entre los judíos y los demás pueblos. Según las predicciones de Daniel, la alianza debe concluirse cuando cesen los sacrificios y víctimas; luego el Mesías no debía dejar subsistir el culto ceremonial.
Prueba IV. Tomada de la naturaleza y fin mismo de la ley. Es evidente que la ley de Moisés tenía por único fin distinguir los judíos de las demás naciones hasta la llegada del Mesías. La circuncisión estaba ordenada como un signo distintivo de la posteridad de Abraham, y como un monumento de las promesas que el Señor había hecho. Con el mismo designio, había prescrito Moisés a los judíos tantos ritos y usos contrarios a los de las demás naciones, y que los hacían odiosos a sus vecinos. Dios había declarado que, en viniendo el Mesías, todas las naciones serían llamadas a conocerle y se agregarían a su pueblo. Lo hemos visto en muchos pasajes de los profetas, y los judíos no lo niegan. Era pues imposible que, bajo el Mesías, hubiese querido conservar observancias destinadas a separarlos de otras naciones. El ejercicio del culto mosaico estaba afecto y limitado a un lugar particular, al templo de Jerusalén. Dios había prohibido severamente oferecer en otra parte primicias, víctimas, inciensos y sacrificios. Pues que bajo el Mesías quiere extender su culto a todas las naciones, es absurdo creer hubiesen de venir de las extremidades del mundo a ofrecer sacrificios y celebrar tres veces al año las fiestas que arreglaba su calendario, en estaciones que no podían corresponder a las de las regiones distantes del Norte y del Mediodía. La ley de Moisés arreglaba el culto, las costumbres, usos civiles, políticos y militares. ¿Podían convenir a todos los pueblos?
Prueba V. La Providencia general de Dios. El Evangelio debía ilustrar todas las naciones, haciéndolas conocer el verdadero culto y la moral perfecta. "No es por vosotros, dice el Señor a los judíos por Ezequiel, por quien yo haré todas estas maravillas, sino por mi santo nombre, que vosotros habéis manchado en todas las naciones entre quienes habéis habitado. Yo glorificaré mi nombre a fin de que todas las naciones sepan que yo soy el Señor". Esto no podía cumplirse ni era conciliable con la existencia de la ley mosaica; luego el Mesías, destinado a hacer conocer por medio de sus discípulos el verdadero Dios, y el culto que quería se le diese en todo el universo, debía terminar y terminó la ley de Moisés.
Prueba VI. Tomada del mismo hecho, que es el mejor intérprete de las profecías y designios de Dios. Hace dieciocho siglos que Dios desterró a los judíos de la tierra prometida, hizo arrasar el templo, sin que ningún poder humano, a pesar del empeño de un emperador apóstata haya podido reedificarlo; ha hecho su religión impracticable, las leyes y constitución de su república imposibles de restablecer para siempre. Esta constitución dependía esencialmente de la distinción de las tribus y conservación de las genealogías. La distribución de la Palestina tenía relación con ella; los sacerdotes debían ser de la sangre de Aarón y de Leví, el rey de la raza de David, y el Mesías había de nacer de esta misma familia.
Mas, después de la dispersión de los judíos y la ruina de su república, sus genealogías se confundieron, la distinción de las tribus y razas quedó abolida. Es imposible a cualquier judío probar que es de la tribu de Judá y no de la de Leví o Benjamín, mucho más mostrar que desciende de David. Luego es un absurdo negar que la ley quedó abolida, siendo todo el fundamento y objeto de ésta la venida de un Mesías libertador que había de nacer de la familia de David.
La prueba más evidente de que no existe tal ley, por consiguiente de que el Mesías la abolió, es que el mismo Dios no ejecuta la sanción que le había dado. ¿Cuál era la sanción de la ley de Moisés? Dios había prometido que en tanto que los judíos se conservaran fieles en su observancia, los protejería, los colmaría de bienes y libraría de las manos de sus enemigos. Es así que desde la venida del Mesías esta promesa, cumplida hasta entonces, ha quedado sin efecto. A pesar de la obstinada adhesión de los judíos a su ley, ellos padecen hace más de mil ochocientos años la más dura cautividad; lo conocen ellos mismos y lo lloran. Luego, desde la venida del Mesías, Dios dejó de imponerles la ley de Moisés. No pueden decir lo contrario, sin acusar a Dios de que falta a su promesa.
Bergier